La persecución que sufre la cultura del toro en este comienzo del siglo
XXI es uno de los casos más escandalosos de intento de exterminio cultural que
han visto los tiempos.
BORJA CARDELÚS
Diario ABC de Madrid
Dicen que los comienzos de siglo
suelen ser épocas de incertidumbre y cambio. Entre los muchos cambios que
aportan desasosiego a esta época nos encontramos con el movimiento animalista,
movimiento perturbador y que presenta un nuevo modelo de contrato social. Y que
quiere acabar con las tauromaquias, modificando de manera sustancial el
ecosistema que tiene como centro el toro bravo. Lo primero que se nos viene a
la cabeza cuando hablamos del ecosistema del toro es la dehesa, un paisaje
costoso de mantener, creado por el hombre para una mejor gestión de unos
animales que usamos para nuestros fines. Las dos primeras consecuencias,
inmediatas, de un hipotético triunfo del animalismo, serían la desaparición
tanto del toro bravo como de las dehesas en las que vive. No es difícil
especular con lo que ocurriría después: una catástrofe ecológica.
Pero adivinamos que el ecosistema del
toro va más allá de la dehesa. Su hábitat se extiende por nuestra geografía,
generando numerosas interrelaciones a su alrededor, conformándose como elemento
nuclear de nuestra cultura. Incluye a los ganaderos que han construido un
acervo de usos y técnicas en el manejo del ganado. Pero también a los artesanos
de capotes y trajes, necesarios para que, cuando el toro comparezca en una
plaza, pueda desplegarse toda una fastuosa coreografía de belleza.
El toro, como elemento con el que el
torero forja un arte universal y seña de identidad de nuestra cultura, el arte
de torear, es elemento vital esencial para miles de personas que asisten a esta
creación efímera. Un arte que, además, es potencia inspiradora insustituible de
otras muchas obras de arte, en todas las disciplinas.
Del toro depende también el
ecosistema de localidades que mantienen fervorosamente un patrimonio milenario
que une al animal con los hombres y a los hombres entre ellos, por medio de una
cuerda, una soga, una maroma. Exquisita reliquia que se preserva desde los
comienzos de la civilización, ritos nupciales y de fecundidad, presentes en
todo el arco mediterráneo y que unen en celebración a gentes de toda España.
Pueblos de territorios que la política enfrenta y el toro une con una cuerda.
El toro vertebra la vida de miles de peñas que celebran la tauromaquia más
popular, la que se organiza por el pueblo y se vive en la calle. Gente cuya
convivencia se articula el año entero alrededor del toro.
El toro también sujeta un ecosistema
de decenas de miles de personas que se congregan con él como única excusa,
conformando una manera de entender la vida. Personas que, sin este nexo, nunca
se hubieran comunicado. Hablarán de toreros. Hazañas de arte rememoradas una y
otra vez, cantares de gesta en prosa, narrados de tertulia en tertulia.
Hablarán de toros, venerados por su
comportamiento, su memoria honrada por años. Lo harán en restaurantes con
paredes cuajadas de cuadros, de fotografías, de recuerdos, de tradición
cuidadosamente trasladada.
Moral pública animalista
¿Con qué sustituiremos todo esto si
un día llegara a triunfar la moral pública animalista? ¿Qué vendría a sustituir
nuestra expresión artística más reconocida en el mundo? ¿Con qué sustituiríamos
esas celebraciones, esos ritos, esa hermandad de gentes si acabamos con el
toro? ¿Qué vendría a sustituir esta pasión compartida por reunirse para hablar
de toros? ¿Con qué se supone que habría que sustituir sus motivaciones vitales
si se les arrancara el toro del centro de su existencia?
Con la nada. Nada vendría detrás. La
nada es lo que ofrecen estos movimientos aplanadores, estos mesías de un mundo
homogéneo y gris. La vulgaridad de un mundo en el que no tenga cabida «lo
diferente», lo extremo, donde la muerte y el sufrimiento queden escondidos para
siempre. La nada nos traería una sociedad con menos lazos comunes, con menos
motivos para celebrar como pueblo que se reconoce en pasiones compartidas.
Quizás la persecución que sufre la
cultura del toro en este comienzo del siglo XXI sea uno de los casos más escandalosos
de intento de exterminio cultural que han visto los tiempos.
El ecosistema del toro es la
identidad de un pueblo, algo que debe evolucionar de una manera natural, no se
toca, no se modifica desde la imposición. El ecosistema del toro es un termómetro
de nuestra sociedad, su presencia nos hace mejores, nos hace libres.
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