El pequeño torero extremeño firma
un trabajo conmovedor por el riesgo y el rigor con un violento e incierto toro
de Cuvillo que lo cogió de lleno pero no llegó a herirlo.
José María Manzanares |
BARQUERITO
Foto: EFE
Con el único toro áspero y bronco de una dispar corrida de
Cuvillo firmó José Garrido la faena más emocionante de la feria. El alma de la
emoción fue, primero, el riesgo consciente: el toro se estuvo revolviendo,
acostando y derrotando, y metiéndose y quedándose casi debajo por la mano
derecha desde el primer envite, y Garrido tragó con carros y carretas sin
pestañear. Tan guapamente.
Parecía que la buena tanda de muletazos de horma con que
abrió Garrido faena iba a ser como vaselina. Pero no. Al venir obligado a
descolgar, el toro fue protestando más y más. Y más y más tuvo que consentir
Garrido. En los tres o cuatro pases de pecho que abrocharon tanda, el viaje por
arriba, el toro se empleó con relativa franqueza. Solo que al volver a
jurisdicción –no se sabía de pronto de quién era el terreno, tanto apretaba
Garrido- el toro medía con la mirada, la desparramaba y, gesto distraído, no
parecía estar ni con el torero ni con el engaño, sino con alguien del callejón
o del tendido.
El riesgo supino de consentir trallazos pero también de irle
Garrido ganado al toro la batalla a mordiscos y golpes de mano, y sin perder la compostura. La muleta,
diminuta, salía suelta y volada de todas las reuniones. En todas las cuales el
ajuste fue máximo. En el toreo con la diestra, de una tenacidad soberbia, y una
ligazón que se antojaba imposible, se dejó ver la plástica de las faenas de
poder y combate, que tienen el relieve de la verdad. En el toreo con la
izquierda, la cosa fueron palabras mayores: el muletazo embarcado, el toro por
los muslos mismos y rozándolos, y el remate en la cadera, muy glorioso. Al
salir del muletazo, ya estaba puesto Garrido otra vez. Sin rectificar ni un
palmo.
Siempre protagonista en Sevilla, la música, generosamente
regalada a Manzanares en el toro que se había jugado por delante de este tercer
cuvillo, se resistió en el turno siguiente. Tal vez por eso fuera tan seca la
emoción. La emoción que seca la garganta. En una última tanda antes de cambiar
de espada, el toro, tomado en corto, desarmó a Garrido. Protestando hasta
última hora.
Con la espada de acero en la mano, Garrido tomó la
discutible decisión de sentenciar la cosa con unas bernadinas de desigual
ajuste pero abrochadas con un monumental pase de pecho. Costó igualar al toro,
que en la suerte contraria se distraía, escarbaba y parecía esperar. Sonó un
aviso mientras Garrido buscaba en vano cuadrar. La prisa debió de cegarlo: un
ataque con la espada antes de tiempo y una cogida brutal pareció que por la
sisa de la chaquetilla y que se resolvió con una paliza bestial de manso que no
perdona presa.
La taleguilla destrozada. Sin color Garrido, que ni se miró
ni dolió pero tuvo que ser incorporado por su gente. Le echó Manzanares agua
por el cuello. Garrido pidió la espada, otro pinchazo, un segundo aviso que no
tuvo en cuenta el tiempo corrido del percance, una estocada más que notable,
tres golpes de verduguillo. La ovación al rodar el toro fue formidable. Pitaron
al toro en el arrastre. Tantas vueltas al ruedo de pacotilla, en Sevilla y no
Sevilla, y esta faena de tragar saliva se saldó con un saludo desde casi la
bocana de la tronera.
Y de ahí a la enfermería, donde lo sedaron: una leve
conmoción cerebral, un varetazo corrido en la pierna. Un milagro. En el sexto
toro apareció Garrido con pantalón de calle. Estaría la taleguilla hecha unos
zorros. Ya no quedaban toreros de los de dos taleguillas por tarde. Y ahora hay
uno. Este joven, que hace solo un año tomó la alternativa aquí mismo. Y a quien
el toro mansiloco de la corrida de Cuvillo, el sexto, muy armado y sin fijeza,
no dejó ni pelearse porque se iba. La estocada fue soberbia. Los lances de capa
con que templó de salida al violento tercero, más que notables. Una tarde para
sacar pecho. Paladín de la generación de los nuevos: Garrido.
Por lo demás, una corrida de Cuvillo tan dispar como mal enlotada.
Los dos toros de mejores hechuras y más lindo estilo, los de mejor nota, fueron
los del lote de Manzanares, que tuvo a su favor a los músicos –como quites que
salvaron la vida a dos faenas algo desvanecidas, corto el alcance, muleta
pluridimensional, escasa apretura- y, desde luego, al soberano público de sol,
y al de sombra también. Se dejaron dentro los toros no todo pero casi. Las dos
estocadas fueron terminantes. Amén. El lote de Castella no fue tan completo.
Bueno el primer toro, de ancha popa, acapachado, noble y fijo, de ganoso
temple; de buen fondito pero desfondado a los diez viajes el cuarto. Con uno y
otro estuvo el torero de Béziers más espeso de lo deseable.
FICHA DEL FESTEJO
Jueves, 14 de abril de 2016. Sevilla. 13ª de abono. Casi lleno.
Primaveral. Dos horas y treinta y cinco minutos de función.
Seis toros de Núñez del Cuvillo.
Sebastián Castella, silencio en los dos.
José María Manzanares, oreja y oreja.
José Garrido, saludos tras dos avisos y palmas.
Lidia notable de Javier Valdeoro,
que puso, además, dos soberbios pares de poder a poder al sexto.
Postdata para los
íntimos.- Los carteles de la barra larga del Sol y Sombra rezuman el
rancio aroma de los jamones colgados del techo. Las estalactitas de Jabugo. Son
mayoría en Sevilla los hosteleros que siguen trayendo los jamones del país, de
la sierra de Aracena, y no de otras tierras de dehesa y de encinares que
parecen pintados. Si hubiera que distinguir los jamones por su aroma y no por
su grasa o por lo entreveros, creo que Jabugo se llevaría la palma. Huele a
monte ese jamón. El Sol y Sombra es rancio en sí mismo. Los carteles no son de
colección. Si lo fueran estarían protegidos en vitrinas acristaladas. Son
papeles de un decorado ahora mismo singular. En algunos de los carteles hay
pintaditas como las de los grafitis del tranvía amarillo de la estación de
autobuses de la Plaza de Armas. "¡Júrame que me amas!", leí el otro
día en una pared de la calle San Luis. Y al lado, con una flecha de respuesta:
"¡No!"
Las raciones enteras del SyS, calle Castilla, al final,
antes de llegar al Patrocinio, son abundantísimas, inabarcables. Vi despachar a
mediodía una cazuela de gamas al ajillo que podría cubrir una mesa camilla
medio regular. Y ese pilpil de los ajos que flotan en el aceite. Otro aroma.
Solo que casi todo lo que despachan en la tienda lleva sus ajos y su troceado
de jamón. Los dientes de ajo enteros en algunos platos. Enteros con su
pellejito hervido en aceite. Solo media razón de merluza al jerez. Porque, si
la traen entera, puedes tener que cambiarte hasta de barra. Y un pan blanco con
la corteza cuarteada, como el pan de Castilla, y un cestillo con cubiertos y
una servilleta blanca con lunares rojos. Estamos en feria. El vino de la casa
es el Glorioso. Una ganga. Creo que es garito predilecto de las excursiones de
aficionados franceses. Mi hotel parece una colonia francesa. La gente habla
bajito, mucho más que si estuvieran en Francia. Pour quoi? Parce que...! Es de
admirar que la gastronomía del Sudeste de Francia rinda culto al ajo.
A las dos de la tarde cierran las puertas de la iglesia del
Patrocinio durante la semana de feria, pero a menos cinco he podido entrar a saludar
a mi Cachorro tan venerado. Un Cristo protector. El Cristo de la Expiación,
talla de un desgarro estremecedor. Muy bien iluminados el rostro y la cabeza
toda. Los pómulos oliváceos y hundidos. Una mirada perdida o desesperada. No es
tristeza, sino angustia. La leyenda dice que rostro y gesto están tomados de
los de un gitano que apareció muerto un día y no lejos.
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