sábado, 11 de abril de 2020

El animalismo y la contra utopía (I)

La demostración de que el animalismo no es una utopía, sino la gran distopía social en varias entregas
CARLOS RUIZ VILLASUSO
MUNDOTORO

Cómo contar un cuento
cuando no es un cuento
pero parece un cuento

Los nórdicos comienzan sus narraciones de ficción con el conocido ‘érase una vez’, una fórmula atemporal ideada para que los cuentos con sus princesas, sus hadas, sus dragones y sus cosas, llegaran tan lejos como la memoria del hombre.

Los humanos del sur tenemos otra fórmula mas inteligente, pues advierte que lo que a continuación se va a contar es un cuento.

O sea, los nórdicos comenzarían a contar el cuento de Caperucita Roja con un ‘érase una vez una niña….’. Nosotros comenzaríamos así: ‘No te lo vas a creer, pero hubo una vez una niña….’

Por esta razón, cuento un cuento que no es cuento, pero contado a modo de cuento. Porque no lo vais a creer. Comenzamos.

No os lo vais a creer, pero hubo una vez un país llamado España en donde, un día, ocho millones de pobres o en el umbral de la pobreza, compitieron con su hambre con los recursos destinados a los animales. Donde dos millones de niños pobres tenían menos recursos que los 20 millones de seres llamados mascotas que vivían en ese país llamado España.

Tampoco te lo vas a creer, pero hubo un tiempo en el que las ciudades españolas, en uno de cada cuatro hogares, sólo habitaba un ser humano. Sin embargo, en uno de cada 3,8 hogares habitaba un ser llamado mascota.

En ese tiempo, el presupuesto nacional para las dosis de vacunas comunes como la gripe era cien veces menor al presupuesto para la esterilización y vaciado de machos y hembras mascotas.

La inversión de chips para el censo de mascotas era mil veces superior a la inversión para el acceso a internet de las zonas rurales de España.

Casi un millón de españoles no tenían un euro de ingreso por prestación alguna, mientras los españoles gastaban un promedio de 1.200 euros en cada mascota.

Los mismos tiempos en los que la población de españoles de entre cero y 14 años suponía apenas un 14 %, y el de los seres animados y animales mascotas alcanzaban la cifra del 47% respecto a la población de humanos.

Un país con tasa de natalidad negativa, incrementaba anualmente un 17% sus animales mascotas en las ciudades.

Unas ciudades en las que, en el tiempo del calendario del año 2045, vivía el 92% de sus habitantes.

El 90% del territorio de ese país, estaba vacío, era fantasmal, una especie de páramo de silencios en los que aguantaban, sin saber muy porqué, el 8 % de los españoles.

Ese ocho por ciento lo conformaban ancianos que sólo aspiraban a morir en sus lugares de origen, en los lugares de origen de sus padres y abuelos.

De tal suerte que al anciano varón lo enterraba su anciana esposa hasta que llegó un día en el que, no te lo vas a creer, érase una vez un mundo rural en donde ya nadie había para enterrar a los muertos.

España era una isla desierta en el 90% de su territorio con un 8% de náufragos.

En el año en que os cuento este cuento, hoy, en España ya se intuye el desierto y el cementerio de olvidados huesos que fue el mundo rural.

Cerrando los ojos, ahora, si nos abandonaran en medio de esa desolación sin caminos de lo rural, ya podemos comprobar que en el más allá de nuestros pasos no hay casi nada. Que alcanzando el horizonte vemos otro horizonte de nada.

Que al lado y después de cada llanura agrietada y estéril, de secos arroyos sin memoria, no queda nada más que la nada.

Pero aún quizá hoy, y sobre todo ayer, había algo y, dentro de ese algo, había alguien.

Había un pueblo. Lo anunciaba el ladrar de unos perros y el olor a humo de una chimenea por el que nos entraba en el paladar del alma ese sabor a lo que sabe la gente.

Tiene el sabor del abrazo, el sabor y el saber de la esperanza que lleva encima cada ser humano.

Entrado en ese pueblo, felices porque ya los ojos andaban hartos de resbalar por todas partes al no encontrar humano donde posar la mirada, me encontré al más anciano de entre ningún joven.

‘Acá no queda más que el delirio del tiempo sin usar y la fiebre de la tierra que se muere’, me dijo.

La tierra no se muere, le respondí al hombre.

A lo que él me contestó tan despacio como si fuera un caracol hablando:

‘Sin gentes la tierra se muere, sin animales la tierra se muere. Vivimos tiempos en los que los cuervos atacan a los rebaños de ovejas, los buitres matan a becerros, los nidos de cigüeñas quiebran los techos de las iglesias y, como no hay ranas, se comen lo que jamás comieron. La tierra se muere al compás de nuestra propia muerte’,

Y dónde anda la juventud

Allá a la ciudad se fueron.

Continuará…

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