El
solar de los Maranges. Las ruinas de Ampurias. Sacrificio de Ifigenia.
Esculapio mutilado. Pesquerías.
Ignacio Álvarez Vara “Barquerito”
Especial para VUELTA AL
RUEDO
HE ESTADO echando cuentas y sale que conocí La
Escala hace cincuenta y cinco años. Tardé en volver veinticinco. Y quince en
volver a volver. Y, luego, más veces, incluso en escapadas de doce horas, ida y
vuelta desde Figueras, con paseo, entre otros vagabundeos de busca, hasta el
museo arqueológico y las ruinas, donde estuve de becario dos semanas de verano.
¿Dos o tres? Cribando escombros, barriendo, despejando muros, aprendiendo a
distinguir entre estucos y piedras de la Ampurias romana y la Emporion griega,
que se solaparon en parte y fueron, una y otra, abandonadas cuando la piratería
asolaba por sistema la bahía.
Casi cegados por una ilusión óptica,
un espejismo, los arqueólogos viven las ruinas como si ya no lo fueran, saben
reconocerlas, descifrarlas y reconstruirlas en una memoria inventada. El
trabajo de excavar ruinas a pleno sol es menos sacrificado que el ejercicio de
perseverancia y fe que implica la empresa. No es obsesión, sino el deseo
irrenunciable de volver a la vida una ciudad muerta y enterrada hace cientos de
años, como en el caso de Ampurias. Un milagro.
La ciudad no ha podido llegar a
ponerse en pie. Era un absoluto imposible. Las mismas ruinas habían ido siendo
no vandalizadas pero si expoliadas. El más noble edificio de La Escala es la casa solariega –pairal, en
catalán- de los Maranges, una familia de militares, abogados y políticos
liberales asentada a principios del siglo XIX que probablemente fueron
terratenientes pero no caciques. El apellido es raro, puede que oriundo de la
Cerdaña, donde la aristocracia industrial catalana y mercantil tiene su segunda
residencia. Masías reconstruidas, repulidas, escondidas, aisladas.
No sé si la dinastía de los Maranges
de La Escala sigue viva y activa. La casona, sí. En los imponentes muros de
fachada se quieren ver piedras labradas de Ampurias trasplantadas cuando no
tenían ni dueño ni precio. Ni siquiera valor como piezas históricas. De eso
hace dos siglos. Si la casa, Can Maranges, pudiera verse exenta y no agobiada
por las viviendas de la manzana que ocupan, se dejaría contemplar. No como
ruina, sino todo lo contrario.
En la tercera visita a La Escala, y
tercera llegada a Ampurias, comprobé que había cobrado carácter propio el
Museo, algo descuidado en los años sesenta y no expoliado, pero sí vaciado de
piezas cobradas en préstamo perpetuo por el Arqueológico de Barcelona.
Acondicionado, modernizado, luminoso, se había convertido en museo didáctico de
nivel. En un ejemplo, además, de imaginación. Con ella se representan las dos
ciudades, la griega y la romana, como probablemente fueran. O no fueran, pero
hubieran podido ser.
En la boca del museo se ha
reconstruido un idealizado foro romano con su enlosado de mansión patricia. En
torno a él, la ciudad romana, apenas levantada, pero bien señalada, con sus dos
cardos perpendiculares, su geométrica retícula urbana, sus amenidades y hasta
sus árboles de jardín. Pinos y cipreses cercan como una pantalla el espacio de
las ruinas rescatadas de túnel del tiempo. Hay que pagar para verlas entrada.
No es cara.
En el punto clave del museo, el
mosaico del sacrificio de Ifigenia, policromía rutilante, la mejor de todas las
piezas de su género en los museos españoles. En la tienda del museo se venden
cráteras, cubiletes, cuencos, vasos y páteras artesanales. También armas y
objetos de bronce a escala. Postales del mosaico de Ifigenia y de la estatua
mutilada y venerada de Esculapio.
Lo que no cupo en el museo es el resto
de más edad y más solera: el Moll Grec, el muelle griego, la seña muda del
valor estratégico de Ampurias como ciudad portuaria y pesquera. La Escala no
tendría sentido sin su pasado de pesquería. Las anchoas no son un reclamo
banal, sino el pan nuestro de cada día. Es impagable la imagen del muelle
empotrado en la orilla de una ensenada. En pie al cabo de los siglos. Perenne
olor a mar.
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