«La tauromaquia no es maltrato de
animales, ni asesinato, ni tortura. La tauromaquia es compás, es valor y es
respeto por el medio ambiente y por el toro. Es ecológica y sostiene una
tradición ganadera ejemplar. Es cultura benigna, porque es la costumbre de las
letras de Lorca, de la tinta china de Picasso, de los libros de Hemingway».
ANDRÉS CALAMARO
Diario ABC de Madrid
ES complicado entender por qué tanta gente odia (literalmente)
a los aficionados taurinos, toreros, banderilleros y otras profesiones
relacionadas con el mundo del toro. Yo no creo que responda a cuestiones
humanitarias, porque un buen número de estos individuos se permiten
pensamientos sanguinarios: odiar y -como quien no quiere la cosa- andar
pregonando que aficionados y toreros merecemos todo tipo de castigo divino,
incluso cierta clase de empalamiento horrible.
Supongo que no desean a los cocineros una muerte terrible,
hervidos en agua caliente o calcinados sus cuerpos a la parrilla ni al calor de
los fogones; y este no es un detalle menor, porque España y el mundo están
sembrados de restaurantes donde se guardan refrigerados -para ser
espléndidamente comidos- un importante número de restos de animales mamíferos y
pescados. Sin embargo la gastronomía, que involucra permanentes escenas de
matanza y descuartizamiento, está muy bien vista. El auge de su prestigio
incluso deja en evidencia una cierta pereza (u holganza) intelectual
interesante.
Habitamos en un mundo que da la espalda a la lectura en
beneficio de la televisión. Un mundo que ignora la pintura y la escultura en
favor de los deportes televisados o el consumo frívolo; que olvida la ópera y
el teatro, pero vive absorto ante una pequeña pantalla portátil (entre otros
muchos ejemplos diarios de lo que es la vida moderna). Es un mundo que
fácilmente se entrega a una corrección política entre comillas y para
haraganes; que puede permitirse el «factor desprecio», el odio inquisitorial,
una tormenta de opiniones irresponsables y reaccionarias, de deseos
imperdonables. También se permiten mirar a otro lado mientras el mundo se desangra
en una desigualdad inestable, que mata de hambre en las guerras o en las
paupérrimas barcas del exilio forzado: se permiten demasiado y, al mismo
tiempo, demasiado poco.
Creo no equivocarme si considero que este fenómeno no es más
que ignorancia desatada, incluso en ámbitos universitarios afines a la
intolerante abolición. El Reich animalista se considera además a sí mismo el
protagonista permanente de una buena acción solidaria, curiosamente humanista o
rabiosamente animal. Sin embargo, desnuda un bestialismo intolerante, una
profunda pereza intelectual y un peligroso desapego por la sensibilidad
correcta, por la vida satisfactoria y la natural tolerancia que impone la
convivencia. Exhibe un desorden de valores altamente temerario, o francamente
ridículo.
Es frecuente invocar la excusa de la legalidad moral de la
matanza alimentaria apelando a que «sirve para alimentarse». Servidor duda que
las langostas (cocidas vivas en agua hervida), el caviar o el faisán -o
mismamente los vacunos sacrificados- estén alimentando a un mundo hambriento.
Desde hace siglos la mayoría se malalimenta con productos no cárnicos, digamos
arroz acompañado por ocasionales pedacitos de pescado, chorizo o una carne
barata. Proteínas, las justas. La justificación alimenticia de la masacre de
las carnes ofende a la razón. En Argentina la ingesta de carne es un ritual de
amistad, celebración familiar y festín para el paladar; no se trata de
alimentarse ni paliar el hambre. Otra mala broma de las juventudes animalistas
adoctrinadas en Facebook: una familia media malamente puede pagar un asado
(barbacoa fetén) por mes, la carne es un lujo. Descartemos esta lobotomía
portátil que justifica la escabechina que pone en funcionamiento la industria
cárnica y marítima.
Los restaurantes de tres estrellas Michelin parecen no
importar un pepino a los muy humanitarios enemigos sanguinarios de las corridas
de toros. Creo que estos detractores de los toros, tan llenos de razones como
de equivocaciones, responden a una pereza intelectual aguda, agresiva y
terminal: no leen libros (aunque existe el caso de universitarios
ensoberbecidos de lecturas académicas que nunca se equivocan). Mayormente, mis
justicieros viven embutidos en sus teléfonos galácticos y difícilmente leen a
diario el periódico -o periódicamente el diario- para formarse una conciencia
mínimamente aceptable; y no es que me crea a rajatabla todo lo que leo, más
bien se trata de entrenamientos de gimnasia mental para poder opinar con algún
fundamento, incluso leyendo entre líneas editoriales.
La tauromaquia no es maltrato de animales, ni asesinato, ni
tortura. La tauromaquia es compás, es valor y es respeto por el medio ambiente
y por el toro. Es ecológica y sostiene una tradición ganadera ejemplar. Es
cultura benigna, porque es la costumbre de las letras de Lorca, de la tinta
china de Picasso, de los libros de Hemingway, del texto imperdible de José
Bergamín, de la historia contada por Belmonte y Chávez Nogales; es la
tauromaquia de Dalí y de aquellos que aman al toro en la plaza, embistiendo con
peligro en cada galope. Es arte que ofrece la vida. Es música, color y valor.
Valores, buenas tradiciones. Es pueblo y campo, es ciudad y
es algarabía, es encierros y novilladas, es ilusión de niños toreros. Da
sentido a la vida de los aficionados y a la vida del toro, el más amado de los
animales (con permiso de las mascotas que esperan castradas que les permitan
orinar mientras mendigan la atención de los dueños que, a falta de un amor
mejor, se retratan con el perro para mostrar la foto en san Valentín). El móvil
es el mejor amigo del hombre, el perro es un animal doméstico, que vive
castrado sin conocer jamás la vida silvestre. El toro es el animal mitológico
que representa la leyenda.
Mientras la humanidad acorrala el hábitat de los animales
silvestres construyendo ciudades, caminos, y fomentando cambios climáticos, la
tauromaquia protege la ecología sostenible del campo bravo y salva la
existencia de la raza y su bravura. Pero la inquisitorial animalista no
entiende ni quiere entender que no hay razón alguna que convalide la violación
de los derechos humanos. Las juventudes animalistas (no hay edad para celebrar
la intolerancia ni la ingesta inapropiada de información demagógica) están en
su punto más alarmante de frivolidad y holgazanería. Y el juego político, que
ofrece a diario un lamentable espectáculo, menosprecia con demagogia la
cuestión para rascar unos votos. No llueve a gusto de todos. Pero no se puede
parar la lluvia y prohibirla resulta una necedad imperdonable, que no se
justifica con desinformación rampante, con desprecio por la voluntad de las
gentes y su derecho a la libertad, ni para engordar el caldo de puchero de la
clase política que atropella flagrante el espíritu del pueblo. ¡Para variar!
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