El
sol de Van Gogh, que no te abandona nunca. Cartas a Theo. Paisajes contados,
pintados. El huerto de la abadía de Montemayor. Tarascón.
Ignacio Álvarez Vara “Barquerito”
Especial para VUELTA AL
RUEDO
VAN GOGH es adictivo. El Van Gogh de Arles y el
de la vecina Saint-Rémy, donde se gestó la segunda mitad de su estancia de dos
años y medio en la Provenza. En Saint-Rémy vivió casi confinado los últimos
doce meses de esa época, tan azarosa y fértil. En poco más de dos años dejó
pintados casi la cuarta parte de sus cuadros. Doscientos. La cifra asombra. Deslumbrante.
El primer día que Van Gogh puso pie en
Arles estaba nevando. 21 de febrero de 1888. Se lo cuenta a su hermano Theo en
la primera de las muchas, muchísimas cartas que se cruzaron en una copiosa
correspondencia de casi veinte años. Y escribe: “Los paisajes nevados contra un
cielo tan hermoso como la nieve son idénticos a los paisajes de invierno que
pintan los japoneses”. Impresión de recién llegado, que en menos de un mes
sufrió los fríos y las heladas de un cruel golpe de invierno y el azote de dos
semanas de mistral. “Tan seco y frío que se te pone carne de gallina”.
Pero comprobó también la mudanza tan
singular del tiempo. Vio florecer un almendro no dice dónde. Lo pintó con el
cuidado y la técnica de los artistas japoneses que tanto veneraba. Instalado en
la rue Cavalerie, se empeñó en uno de sus primeros estudios: la senda
flanqueada de plátanos que lleva desde la estación a la Place Lamartine. Por
donde se llega a Arles. Y por donde se sale. En tren, naturalmente.
Si se conoce el país, se entiende en
el sobrio relato de la primera carta que el viaje de París a Arles discurrió
por la primitiva línea de Lyon a Marsella, por Avignon y Tarascón, cuatro de las
diez ciudades blancas de la colección de paisajes que Joseph Roth describió tan
apasionadamente treinta y tantos años después de la llegada de Van Gogh, que
venía, igual que Roth, huyendo de un París que le asfixiaba.
Con prosa de alucinada lucidez y, por
tanto, próxima a la de las muchas cartas que sin pretensiones literarias remitió
desde la Provenza a su hermano, a veces se recrea Van Gogh .Una enumeración de
un frondoso huerto de marjal junto a la abadía benedictina de Mont Majour. “..un
cañizal, una viña, hiedras, higueras, olivos, granados de flor gruesa de vivos
tonos anaranjados, cipreses centenarios, fresnos y sauces, encinas…”. Y una
impresión sucinta de las ruinas de la propia abadía: “…escalera semiderruidas,
restos de ventanas ojivales, bloques de peñas blancas cubiertas de liquen y
trozos de muro desplomado esparcidos por el verde suelo herboso”. Todo lo cual se
traspuso al cabo del tiempo a un óleo muy abigarrado. Una puesta de sol. De las
más luminosas de la historia de la pintura.
El tramo ferroviario de Nimes a Arles
tenía que estar necesariamente en uso en aquel invierno de 1880, pero también el
de Lyon a Arles por Aviñón sin el desvío de Nimes, y para el viajero de París sería más
conveniente esta otra ruta. Solo que si llegas a Arles desde Nimes, tienes la
fortuna de cruzar por los dos puentes o viaductos sobre el Ródano que unen o
separan Beaucaire y Tarascón. En Tarascón confluyen las dos líneas. Las dos ciudades,
enfrentadas por dos anchos brazos del río, conocieron época de un esplendor ya
perdido.
El paisaje “de inmensas rocas
amarillas, de imponentes formas embrolladas” que menciona en la carta de la
nieve Van Gogh es el del camino de Aviñón, donde el paisaje suave se rompe de
repente y pasajeramente. Medir los pasos y paseos de Van Gogh por el entorno
todo de Arles es un trabajo fascinante y no sé si interminable o ya terminado.
La senda Van Gogh en la ciudad está
rigurosamente señalada. Identificadas todas las imágenes. Los cuadros no están
aquí. Hay que venir de casa con el catálogo más o menos entrevisto. O estudiado,
como hacen los peregrinos japoneses. Pero, si no, la sorpresa sola sobra. Las
pinturas cegadoras de esos dos años y medio se han difundido por todo el mundo.
Más que las de cualquier otro pintor contemporáneo. Más que Cezanne, más que
Gauguin.
La adicción no solo es insuperable,
sino que va creciendo con el paso de los años. El número extraordinario,
formato folio, que Le Figaro lanzó con motivo de la exposición Van Gogh en el
museo d’Orsay en 2014 se sigue reeditando sin desmayo. En Madrid estaba a la
venta a principios de año. Lo compré en el kiosco de Puerta Cerrada, que es,
junto con el de Ópera, el mejor del barrio. Quiosqueros de tercera generación.
Saben ponerte la imagen de uno de los autorretratos de Van Gogh por delante.
Para que piques un irresistible anzuelo. Por nueve euros y veinte céntimos.
Vale la pena.
A esta hora tendría que estar
durmiendo en casa, y así será dentro de nada, pero con el cansancio del largo
viaje de siete horas en el tren de Marsella y no con la paz tan laxa que
conmemora justamente treinta días de confinamiento. He contado cuarenta y ocho
balcones en el tramo de calle que puede contemplarse desde mi atalaya. Y
veinticuatro buhardillas. Han pasado dos gorriones de cortejo a mediodía. Vuelo
por delante de mi balcón. En el jardín del número 10, que fue en tiempos patio
de convento de monjas hospitalarias, anidan muchos pájaros. Los mirlos cantan.
La idea del barrio como un paraíso. No tanto.
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