viernes, 17 de abril de 2020

ESCRITOS DEL CONFINAMIENTO 11 - Van Gogh, revisitado. Treinta días de confinamiento en Madrid.

El sol de Van Gogh, que no te abandona nunca. Cartas a Theo. Paisajes contados, pintados. El huerto de la abadía de Montemayor. Tarascón.

Ignacio Álvarez Vara “Barquerito”
Especial para VUELTA AL RUEDO

VAN GOGH es adictivo. El Van Gogh de Arles y el de la vecina Saint-Rémy, donde se gestó la segunda mitad de su estancia de dos años y medio en la Provenza. En Saint-Rémy vivió casi confinado los últimos doce meses de esa época, tan azarosa y fértil. En poco más de dos años dejó pintados casi la cuarta parte de sus cuadros. Doscientos. La cifra asombra. Deslumbrante.

El primer día que Van Gogh puso pie en Arles estaba nevando. 21 de febrero de 1888. Se lo cuenta a su hermano Theo en la primera de las muchas, muchísimas cartas que se cruzaron en una copiosa correspondencia de casi veinte años. Y escribe: “Los paisajes nevados contra un cielo tan hermoso como la nieve son idénticos a los paisajes de invierno que pintan los japoneses”. Impresión de recién llegado, que en menos de un mes sufrió los fríos y las heladas de un cruel golpe de invierno y el azote de dos semanas de mistral. “Tan seco y frío que se te pone carne de gallina”.

Pero comprobó también la mudanza tan singular del tiempo. Vio florecer un almendro no dice dónde. Lo pintó con el cuidado y la técnica de los artistas japoneses que tanto veneraba. Instalado en la rue Cavalerie, se empeñó en uno de sus primeros estudios: la senda flanqueada de plátanos que lleva desde la estación a la Place Lamartine. Por donde se llega a Arles. Y por donde se sale. En tren, naturalmente.

Si se conoce el país, se entiende en el sobrio relato de la primera carta que el viaje de París a Arles discurrió por la primitiva línea de Lyon a Marsella, por Avignon y Tarascón, cuatro de las diez ciudades blancas de la colección de paisajes que Joseph Roth describió tan apasionadamente treinta y tantos años después de la llegada de Van Gogh, que venía, igual que Roth, huyendo de un París que le asfixiaba.

Con prosa de alucinada lucidez y, por tanto, próxima a la de las muchas cartas que sin pretensiones literarias remitió desde la Provenza a su hermano, a veces se recrea Van Gogh .Una enumeración de un frondoso huerto de marjal junto a la abadía benedictina de Mont Majour. “..un cañizal, una viña, hiedras, higueras, olivos, granados de flor gruesa de vivos tonos anaranjados, cipreses centenarios, fresnos y sauces, encinas…”. Y una impresión sucinta de las ruinas de la propia abadía: “…escalera semiderruidas, restos de ventanas ojivales, bloques de peñas blancas cubiertas de liquen y trozos de muro desplomado esparcidos por el verde suelo herboso”. Todo lo cual se traspuso al cabo del tiempo a un óleo muy abigarrado. Una puesta de sol. De las más luminosas de la historia de la pintura.

El tramo ferroviario de Nimes a Arles tenía que estar necesariamente en uso en aquel invierno de 1880, pero también el de Lyon a Arles por Aviñón sin el desvío de Nimes,  y para el viajero de París sería más conveniente esta otra ruta. Solo que si llegas a Arles desde Nimes, tienes la fortuna de cruzar por los dos puentes o viaductos sobre el Ródano que unen o separan Beaucaire y Tarascón. En Tarascón confluyen las dos líneas. Las dos ciudades, enfrentadas por dos anchos brazos del río, conocieron época de un esplendor ya perdido.

El paisaje “de inmensas rocas amarillas, de imponentes formas embrolladas” que menciona en la carta de la nieve Van Gogh es el del camino de Aviñón, donde el paisaje suave se rompe de repente y pasajeramente. Medir los pasos y paseos de Van Gogh por el entorno todo de Arles es un trabajo fascinante y no sé si interminable o ya terminado.

La senda Van Gogh en la ciudad está rigurosamente señalada. Identificadas todas las imágenes. Los cuadros no están aquí. Hay que venir de casa con el catálogo más o menos entrevisto. O estudiado, como hacen los peregrinos japoneses. Pero, si no, la sorpresa sola sobra. Las pinturas cegadoras de esos dos años y medio se han difundido por todo el mundo. Más que las de cualquier otro pintor contemporáneo. Más que Cezanne, más que Gauguin.  

La adicción no solo es insuperable, sino que va creciendo con el paso de los años. El número extraordinario, formato folio, que Le Figaro lanzó con motivo de la exposición Van Gogh en el museo d’Orsay en 2014 se sigue reeditando sin desmayo. En Madrid estaba a la venta a principios de año. Lo compré en el kiosco de Puerta Cerrada, que es, junto con el de Ópera, el mejor del barrio. Quiosqueros de tercera generación. Saben ponerte la imagen de uno de los autorretratos de Van Gogh por delante. Para que piques un irresistible anzuelo. Por nueve euros y veinte céntimos. Vale la pena.

A esta hora tendría que estar durmiendo en casa, y así será dentro de nada, pero con el cansancio del largo viaje de siete horas en el tren de Marsella y no con la paz tan laxa que conmemora justamente treinta días de confinamiento. He contado cuarenta y ocho balcones en el tramo de calle que puede contemplarse desde mi atalaya. Y veinticuatro buhardillas. Han pasado dos gorriones de cortejo a mediodía. Vuelo por delante de mi balcón. En el jardín del número 10, que fue en tiempos patio de convento de monjas hospitalarias, anidan muchos pájaros. Los mirlos cantan. La idea del barrio como un paraíso. No tanto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario