La
travesía hasta Montgó. El corcho que fue petróleo. Las anchoas que fueron oro.
Ca la Neus. Presencia de Pla
Ignacio Álvarez Vara “Barquerito”
Especial para VUELTA AL
RUEDO
LA FRONTERA que en la costa de La
Escala separa el Alto del Bajo Ampurdán es la llamada Punta de Montgó, zona
escarpada. Un cabo en forma de diminuta península. La punta peina vientos y parte
aguas. La playa de Montgó, al pie sur del promontorio, es término municipal de
Torroella de Montgrí. Solamente la playa, tendida como un remanso al amparo de
la llamada Muntanya Gran, un macizo costero de dimensiones menores. La punta o
el cabo, en cambio, es término municipal de La Escala. Para la gente de La
Escala y sus veraneantes la de Montgó es playa propia. Más que ninguna.
En realidad, son unas cuantas las
playas propias de La Escala. Seis, y todas de bandera azul y blanca arena. No
se cuentan las calas y cuevas salvajes o menores dispersas en el tramo que va
desde el puerto –o dos puertos, el pesquero y el de recreo- hasta el lugar más
oriental de la Punta, el colmillito de Trencabraços. Rompebrazos. Un topónimo
popular aceptado y asignado por los geógrafos catalanes.
No todas las fronteras comarcales de
Cataluña se atienen a razones naturales, como las que marcan los ríos, por ejemplo,
y la partición de una comarca histórica como el Ampurdán en dos mitades es
caprichosa, dictada por intereses políticos. En el Bajo Ampurdán, es decir, en
el sur de la comarca original, creció fecunda en el siglo XIX y primer tercio del
XX la industria corchera, fuente de prosperidad y progreso. El Alto Ampurdán,
el norte, fue, por contraste, pariente pobre de la familia. O menos rico.
La lengua, la comida, la manera de
ser, las costumbres y el código todo de conducta y carácter son idénticos a un
lado y otro de esa falsa frontera. O no tan falsa, porque las aguas que parte el
gran mojón de la Punta son las más bravas de verdad de la costa de Gerona. La
Costa Brava, que no es topónimo histórico sino invención al calco del modelo
francés o del italiano. Aunque discutido, el nuevo nombre hizo fortuna. Ahora
se escucha bastante menos que antes. Antes fueron los años cincuenta, sesenta y
los que vinieron después.
En La Escala se anuncian en verano excursiones
en barca a Cala Montgó como expedición exótica. Y lo es porque se bordean las
cuevas horadadas en la roca por el mar batiente, la erosión marina, y tienen
que cortarse olas de costado. Desde Torroella habría que hacer el trayecto por
carretera. Bien pensado, puestos a crear fronteras, habría que haber trazado la
linde en la desembocadura del río Ter. El último núcleo urbano del cauce del
Ter es un barrio de Torroella. Y, luego, casi seco, al mar.
Todo lo cual apenas importa. Lo que
cuenta es que La Escala, en el extremo sur de la bahía de Rosas, fue, después
de Palamós y tal vez Rosas, el puerto pesquero más importante de la costa
ampurdanesa. Y que sus capturas de anchoa dieron origen a una industria
conservera local que en poco tiempo se hizo ilustre, cobró fama nacional e
internacional, creció con la inteligencia y el afán tan propios del empresario
mediterráneo y trajo al pueblo trabajo y relativa riqueza. El frasco de vidrio
en que se envasan es perfecto, no exclusivo. La etiqueta, tipografía encarnada
sobe fondo amarillo, está bien conseguida. La disciplina de las anchoas dentro
del tarro, casi militar. Se transparenta la huella de la sal con que se cura el
pescado. El almacén de la sal –Alfolí de la sala- es un edificio singular.
Arquitectura popular de piedra. Herencia remota de a ciencia romana.
El turismo vino a generar otra clase
de trabajo y de riqueza años después de la consagración de la anchoa de La
Escala como sublime bocado. Una riqueza
distinta. El turismo de cierta calidad tardó tiempo en aterrizar en La Escala.
Nada que ver con el de Sant Feliu de Guíxols, SÁgaró, Playa de Aro, Calella de
Palafrugell, ni siquiera l’Estartit. Había a mediados de los 60 apenas una
docena de alojamientos. El Voramar, en el paseo Marítimo, junto a las factorías
conserveras, era el de mayor lujo. Cuatro o cinco alturas, más de veinte
terrazas frente al horizonte. En la plaza de las Escuelas, a la entrada
primitiva del pueblo, una pensión de nivel y otro hotel, Can Catalá, de
arquitectura bastante más afortunada que la del Voramar.
El Voramar, ya cerrado, se estaba
cayendo a pedazos la última vez que, de vuelta de Arles, paré en La Escala a
estar, descansar, dormir y comer. Comer anchoas, pescado fresco bueno y una
sopa especial. La sopa de Ca la Neus - Casa Nieves-, que fue fonda, la única
del pueblo, y comedor de cocina del país. De la cocina autóctona, saludable y
buena. Josep Pla, que desveló todos los misterios posibles del Ampurdán, hizo
elogios sinceros de Ca la Neus y los siguió haciendo después de haber viajado
por la Europa alemana, francesa e italiana –Italia fue su gran amor- y de haber
comido aquí y allá sin dejarse una sola miga en el plato que fuera.
Los herederos de la Neus trasladaron
la fonda y la cocina a un hotel de nuevo cuño en el paseo Lluis Albert, o sea,
el marítimo. Un tres estrellas de emplazamiento perfecto. En el nuevo centro,
pero silencioso, mayoría de habitaciones con vistas a la Punta Montgó y al mar,
seis alturas, un comedor de excelente diseño, dos terrazas, piscina y clientela
alemana. Un lujo discreto. Se llamó el Nieves Mar y mordí como la anchoa el
anzuelo.
En septiembre, temporada alta de
turismo todavía, el hotel estaba medio vacío. Pero al restaurante venía gente
de paladar. El maitre, ya mayor, había llegado a trabajar en la fonda vieja. No
he visto nada parecido a su habilidad para despiezar el lenguado y hasta para
desprenderle la piel, vaciarle las huevas y desflorar casi a pulso la cabeza. Y
lo mismo, su elegancia para sin derramar una sola gota servir de la sopera al
plato hondo aquella sopa de pescado cuya receta guardaba la familia en un
cuaderno manuscrito exhibido en una vitrina cerrada con llave. Había en una
pared fotos de Pla comiendo en la fonda antigua. O de tertulia. Con boina y
caliqueño entre los labios. Parece que llevaba siempre las uñas largas. Lo
propio de quien, mientras come, piensa.
Pero cerró el hotel un día. Solo abría
en la semana de Pascua y de mediados de mayo a puente de octubre. Lo rindió la
crisis del 2008, que ahora está en boca de todos. Hace poco tuve noticia de que
había vuelto a abrirse. En manos de una cadena alemana. Y habrá que volver.
¿Cómo? Dos posibilidades. Desde Figueras, inmejorable centro de operaciones, hay
autobús. Dos al día, de la empresa Sarfa, que para en todos los pueblos pero
sin dejar verlos. Y desde la propia Figueras, estación de ferrocarril,
cercanías a Flaçá y en Flaçá el autobús procedente de Gerona que llega a La
Escala en veinte minutos nada más. Un recorrido por el norte del Bajo Ampurdán.
Paisaje suave y amable.
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