FERNANDO FERNÁNDEZ
ROMÁN
@FFernandezRoman
Dejémoslo claro desde el principio: el toreo es Arte; y el
Arte, así con mayúsculas, es uno de los valores inexpugnables que pueden
garantizar su supervivencia. También, por supuesto, hay que reivindicar otros
elementos de inapelable fundamentalidad, principalmente los que afectan a la
integridad, bravura y nobleza del toro encastado. Lo ideal sería que este
elemento que genera primarias emociones se diera cita con Arte, en el mismo
sitio y a la misma hora; pero si así no fuere –es poco menos que un milagro–
habrá que dejarse deslumbrar y enamorar por la unilateralidad de la explosión
cegadora con que nos deleitan por separado el comportamiento del toro bravo y
el genio del artista.
En estos días de semana de farolillos, Sevilla estaba
taurinamente dominada –subyugada—por el acontecimiento que protagonizó el toro
Cobradiezmos, de Victorino Martín, que ya está recuperándose en el campo, para
derramar generosamente su portentosa simiente de bravura. Todo el mundo habla
del toro y no tanto –o nada– del torero que lo toreó. Todo el mundo, digo,
incluso el no taurino. Hablar elogiosa y apasionadamente de un toro es, además
de una bienaventuranza insólita, un encanto bucólico fuera de lo común y una
ración de adrenalina para superar el estado depauperado del espíritu taurino en
los tiempos que corren. A partir de lo de ayer en la Maestranza, Sevilla
hablará de un torero y no tanto –o nada—del toro que embistió a sus telas de
torear. De miércoles a viernes, dos emociones distintas, pero indispensables
para poner tierra de por medio a tanta mediocridad interior y a tanta
ignorancia y vehemencia exterior.
Ocurrió en el cuarto toro de la corrida, cuando la tarde,
malencarada y ventosa, parecía empeñarse en arruinar la corrida que generó la
máxima expectación de este ciclo taurino de la reconciliación entre toreros
contestatarios y empresarios contestados. Ambos sectores, la verdad, estaban
tocados del ala, a pesar de lo que puedan aparentar algunas orejas cortadas y
algunos llenos en los tendidos. Y en esto, salió al ruedo un toro de nombre
Dudosito, de pelo colorado, con el hierro de Núñez del Cuvillo, ganadero de
relumbrón que tiene en El Grullo un almacén de ganado, capaz de surtir las
necesidades de las figuras del toreo, al punto de repetir dos días consecutivos
en esta feria. La corrida iba saliendo parigual: noble y floja. Baja de casta.
Morante de la Puebla, había dibujado un fajo de verónicas al abreplaza y se
fajó después, cual torero afanoso que quiere justificar su puesto en el cartel,
tragando paquete ante una embestida cada vez más renuente, sosa y destemplada.
Un viaje a ninguna parte. El Juli, también dejó llegar al segundo toro, de muy
corto recorrido, hasta distancias inverosímiles, pero a pesar del estocadón
trasero, no logró sino el cabal reconocimiento a su esfuerzo baldío, en forma
de una rotunda ovación. Más afortunado, Roca Rey nos encogió el corazón con su
toreo de parón, pasándose al toro por delante y por detrás, entre continuos
sobresaltos del público, no perdonando quite alguno a sus compañeros y retando
descarado y jovial al establishment imperante. Le dieron una oreja tras un
bajonazo, que es cosa bien censurable en Plaza de tan acrisolado rango. Pero a
lo que íbamos: salió al ruedo Dudosito, con su nobleza a flor de piel y sus
fuerzas justitas en los primeros tercios. ¿Qué ocurriría con Morante, en el
último cartucho, en la última bala de que disponía el tambor de su revólver en
esta feria de Sevilla, tan esperada para él y para su bien nutrida legión de
seguidores?
Ocurrió que el de la Puebla plegó su muleta sobre el puño de
la mano izquierda y, sin desplegarla, cambió el viaje del toro al hilo de las
tablas. Recuerdo que este alarde le costó una grave cornada en el mismo
escenario, y el mismo terreno hace unos cuantos años. Desde entonces, no osó
repetirlo. ¿Qué estaba pasando por la mente del torero cuando estaba frente a
este toro de Cuvillo, que era noblón, pero de palmaria debilidad?
Los ayudados por alto, ajustadísimos, no mejoraron las
previsiones, pero Morante – a pesar de la incomodidad del viento– se llevó el
toro a los medios, lo citó por el pitón derecho, y el bueno de Dudosito no dudó
en acudir, con su nobleza diáfana y un viaje tan lentísimo como claro y franco.
Y allí estaba el torero, claro y franco también, para deslumbrar con su
personalísima forma de entender el arte del toreo: mentón hundido, cintura
rota, muñeca flexible, muleta a rastras, relajación plena y ceñimiento
absoluto, desgranado, pincelada a pincelada, una obra de arte para el recuerdo.
Fueron varias tandas en redondo y al natural de impecable ajuste y soberbio
remate, por alto o por bajo, con el insólito aditamento de un alarde de
ingenio, de improvisada inspiración, cuando el toro le desarmó y rompió el
estaquillador de la muleta. Morante recogió del suelo aquél trapo desarbolado,
lo tomó con ambas manos y dibujó un molinete achicuelinado que terminó por
reventar la pasión y encender, aún más, el entusiasmo en los tendidos. Solo
faltaba el colofón que la obra de arte merecía, y la estocada fue de libro. Las
dos orejas, incontestables. Las ovaciones, cerradas y unánimes. Habíamos
presenciado una obra de arte magistral ¡Viva el arte!
Después, la corrida entró en otra dimensión, porque los
toros restantes bien desaboríos, arruinaron el rumbo de la tarde. El quinto, noble
y medio inválido en el más amplio sentido de la palabra, acabó desesperando a
El Juli, que le arrancó materialmente los pases de muleta, hasta que el toro no
tuvo más remedio que entrampillarle, revolcarle y herirle de gravedad en el
glúteo, a pesar de lo cual, Julián siguió en el ruedo, hasta tumbar al toro
agresor e irse a la enfermería, sin aspavientos, por su propio pie en medio de
una atronadora ovación. Y el sexto llegó a la muleta sin picar, por orden
expresa de Roca Rey. Se equivocó el torero. De inválido, nada, todo lo
contrario. El de Cuvillo fue bronco y agresivo, lo cual no fue óbice para que
este peruanito volviera a las andadas con su forma inverosímil de entender el
toreo. Es una tauromaquia al filo de lo imposible, pero este tipo parece que
viene con la escoba y no da tregua a nadie. Es, a qué dudarlo, una bocanada de
aire fresco, de variedad constante, de sorpresa permanente y, sobre todo, de
valor tremebundo. ¡Qué bien le viene a la Fiesta un torero de este corte!
Pero, sobre todo, qué bien le viene una faena como la nos
regaló Morante de la Puebla, envuelta en el celofán de un toro nobilísimo de
Núñez del Cuvillo. ¿También lo hubiera realizado con el toro Cobradiezmos, de
Victorino? No lo duden. Morante es capaz de eso… y de más. Es dueño del secreto
mejor guardado del toreo. Un tipo que tiene el Arte metido en la cabeza y en el
corazón, al que le dio por ser torero. Qué suerte hemos tenido.
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