FERNANDO FERNÁNDEZ
ROMÁN
@FFernandezRoman
Estas fechas de fiesta que rematan el calendario del ciclo
anual son –al menos aquí, en España— el motivo principal, el motor que impulsa
la práctica de dos comportamientos generalmente olvidados durante los
trescientos y pico días anteriores: uno, el buenismo solidario y afectivo, y
otro el pantagruélico. Escenario habitual: el domicilio del clan familiar. Todo
el mundo –es un decir—tira de agenda, pincha el whatsapp, suelta el video
correspondiente (algunos de antológica simpleza o cursilería) y cumple con su
conciencia en plan buena gente. Todo el mundo se conforta consigo mismo y
agradece, tanto el envío como la recepción del detalle. Todo el mundo, en fin,
se pega un atracón de padre y muy señor mío, aprovechando la Nochebuena, la
Nochevieja, la Navidad o el Primero de Año. Disculpas entrañables para comer y
beber como si lo fueran a prohibir. Y en ese todoelmundo arbitrario se incluye,
cómo no, el interfecto que suscribe.
Sirva el pequeño preámbulo para justificar –apelando a la
benevolencia del lector– la pereza que se arrastra en estos días para
enfrentarse al toro ensabanado y reservón de la pantalla de un ordenador y
ponerse a escribir de toros. También ayuda, por supuesto, la casi absoluta
carencia de noticias de relieve. Por acá, poca cosa, poca sustancia. Se habla
en este diciembre que agoniza de la cerrazón del grupo municipal que pretende
dejar sin su feria taurina de la Blanca a los vitorianos, de los primeros
escarceos de utes empresariales, de los cambios de apoderamiento y de cuadrilla
y, fundamentalmente, de lo que se cuece por la América taurina.
Por entre la aridez de este barbecho informativo, brota el
rescoldo aún caliente y humeante (será difícil de apagar) del zambombazo de
Morante en la México y la viva y reciente llama de la concesión de la Medalla
de Oro al Mérito en las Bellas Artes a El Juli. De lo primero, ya me ocupé,
también bien calentito, en la madrugada española, tras contemplarlo en vivo en
la minúscula y milagrosa pantalla de un teléfono móvil; de lo segundo ya me
posicioné al instante, tuiteando mi felicitación al premiado.
Pero como considero que esto último –la felicitación vía
Twitter—a fuer de sincera puede ser considerada una fórmula de cortesía, creo
menester hacer una pequeña reflexión acerca de los atributos personales,
artísticos y profesionales que adornan al destinatario de la Medalla y del
significado que este codiciado galardón tiene para la fiesta de los toros.
Julián López, El Juli es uno de los toreros más importantes
de nuestro tiempo, y como tal, se convierte en diana sobre la cual lanzan sus
afilados dardos algunos aficionados a los toros, cumpliendo esa atávica
necesidad de negar la aquiescencia de una abrumadora mayoría. Es una constante
en los públicos de nuestra Fiesta. ¿Qué ven a un chavalillo –apenas un niño—que
sorprende por su increíble capacidad para ejecutar las suertes del toreo? Pues
es una rata sabia, un ratón de armario, o lo que es lo mismo, un listillo que
viene a dárnoslas con queso. El Juli deslumbró –nos deslumbró—con su
apabullante desparpajo y con su aplastante dominio de todos los tercios de la
lidia, cuando era un chinorri que apenas levantaba dos palmos del suelo. Cuajó
de novillero actuaciones memorables en México y Madrid, principalmente; tomó la
alternativa en el 98 y creó una desbordante expectación, sobre todo porque
traía un repertorio de amplio espectro, novedoso a más no poder. Pues bien,
alguien se adelantó en seguida a sentenciar: es vulgar. O sea, que viene un
barbilampiño con un muestrario de quites excepcional, enseñando suertes de capa
totalmente desconocidas en nuestro país, se faja con los toros y los compañeros
consagrados en todos los tercios, en todas las Plazas y con todos los toros. Se
deja matar en Sevilla con el agua por media pantorrilla, no se mira cuando un
toro de Guardiola le arranca un horripilante colgajo de carne de su muslo, u
otro de Torrealta –cito de memoria, perdón si yerro—le parte la boca en Bilbao
y no se deja ganar la pelea por nadie ni por nada y…¡es vulgar!
Decía Ramón Pérez de Ayala que los españoles nos
distinguimos por estar discutiendo permanentemente sobre cosas que no admiten
discusión. El Juli es un ejemplo bien fehaciente. El prototipo de torero de
raza que se ha ganado su estatus limpiamente, a contracorriente, además. ¿Sabía
usted que es uno de los toreros que más admira Rafael de Paula? Pues
pregúntenle al genio de Jerez.
Hago referencia a estas cuestiones porque, como es norma
entre la gente del común, al socaire del aluvión de enhorabuenas y beneplácitos
han surgido voces y párrafos discrepantes hacía la concesión de la Medalla de
Oro del Ministerio de Cultura al El Juli. Hay quien clama porque haya alguien
–buen aficionado, por ejemplo el discrepante– que vigile este premio, olvidando
la esencia de su instauración: el Mérito acumulado a lo largo de una larga
trayectoria de quien lo recibe. Esta es la palabra clave: El Mérito. No la
calidad artística, como algunos piensan. Esto es algo bien discutible, y según
los casos, más que controvertible o aleatorio. ¿No tiene Mérito la trayectoria
de este torero? ¿No merece una Medalla de Oro al Mérito en el Arte que practica
desde hace dos décadas su apabullante cúmulo de valores y virtudes?
Dicho lo cual, en estos días en los que la felicitación está
al cabo de la calle, reitero la mía a Julián López Escobar. Es una buena
noticia para él y para la fiesta de los toros.
P.S.- haciendo hueco en estas reflexiones, he visto esta
madrugada la faena de Andrés Roca Rey a un toro de Paispamba en Cali. Un toro
serio, bronco, enrazado, de vibrante arrancada, al que el joven peruano ha
toreado con gran ceñimiento y empaque. Al entrar a matar ha sufrido una cogida
escalofriante, por el pecho, de las que cortan la respiración. Para haberlo
matado. Sin embargo, el torero ha salido del horripilante trance tan campante.
Clamor en los tendidos. Emoción. Triunfo indiscutible. Otro torero al que ya le
han puesto su correspondiente diana los dardaneros de turno. Solo hay que
esperar.
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