Ignacio Álvarez Vara “BARQUERITO”
Especial para VUELTA AL
RUEDO
UNA DE LAS HUELLAS de la pandemia se queda impresa en
los pulmones y los tiñe de negro. Se lo he escuchado decir a José María
Peridis, que se vio hace tres semanas atacado de súbito por el covid-19. El
ataque debió de ser como el de las manos de un estrangulador. Sintió que se
ahogaba, que se estaba ahogando, pero tuvo la lucidez suficiente como para en
ese mismo momento pedir que lo llevaran a urgencias médicas, y lo llevaron no
luego sino ya. Eso le salvó la vida.
De la convalecencia en una habitación
aislada de hospital ha sabido hacer un sentido relato. Ha comparado la cámara
con una celda monacal. Solo tenían acceso a ella los sanitarios y los
enfermeros, todos protegidos por mascarillas y por tanto enmascarados. Para
todos sin excepción ha tenido palabras de reconocimiento ni atropelladas ni pomposas,
sino tan de verdad y tan directas como las mismas con las que ha descrito la
neumonía: los pulmones negros.
Su humor refinado de viñetista ha
asomado al hacer referencia a la medicación, que le servían a través de un
ventanuco –el diminutivo cántabro- unas manos anónimas. Un ventanuco es como un
torno de convento. Parece que una de las pastillas diarias era del tamaño de
una ficha grande de casino. Ha insinuado que la soledad y el silencio han sido
parte de la cura. Le han preguntado que cómo mataba el tiempo, no con esas
palabras pero sí con el mismo sentido, y ha dicho que en silencio y en soledad
se encontraba divinamente. Tampoco ha sido esa la palabra precisa, pero eso ha
querido decir. Y lo ha dicho con su voz queda, que ya era queda antes de la
convalecencia y ahora sonaba, en cambio, con una fuerza interior distinta. Una
celebración.
Que si se había llevado al hospital
lápices y pinturas para poder seguir dibujando sus ingeniosas viñetas para El
País, donde lleva a diario haciéndolas desde 1976, cuando se fundó el
periódico. Sin faltar ni una sola vez a lo que en el gremio de la Prensa se
llama la cita. Y que no ni pensarlo, que había salido de casa con lo puesto. En
cuanto recibió el alta, volvió a la cita. Esta semana, ya en casa, la viñeta de
la reaparición, aunque caústica, desprendía el optimismo propio de la edad: 78
años. Dichoso en la celda. También fuera de ella.
De modo que me he echado a la calle
con más ganas de lo habitual. Habían regado la calle con desinfectante
aromatizado y se sentía como la llegada de una segunda primavera. La visita
ritual al kiosco de Puerta Cerrada y, luego, en busca de las pastas de jengibre
del Obrador de San Francisco. Hice cola ayer, pero cuando llegó mi turno se
habían vendido todas. Esta mañana todavía más larga la cola pero mejor movida.
Hubo suerte, hice acopio. No media docena, sino ocho. Para toda la semana.
A nada se parecen ni el sabor ni el
aroma de esas pastas de receta secreta, ligeramente quemadas del molde, todas
idénticas, teñidas del color castaño de la melaza y la canela con que se funde
en el horno el jengibre, blandita la costra como la del macarrón de almendra
que tanto se gastaba por León. Los macarrones de La Coyantina ¡madre mía! Receta
de una pastelería de Valencia de Don Juan que dio con una fórmula singular. No
arábiga, como la del mazapán de Toledo o los macarons de la Provenza, sino cristiana.
El punto de la pasta de almendra o de
la de avellana, que son tan afines como diferentes, mide la pericia de los
grandes pasteleros. Los de Oviedo, Daroca y Huesca. Los guipuzcoanos también.
Por ejemplo, Casa Otaegui. La sucursal del Antiguo, el barrio pueblo que limita
con Igueldo, Ondarreta y Miramar, recibe a diario –los lunes, descanso- las
delicias del obrador central. Si quieres recuperar el genuino sabor de la
magdalena pura, Otaegui. Y si el plumcake de fruta escarchada a la inglesa,
igual. Y la panchineta, sutileza insuperable coronada por granitos de almendra
molida.
El Obrador no es pastelero, sino un
panificio en toda regla. Las pastas de jengibre son una concesión al público
infantil. Hay cerca hasta cuatro colegios de primera enseñanza. La Paloma, el
Vázquez de Mella, San Ildefonso y el Sagrado Corazón. Laicos los tres primeros.
El de las monjas, en la confluencia de Don Pedro y Redondilla, es un edificio
sencillo pero complejo –la esquina es ángulo agudo- y tiene el acento propio
del neomudéjar madrileño.
Pasé por Redondilla después de haber
repetido la ruta benigna de Nuncio, Anglona y la plaza de la Paja, a esas horas
poblada de más perros que amos. Una monja estaba encerrado el cubo municipal de
basura, Las ruedas chirrían cuando vacío. Mucha gente en el mercado de la
Cebada. En el revistero de la entrada todavía quedan trípticos de la ruta Dalí
en el Alto y el Bajo Ampurdán. En los dos. La página de hostales antiguos que
ayer cité a propósito de Ca la Neus menciona a Dalí como asiduo del
restaurante. Lo pongo en duda. De la mesa predilecta de Dalí, otro día.
Y ahora, el postre. La coda de esta
historia sin rumbo. Hay que volver a La Escala, para comer. No donde los
herederos de Arquimedes, sino en el tenido ahora por mejor comedor de la
ciudad: El Molí de l’Escala. Desde el decreto del confinamiento, La Vanguardia
viene publicando a diario en media página una sección comer –el logotipo, entre
dos corchetes, un tenedor y una cuchara- dedicada a entretener en la cocina a
la gente confinada. Recetas de distintos chefs catalanes. El nivel, muy alto. El
miércoles fue Jordi Jacas, el alma de El Molí, y su suquet de escórpora al all
i pebre. El suquet de Arquímedes entró en la historia por su punto y su
variedad de pescado, entre ellos tal vez la escórpora, hermoso pez de roca.
Como un dragón. Fuera de las tierras de habla catalana, se llama cabracho. Es
lo mismo. Con la carne de la escórpora que no vaya a ir a la cazuela, se
prepara un fumet –un fondo- que vendrá a hervir después de una previa y lenta
cocción de ajos fileteados, sofrito de tomate, cinco ajos fileteados de
primeras y otros cinco después, pimiento verde –medio-, cuatro patatas –de
Figueras-, pimentón de La Vera, medio vaso de vinagre y, finalmente, el all y
pebre (ajo con guindilla de Cayena). Cuando el hervor, los filetes de escórpora
limpios de espinas, ni gruesos ni finos.
entonces dejar estar hasta que se sienta y detecte en la cazuela el chup
chup, que es el juguito, el suquet que da nombre al plato. El principio de
Arquímedes, o sea.
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