JORGE ARTURO DÍAZ REYES
Cuando el madrileño Tomás Parrondo
“El Manchao” fue anunciado para matar la corrida del 27 de diciembre de 1893 en
la bogotana “Plaza de los Mártires”, el alcalde Higinio Cualla decretó una
multa de 500 pesos (mucha plata para la época) por cada toro muerto en el
ruedo. Recuerda Hernando Rozo y Rozo en su recopilación “Los toros en Bogotá”.
¡Alcaldada! protestaron entonces los
aficionados. Esa, como tantas otras, incluyendo las de los últimos, (Petro y
Peñaloza, antitaurinos conversos), ha quedado sin efecto, hasta hoy. Igual,
ocurrió en 1920, cuando a la muerte de Joselito, Rafael Guerra desolado lanzó
su lapidario: “el último torero”,
tampoco se cumplió.
Los anatemas externos, los
desfallecimientos internos, las prohibiciones y autocensuras, los autoritarios,
esto hay que acabarlo y los claudicantes, esto se acabó, son tan viejos como la
fiesta. Que pese a ellos vive.
¿Por qué? Porque sus valores la
sostienen, porque la gente la paga y porque el tiempo y la autoridad (ley) la
permiten, como rezan los carteles. Pero más allá, porque, como tanto se ha
dicho, en ello van la libertad y los derechos humanos, que llegan hasta donde
comienzan los de los otros humanos.
Ahora, que la crisis ha hecho crisis
(económica), menudean el discurso “salvador”, el diagnóstico y la fórmula
mágica. Que somos anacrónicos, que debemos adaptarnos, evolucionar, cambiar o
morir.
¿Anacrónicos? ¿Cómo así? ¿Los
profundos fundamentos biológicos y culturales, los significados, la congruencia
desaparecieron? Las multitudes jóvenes y cosmopolitas que congregan los
encierros en Pamplona, con transmisiones globales de última tecnología. La
infinidad de festejos folclóricos. El millón de asistentes a Las Ventas en un
año. La enorme producción artística y literaria inspirada en el toreo ¿Qué son?
¿Qué muestran? ¿Caducidad? ¿No interés?
Además, es que la corrida no ha
parado de evolucionar. Por sí misma, claro, a su paso, en su liturgia, en su
mercadeo, no en su esencia de rito sacrificial. A esa fidelidad en los
principios, es que debe su vigencia milenaria.
Lo contrario, el convertirla en otra
cosa, el dejar de ser para seguir siendo, más que un sofisma, es un
transformismo liquidador. ¡¡¡Cuidado!!!.
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