Los
floristas varados de Tirso de Molina. Azoteas con vistas. La Casa de Granada,
el Plaza. Madrid- Hendaya. Paredes pintadas.
Ignacio Álvarez Vara “BARQUERITO”
Especial para VUELTA AL
RUEDO
LOS KIOSCOS DE FLORES de Tirso de Molina deben de llevar
cerrados desde el 16 de marzo. El lunes de la primera de las cinco semanas
cumplidas de confinamiento. Antes de comer y de vuelta de la calle de León,
tomé a pie la ruta de Antón Martin y Magdalena, y, luego la senda peatonal de
la plaza, que emboca o desemboca en Duque de Alba. Con los floristas
confinados, Tirso de Molina parece mayor de lo que es. Como es plaza triangular,
y escalena, y más larga que ancha por eso, cuesta medir a ojo sus
dimensiones.
Desde la terraza de la Casa de
Granada, en la azotea de una vivienda de seis plantas en la esquina de Doctor
Cortezo, se puede contemplar la plaza entera. En la Casa de Granada se comía un
menú del día de calidad y buen precio. El comedor, pequeño, se llenaba antes de
las dos. Las mesas, muy apiñadas, estaban pegadas a la miranda y, si querías la
vista cenital de Tirso de Molina, tenías que desistir, esperar o dejarlo para
otro día.
No estaban todavía tan de moda en
Madrid las terrazas. Las terrazas a pie de calle, y menos aún las terrazas de
azotea. No es que fueran inaccesibles, pero nadie había caído en la cuenta de
su valor ni en la manera de hacer con ellas negocio. Ahora son más de un
centenar. La del Círculo de Bellas Artes es la más frecuentada. Fue la primera
en salir en las guías convencionales, el precio es razonable y la subida en
ascensor tiene su encanto. Hay colas. Es de pago.
Después de la reconstrucción del
Edificio España, el Hotel Riu, que ocupa el espacio del desaparecido Plaza, ha
habilitado la terraza de la última planta y ahora, previo pago, se puede subir
a mirar y ver. Las vistas desde el Plaza, o el Riu, abarcan en panorámica un
horizonte infinito más allá de los confines de la Casa de Campo y su cerca. La
mancha verde es espectacular. Un bosque montuoso, espeso. Un corredor de caza,
que es lo que fue de partida.
La cúpula de los Capuchinos parece una
bola arco iris de vidente. La de la estación del Norte, en uno de los primeros
planos, luce como un globo de plata. Los edificios de Ferrocarriles del Paseo
del Rey, ahora remozados y lucidos, ocultan el viario, que es mínimo. Norte fue
estación término de las líneas de Galicia, Asturias, Santander, el País Vasco y
Hendaya, ciudad vasca pero francesa. El
de de Madrid a Hendaya fue el trazado pionero. Hubo que salvar mucha montaña.
Tantos túneles entre El Escorial y Ávila.
Más entre Alsasua e Irún.
Irún y Hendaya están solo separadas
por el estuario de un río fronterizo, el Bidasoa, tan famoso, que desemboca en
una linda bahía, el Txingudi, donde las playas de Fuenterrabía y los amarres de
recreo de Hendaya. Se cruza la bahía en un vaporcito de ida y vuelta. Por poco
dinero. Para contemplar a placer la bahía cabe subir a un monte de leyenda –el
Jaizkíbel- y, si no, tomar no el tren sino un avión que aterriza en una pista
estrecha, corta y temeraria. La del aeropuerto de San Sebastián, en paralelo
con la costa española del Txingudi.
Antes de la venta y amenaza de derribo
del Edificio España, y mientras el Plaza aguantó vivo, se alcanzaba sin pagar
peaje la terraza, con piscina, señoritas de alterne y bar de cóctel años 50.
Los vestíbulos del Edificio eran un espacio extraordinario. Enlosados, columnas
y paredes de mármol oscuro, mobiliario severo y mínimo, sofás de cuero,
barandillas doradas, arañas de cristal, luz macilenta de apliques también
dorados. Y puerta giratoria. Y conserjes de uniforme. Lo más valioso del
Edificio eran sus interiores, su distribución y sus escaleras de acceso. El
ámbito, digamos. Su estilo Nueva York.
La Plaza de España es, en cambio, un
espacio medio maldito. El lugar más ventoso de Madrid, una rara encrucijada
donde termina la Gran Vía, su tercer tramo, el moderno, más luminoso que los
dos primeros. De la última reforma ha salido beneficiado. La de la Plaza, la
reforma, está pendiente. Tardará.
En Tirso de Molina, ahí estaba a las
una y media con la hogaza de centeno y nueces en la bolsa cantando, se ha
quedado libre el espacio donde antes del decreto de confinamiento se exponían
en cubetas y jarrones las plantas y las flores, que eran unos cuantos. Me gusta
contar las piezas de lo que sea, pero no he llegado a contar ni los kioscos de
flores ni, mucho menos, macetas, estantes, ganchos y cubiteras. Las flores se
ven y dejan sentir, pero nadie se para a contarlas. Y si las cuentas, quién va
a reparar en otra cosa que no sean las corolas de colores, los ramos de brezo,
los claveles por docenas. Las violetas.
Se echa de menos el perfume que tan
dulcemente invade o invadía ese rincón de casetas idénticas. Todas las paredes
de los kioscos están vandalizadas, pintarrajeadas miserablemente. Los módulos,
de aire escandinavo, duraron vírgenes demasiado poco tiempo. Se instalaron
antes de que la oleada de pintores se animaran a dejar en ellos su huella. Hay
carteles de publicidad pegados unos encima de otros.
El proyecto original –la idea de un
recodo plácido como una rosaleda o un vivero- quedó desvirtuado. La pintura
callejera es demasiado agresiva en este barrio. No han perdonado ni un cierre,
ni un solo zócalo. Los dos palacetes decimonónicos de la plaza han sido
rehabilitados y puede que se conviertan en hoteles. Sería el propósito. La
pandemia, que devastará los negocios de hostelería, arruinará la idea.
El centro de la plaza está acordonado
con cinta municipal atada en los troncos de los plátanos, de porte muy notable.
Las fuentes correderas de suelo escalonado manaban en murmullo como el agua de
molino. Levantadas la terraza del Mariano y la del cafetín romántico esquina de
la calle de la Espada. Ni un alma.
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