VÍCTOR EDUARDO RAMÍREZ “VITICO”
@ramirezvictore
La ganadería de bravo siempre ha
sido un ejercicio de afición, matemática y fe, la primera es una cualidad
indispensable, la segunda no menos importante ya que hay que hacer ejercicios
pitagóricos para que cuadren las cuentas y la tercera es la que permite que se
siga creyendo en el proyecto.
Trinidad de elementos, todos unidos
y necesarios. (Seguramente hay muchos más, pero a bote pronto estos quedan que
ni pintados).
En Venezuela ser ganadero de toros
de lidia es admirable, pues la temporada taurina es prácticamente inexistente.
Con plazas tan emblemáticas como El Nuevo Circo de Caracas, la Maestranza de
Maracay, la Monumental de Valencia, la Monumental de Maracaibo cerradas y
abandonadas, con una provincia que pasó de ser el eje de las campañas a un
desierto taurino, criar toros bravos es una quimera.
En un país con una monstruosa
inflación que hace casi imposible la vida cotidiana, pensar en los altísimos
costos que demanda un animal tan especial como el toro da escalofríos.
Hay que tener muchísima afición y
otros ingresos para poder mantener algo tan hermoso y complejo como una
ganadería. Los costos de los muchos insumos que requiere, el saneamiento del
ganado, el alimento y todo aquello que conlleva la crianza del bravo es digno
de análisis, pues es de suponer que cada semana todo se va “por las nubes”.
Lamentablemente muchas ganaderías han desaparecido y otras, en un titánico y
loable esfuerzo hacen un ejercicio de supervivencia.
Con un mercado sano, como por
ejemplo México, Perú o Colombia, la demanda de animales hace que sea rentable
el oficio, pues se va dando salida a los astados, se estabiliza por tanto el
número de reses y se alivia la economía al vender y generar ingresos, las
empresas ganan montando festejos y los toreros viven de la fiesta.
Venezuela es el país más castigado
de todos aquellos que tienen tradición taurina, las razones son obvias, y como
la cuerda revienta por el lado más flojo, los principales protagonistas del
espectáculo padecen las consecuencias. Ganaderías que no pueden mantenerse,
toreros que deben irse de su país o dedicarse a otra cosa, empresarios que ya
no programan festejos y aficionados lamentándose por no poder in situ lo que
más les gusta.
Pero como siempre, la esperanza de
una renovación de la tauromaquia venezolana, es el clavo ardiendo del que todos
debemos agarrarnos. Por el bien de la fiesta, del país y de nosotros mismos.
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