PACO AGUADO
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Desde que comenzaron las obras de la famosa Expo del 92,
hace ya más de un cuarto de siglo, coexisten dos Sevillas en la misma ciudad:
una de escaparate turístico, que abunda explotada en el folklorismo y el
tópico, y otra más auténtica y secreta, que se resguarda tímida en el silencio
de sus calles empedradas y que, de vez en cuando, asoma por los tendidos de su
ya desorientada plaza de toros.
Pero en una ciudad plagada de burguers franquiciados y de
tapas congeladas en cadena, todavía quedan barecitos estrechos donde paladear
un platito de barro con garbanzos cocinados a fuego lento o una bien aceitada
melva canutera, a la vista de carteles en sepia que fueron testigos y reclamo
de otros tiempos taurinos menos globales.
Es esa Sevilla íntima y recoleta la que guarda la esencia, y
la que alguna tarde, venciendo su pudor y mirando con recelo la invasión
extranjera de sus propios vecinos, se hace presente en la Maestranza para
disfrutar del toreo que más entiende y admira. El toreo que de siempre la
identificó cultural y sentimentalmente a cada una de las dos orillas del padre
Betis.
Exactamente un toreo como el de Morante, el que hizo con el
"Dudosito" de Cuvillo y no sólo esa tarde, puesto que el guardián de
la memoria histórica del arte sevillano siempre saca del archivo, haya o no
suerte con el lote o sintonía con las musas, alguna bella y antigua estampa de
una tauromaquia aparentemente fuera de contexto.
Por ejemplo, en su segunda tarde de abril, el daguerrotipo
de ese quite de toreadas y templadas tafalleras, sugerido apenas con la guía del
vuelo de fuera de la capa, y que cerró con una sublime media deletreada, fue
una antítesis serena y torerísima a tanto lance vertiginoso y
"desparasitario", que diría mi amigo Luis Ortega, como traen
amontonadas en el esportón las tesis posmodernas de la variedad contorsionista.
Pero, ya que hablamos de variedad, el de la Puebla tiene
tanta o más, sólo que con un plus de naturalidad, que la de estos nuevos
espadas acostumbrados a plagiarse a sí mismos en los mecanismos de sus cansinos
efectismos (que conste que la burda rima es adrede, y tan simplona como esos
repetitivos lances de moda).
Por eso la Sevilla profunda vibró y vibrará con Morante, más
allá de los cotilleos de vecindonas, por encima de las poses de los horteras
que le siguen y los intrigantes que se le acercan. Más allá del mismo Morante,
incluso, convertido por el destino, quiera o no quiera, en un médium de las
viejas glorias del pasado.
Porque esa Sevilla que no pisan los guías turísticos se miró
a sí misma en el capote que meció y cosió sus verónicas como las ideó Belmonte;
que bailó chicuelinas por sevillanas al aire de Manolo González; que citó a
muleta plegada y cambió la embestida como fantaseó Gallito; que ahondó el
ayudado elevándose desde la raíz, tal que el viejo Cayetano…
Esa Sevilla de Morante fue la que se durmió con Pepín y con
el toro en los vuelos acogedores de su natural; la que se fue fundida y honda
con las embestidas cintura y pecho adelante, henchida en sí misma su alma de
torería y de solera hasta en la frontalidad de los Vázquez; la que se templó al
compás de unas muñecas tan dulces como los hornos de sus conventos; la que se
pellizcó por alegrías en la inspiración del divino Rafael o que se arrebató en
la fragua de los héroes gitanos de Triana.
Esa por la que Morante torea es la Sevilla auténtica, la que
sabe saborearse después de la corrida en las pocas tertulias de auténticos
aficionados que sobreviven a las componendas mediáticas, a los intereses
empresariales, a los comentarios cínicos como balidos en micrófonos y
corrillos, a tantas puñalaítas envueltas en un "me alegro de verte
güeno", a esa cursi "sevillanía" que pasean por la feria los tontos
oficiales de la otra ciudad y que no sabe de tanta riqueza de espíritu.
Acabada la feria, la Sevilla profunda clasificará y encajará
cada emoción auténtica en los anaqueles de madera de las viejas tabernas
supervivientes de la Alameda y de Santa Cruz, separando grano de paja. Y,
alguna tarde ociosa hasta que vuelva a anunciarse el siguiente abono,
rememorará a ritmo lento la bravura total de "Cobradiezmos", algunos
muletazos hondos de Paco Ureña, la joven destreza de Javier Jiménez… y, por
supuesto, los sueños toreros de Morante.
Esos, y no los de los jurados oficialistas que necesitan
tirat de calculadora o ensalzan la brega maratoniana de capotes como planchas
de pladur, son los verdaderos premios de Sevilla: los que otorga su profunda
memoria del toreo grande. Y sólo son para privilegiados.
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