Templado, desatado y ambicioso El
Juli, inspirado y a capricho un Morante entregadísimo, pura serenidad, valor
mayúsculo y temple de Perera. Toros dispares de Victoriano del Río.
El Juli |
BARQUERITO
Foto: EFE
MUY LARGO ESPECTÁCULO
pero más que notable. Un hormiguero de gente manando por las bocanas de los
tendidos de sombra después del paseíllo, ambiente de cara expectación –no solo
Morante y su parroquia, era la reaparición de El Juli en Sevilla tras dos años
de ausencia, y la vuelta de Perera-, lleno hasta la bandera. Runrún de tarde
grande. Una hermosa y variada corrida de Victoriano del Río. Dos toros –tercero
y sexto, del hierro de Toros de Cortés- hicieron dispar la corrida y se
enlotaron juntos. Casi dos gotas de agua los dos primeros -berrendo en cárdeno
carbonero el uno, negro burraco el otro-, un cuarto que gateó de salida y se
condujo muy a su manera, y, en fin, un quinto de mucho volumen por largo, pero
la alzada justa.
Astifinos los seis. Descarado ninguno. Buenas hechuras. El
son, notoriamente distinto. Se rajaron dos toros: el primero de Perera, que
galopó de partida con llamativa categoría, y el segundo de Morante, que tomó el
portante a los quince viajes. Con los dos toros rajados, y en su querencia de
tablas, Perera y Morante, Morante y Perera, firmaron dos faenas de gran
emoción. Dos medias faenas, `porque la emoción se desbordó cuando la pelea fue
en tablas. Donde tanto se defienden los toros. Solo que ninguno de estos dos lo
hizo. No hubo embestidas boyantes –las faenas en tablas precisan de cortas
distancias- pero sí embestidas claras y, dentro de un orden, dóciles.
Hubo que provocarlas y hasta buscarlas, pero la paciencia
tuvo recompensa. Morante alcanzó ese grado de ebriedad que distingue al torero
encaprichado con un tesoro escondido. A toro rajado, rajado sin disimulo, y
después de haber recorrido casi media circunferencia junto a las tablas,
Morante se encendió en tres tandas de tanta calma como arrojo, no hubo viaje
que no saliera templado y, luego, la caprichosa fantasía de un molinete de recurso, un recorte, un atrevido
encaje. Un empeño del todo imprevisto y sin límite de tiempo. Un aviso antes de
la igualada. Igualada fatigosísima porque el toro se encogía avisado en cuanto
Morante lo enfilaba con la espada, y no le dejaba pasar. Tres pinchazos, un
segundo aviso, una estocada excelente hasta la mano y, cuando iba a sonar el
tercer aviso, dobló el toro. Puntillazo glorioso de Javier Araujo.
El toro de Morante se rajó más de manso que otra cosa. El de
Perera, no tanto. En la primera mitad de trasteo Perera toreó a compás, a ritmo
compuesto. Cuando el toro se huyó y tocó forzarlo, el compás y el ritmo fueron
idénticos. La quietud, insuperable. Perera, firme entre pitones como si las
miradas del toro, unas cuantas, no fueran con él. Un ovillo, otro, trenzas de
toreo cambiado. Fue el toro con el que más miedo pasó la gente. Un pinchazo,
una estocada y cuatro descabellos. Una ovación de gala.
Las dos faenas redondas, de un rigor técnico por todo
magistral, fueron las dos de El Juli. Hilvanadas, cosidas, ligadas, cumplidas
en un terreno inverosímil. Las dos fueron faenas pródigas y prolijas. En un
ladrillo las dos. Señal de poderío, autoridad y dominio. Señal, por tanto, de
ambición. Desatado desde que salió a quitar por chicuelinas en el primer toro
de Morante, El Juli vino a Sevilla por todas. Y todo, salvo el descabello y no
tanto la espada, funcionó con la precisión de un reloj. Tic tac, tic tac. Ni un
toque en falso, a pesar de la abundancia de los trasteos.
Exhibición del refrescado repertorio de El Juli: el toreo
con la izquierda arrastrando casi media muleta por la arena en el enganche del
toro pero no al soltarlo, que es muy difícil; la sutileza de su toreo en
redondo y enroscado, o tirado en línea, pero ligado sin perder pasos; las
tandas breves abrochadas con el cambiado por alto o el genuino de pecho, el
obligado, el de verdad; la gracia del molinete cosido con el de pecho; las
trenzas de toreo cambiado y natural, sin ayuda en la mano suelta; y los cambios
de mano antes del molinete o el de pecho. Repertorio abrumador, pulso
formidable. Ni una sola vez se vio El Juli en apuros a pesar de pisar terreno
de riesgo y de no ceder ni un palmo. La banda, en tarde de las de bravo por la
música, subrayó las dos faenas de Julián más que gloriosamente. El largo
trasteo con el quinto, con una memorable versión del Suspiros de España. La
banda y la mágica acústica de la Maestranza. Y El Juli en pie de guerra.
Además de esas cuatro faenas de altura, la corrida se llenó
de cosas. La principal, el toreo de capa de Morante. Dos medias verónicas para
las antologías, una revolera del todo fascinante, unas rarísimas tafalleras
interpretadas como estatuarios pero rematadas como lances de castigo,
delantales, una larga y, naturalmente, dos ramos de verónicas sencillamente
sublimes: las del primer toro de la tarde, por su cadencioso empaque y su
prestancia natural; las de cuarto, por su soberbio arrebato, por su música casi
violenta que dejó al toro con medio pasmo.
El Juli respondió a la antología de Morante con uno de los
gestos de la corrida, que lo será, además, de la feria: irse a portagayola para
esperar la salida del quinto, salida fría e incierta, y librarlo con una larga
cambiada de rodillas improvisada. Perera, acompasado con el capote de manera
nueva en él –sueltos los brazos, los hombros muy dejados-, se atrevió con un
temerario quite por saltilleras en el tercer toro, en el platillo y de frente.
Y también se fue a porta gayola a esperar al sexto, el más apagado de la
corrida. El quinto toro se enceló en el caballo de pica durante más de cinco
minutos en dos reuniones interminables. Fue el toro de los Suspiros de España.
La banda premió con música a Curro Javier, un primer par al tercero
extraordinario, y a sus compañeros de cuadrilla, un Javier Ambel cada vez más
templado y el siempre presto Guillermo Barbero. El quite de la tarde, tras un
derribo en varas, lo hizo El Juli.
FICHA DEL FESTEJO
Seis toros de Victoriano del Río.
Tercero y sexto, con el hierro de Toros
de Cortés. Morante de la Puebla,
silencio y saludos tras dos avisos.
El Juli, una oreja y saludos tras un aviso.
Miguel Ángel Perera, saludos tras un aviso y ovación.
Viernes, 8 de abril de 2016. Sevilla. 7ª de abono. Lleno de No hay
billetes. Primaveral. Dos horas y cuarenta minutos de función.
Postdata para los
íntimos.- Los mostradores de los puestos de pescado del Mercado de la
Feria, de la calle Feria, huelen a limpio y a mar. Hay un puesto de flores a la
entrada del callejón de la calle Calderón y parece que son las flores y no la
pesca. He visto pelar gallos de mínimo calibre. Me he quedado admirado. No
conozco ciudad donde más y mejor se cultive la destreza en el oficio. El oficio
que sea. A esa destreza se le llama en la ciudad "arte".
El puesto 110 del mercado tiene nombre propio: La Cantina.
Es un bar de pescado y marisco. Con terraza. La mitad de las sillas y mesas de
la terraza están pegadas a los muros de la iglesia de Ómnium Sanctorum , uno de
los templos mudéjares de la Sevilla vieja. Desde la barra, se contempla como si
se tuviera encima la torre de la iglesia, que fue mezquita y construcción
almohade. El pálido ladrillo gastado por el tiempo. La gracia pesada de las
torres morunas y luego cristianas. La terraza estaba poco concurrida. Se venden
ostras francesas a dos euros la pieza. Lubina a la plancha. La gamba, la cigala,
la sepia, la cañadilla. No es de fritanga. Al lado de la cantina, un puesto con
quesos del país, de las sierras de Sevilla y Cádiz. Y uno de cabra de Soria con
trufa negra.
El mercado está vivísimo y, aunque fue rehabilitado y
reconstruido, conserva el alma de los viejos mercados de barrio. El de pescado
está separado del de carnes y verduras por un callejoncito. En un contenedor de
basuras, los desperdicios verdes de puerros de grueso calibre. El verde del
puerro tiene su aroma penetrante. Junto al desecho de puerros, tres bicicletas.
Un puesto de caracoles y carillas de Lebrija. Tortos de Peñaflor. Y un
ordenadísimo puesto de libros de segunda mano. Me he comprado uno tomo del
Viaje por España de Antonio Ponz, el viajero ilustrado que fue catalogando
edificios nobles por todo el país. Y se emborrachó de Sevilla con solo abrir
los ojos. Como Joseph Peyre, el romántico bearnés que vivió la Pasión de
Sevilla como una epopeya y sintió que la religión es, además de un credo, una
sensualidad apenas disimulada. Creo que los viajeros franceses entienden
Sevilla mejor que los mismísimos italianos. Los genoveses fueron los años de
Sevilla hace algún tiempo. Se nota. Mi blanco hotel, impecable, está lleno de
franceses que hablan en voz baja después de las diez de la noche.
En una de las paredes del templo de Ómnium Sanctorum hay un
cuadro con todas las portadas de ABC donde aparecía un Papa recién elegido en
el cónclave. Por la edad del ABC, el primero de todos es Pío X, y, luego,
Benedicto XV, Pío XI, Pío XII, Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I, Juan Pablo
II y Benedicto XVI. El Papa Francisco no cabía. He caído en la cuenta de que he
conocido siete Papas.
Abundan las tiendas de comida preparada en la calle Feria y
en toda Sevilla. Feria es una calle singular y mundana. En una chatarrería
nació Juan Belmonte. Poco después de mediodía la terraza del Vizcaíno estaba
como si fuera domingo. Es terraza de pie, que no abundan. Los ojos no eligen
destino, y a mí se me posan demasiadas veces en rótulos que anuncian casas de
retiro para ancianos. Para gente que haya conocido al menos seis Papas de Roma.
La tienda de libros de Padilla se ha trasladado a la calle Trajano. Una vieja
querencia me lleva a la Alfalfa. Dos anchoas imperiales, una copa de barbadillo
en La Trastienda. Y mucha gente en el centro. Han llegado los de Madrid.
El azahar de los naranjos de González Abre se mete en la
garganta y se pega en las pestañas.
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