FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman
La
historia se repite. Es la bella historia de una bella joven, llamada Mireia,
cuyas hazañas sobre el agua dulce de una gran pileta me encandilan sobre
manera, tanto como sus apellidos: Belmonte García.
Mireia ha
ganado una Medalla de Oro en la prueba de natación, estilo mariposa, modalidad
200 metros, y uno la ve así, con sus ojos azul piscina todavía humedecidos por
la emoción, con su dentadura atenazando el preciado metal del máximo premio y
siente que le llega un repentino subidón de orgullo patrio, algo universalmente
admitido, comprendido y practicado cuando se contempla en protagonistas del
resto del mundo mundial con toda naturalidad, pero que aquí, en este bendito
país, algunos lo ven con los ojos color negro mulato de un estúpido
escepticismo progre, a tal punto, que pareciérame obligada la precaución de
protegerlo –el orgullo patrio—tras el embozo que ha de envolver a toda
situación vergonzante.
Mireia
Belmonte García es campeona olímpica, y es española, nacida en Badalona, hija
de granadino y de jaenera. Española, digo, a pesar de que los informativos de
la televisión pública catalana, que emiten a costa de los impuestos de todos
los españoles, hayan lanzado al aire la galerada de que las medallas de Mireia
las ha ganado Cataluña, y no España, lo cual llenaría de estupor a ese mundo
mundial aludido, que vio la bandera rojigualda grabada ostensiblemente sobre el
gorrito de la nadadora y cómo, después del magnífico triunfo, a ésta le
brillaba la mirada sobre el lagrimal mientras escuchaba el Himno Nacional
Español, si no fuera porque la cosa es de una catetez tal, que solo tiene
cabida en un campo donde se cultiva desde hace lo menos treinta años una
endémica paranoia.
Como ya
escribí hace cuatro años, esta Mireia nuestra lleva –¡qué casualidad!—los
mismos apellidos que el diestro más importante de la Tauromaquia del siglo XX,
don Juan, el Pasmo de Triana, el Juan Belmonte García de Chaves Nogales, el de
Valle Inclán, Zuloaga, Sebastián Miranda y Ramón Gómez de la Serna, por citar
algunos intelectuales de la época, todos ellos belmontistas acérrimos. Mireia,
la española de Badalona, también ha dejado pasmados –pasmadas, en este caso—a
sus rivales más inmediatas, todas ellas campeonísimas en lo suyo, que es
apartar agua a una velocidad de vértigo. Y ahí la tienen, después de haber
bordado una carrera sublime, recién vestida de oro, como los toreros.
El caso
de Mireia no solo ha propiciado las situaciones surrealistas descritas, sino
una divertida anécdota, esta vez fruto del apasionado relato de los narradores
de TVE, cuando se jugaban los últimos metros de la prueba que acabó ganando la
española. Alguien tergiversó el primer apellido y pronunció ¡Del Monte!, como
la cantante María, lo cual ha provocado la creación de algunos memes realmente
graciosos en las redes sociales.
No es
nueva la cuestión. En el año 13, cuando Joselito el Gallo ya era un gallito de
la torería andante, y un jorobeta de Triana empezaba a despuntar por el
horizonte de la Fiesta con el estruendo de un terremoto, un gallista de pura
cepa –y por tanto detractor primerizo del nuevo fenómeno—, subyugado por un
triunfo estruendoso –uno de tantos– del joven, poderoso y pujante José, se
atrevió pronosticar la ruina y el desmoronamiento del que ya se postulaba como
su rival más encarnizado, cuyo primer apellido no acababa de discernir: Después
de ver esto, ¡a ver qué puede hacer ese Der Monte, que tanto ruido provoca!
Del
fracaso absoluto del agorero se ha encargado la Historia, como se encargará de
dejar en ridículo a quienes en su obsesiva tarea de hacer perversión de la
realidad pretenden quitarle a España la joya de Mireia.
En el
primer caso, una multitud se llevó procesionada la imagen chepuda y mentonera
de un torero, bordada en oro sobre el Guadalquivir, según atinada frase de mí
ídolo, Tío Caniyitas. En el segundo, la admiración colectiva y la alegría desbordante
centró la mirada de todo un país en lo más alto de un podio olímpico, donde
reinaba la esbeltez de una atleta superdotada, mientras la razón de su
nacionalidad se abría, limpia, inequívoca, escueta y fehaciente.
En ambos,
se impone el grito apasionado que dieron entonces los trianeros y ahora damos
los españoles del mundo con toda la fuerza que es capaz de impeler nuestra
capacidad torácica: ¡¡Viva Belmonte!!
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