miércoles, 13 de abril de 2016

FERIA DE ABRIL EN SEVILLA – NOVENA CORRIDA: Una corrida notable de Daniel Ruiz

Con tres toros muy distintos y de nota para cada uno de los tres de terna. El de más bondad, para David Mora. El más serio, para Daniel Luque. El más espectacular, para El Cid.
Daniel Luque
BARQUERITO
Foto: EFE

EN LA CORRIDA DE Daniel Ruiz saltaron dos toros notables. De hechuras y condición bastante diferentes. Un segundo lustroso, zancudito y engatillado; y un cuarto de amplio porte, abierto de cuerna, muy ofensivo, dos tremendas agujas. El peso oficial de uno y otro fue casi el mismo. 540 kilos. Pero el segundo parecía el hermano menor del cuarto. Serían de reatas de remoto parentesco.

Con la manera de embestir ocurrió igual. El segundo fue toro pastueño de ritmo muy regular: el mismo aire templado al tomar el capote de David Mora en el recibo –siete lances bien asentados, y la media- que de principio a fin de una faena de hasta siete tandas y pico, por una mano y otra, en una distancia segura, más corta que larga, propicia para la inercia tan golosa del toro. Pegado a modo en la primera vara, el toro se repuchó en la segunda. En un quite ligero de Daniel Luque por chicuelinas, en el mismo platillo de la plaza, dejó sentir su son tan claro.

La gente estuvo muy cariñosa con David –celebrado de verdad el brindis al público- y, además de eso, paciente, porque la faena tardó en calentar. Un principio sorpresa de improcedente toreo de rodillas en tablas, un intermedio de larga trama y toreo caligráfico, muy de acompañar viajes, y al fin una tanda de naturales de trazo severo, ligados, mandones. Entonces se arrancó la música. Un pinchazo, una estocada tendenciosa.

El cuarto no solo fue mucho más aparatoso por fuera que el segundo. También tuvo el punto de temperamento que distingue a la bravura. No peleó en el caballo más que lo imprescindible, esperó en banderillas y en eso hizo patente su fondo temperamental. Fue toro de brindis en adelante pero no hasta el final porque al cabo de casi treinta viajes –algunos de ellos, extraordinarios- empezó a apuntar a tablas y a tomar su rumbo. Al venir de largo, sin hacerse reclamar ni dos veces, el toro hizo el surco. Planeó. Atacó humillando, y con todo. Una elasticidad nada común.

El Cid brindó al público –era su segunda y última tarde de abono- y en la distancia, sin prueba previa, citó con la diestra. La primera reunión fue formidable; las cuatro que le siguieron, también. Por la entrega tan cierta del toro en las repeticiones. Y la claridad al tomar engaño en el primer cambiado por alto o de pecho con que El Cid abrochó ese arranque tan a toda trompeta.

El toro empezó a pesar enseguida. El motor en las repeticiones. El Cid decidió ir abriendo cada vez más los viajes y eso acentuó la alegría del toro. Sin vuelo la muleta, pero el toro la seguía como a imán. Se arrancó la banda muy generosamente. Antes de que El Cid se pusiera por el pitón izquierdo. Y antes de tomar una decisión fatal: irse cerrando del tercio a las rayas en lugar de salirse a los medios y acortando distancias. Fue entonces cuando el toro dijo basta. Una estocada que hizo guardia en la suerte contraria, un pinchazo y una segunda estocada letal. La ovación en el arrastre para el toro fue la más sonora de lo que va de feria pese a no estar cubierto ni medio aforo de la plaza. Cuando El Cid se tomó, contra costumbre, la licencia de salir a saludar, se dividieron ruidosamente las opiniones.

 No se esperaba que la corrida de Daniel Ruiz fuera, en promedio, una de las dos más armadas de las siete en puntas que se llevan vistas este mes en Sevilla. Ninguno de los dos primeros –mansito y rebrincado el que partió plaza- imponía. Los otros cuatro sí. El lote de Luque fue tremendo: el tercero, de soberbio cuajo; el sexto, playero, terriblemente astifino. El quinto, único castaño de una ganadería donde esa pinta es abundante, fue de serio escaparate también.

El imponente tercero tuvo más fijeza y nobleza que brío. Toro de seria conducta. El de más serio fondo de los seis. Parecía un toro de Madrid o Bilbao. Luque quitó a la verónica con redonda habilidad, templadamente, y el toro se dejó ver entonces. Y, luego, una faena de más a menos, más repetitiva o mecánica que retórica o imaginativa, firme, pero de toreo en línea, que en el fondo convino a un toro de despacioso embestir. También este tercero se arrastró entre palmas fuertes. David Mora no se encontró a gusto con el quinto. Golpecitos de viento que lo descubrían, intentos de traerse el toro a la voz más que con el engaño. Y el último capítulo: un arrimón imperturbable –torero encima, delante y enfrente, descolgado de hombros, hasta fácil- de Daniel Luque con el toro playero que no se defendió pero tampoco embistió. Muy largo el combate. Sonó un aviso como la campana en el boxeo.

FICHA DEL FESTEJO
Seis toros de Daniel Ruiz.
El Cid, silencio y palmas y pitos.
David Mora, saludos y silencio.
Daniel Luque, silencio y ovación tras un aviso.
Lunes, 11 de abril de 2016. Sevilla. 10ª de abono. 4.500 almas. Soleado, fresco. Dos horas y cuarto de función.

Postdata para los íntimos.- Vi ayer por la mañana un espectáculo magnífico: la poda de una las siete palmeras del jardincito del Instituto de Estudios Hispano-Americanos en Alfonso XII. Son palmeras de tronco fino, altísimas. De penachos pequeños que, al caer a plomo tras la poda, parecían grandes pájaros abatidos al vuelo. El podador fue trepando por el tronco gracias a un calzado con anclas de garfio que lo sujetaban con firmeza. Un ayudante desde la palmera vecina iba corriendo cuerda como en la escalada de roca. Batía bastante viento y la palmera se mecía y casi acamaba como una gigantesca espiga. La poda se hace con sierra mecánica. A una velocidad impensable. Me parece que son nueve las palmeras del jardín. Y acababan de podar ya siete. Eran poco más de las once de la mañana. Después de podadas, las palmeras son cuellos de jirafa. Esas palmeras de jardín tan sevillanas. A las puertas del Museo se agolpan los pintores caseros. Chispeaba, había que cubrir con plástico los óleos, las acuarelas. Es gracioso que los domingos convivan dos museos. El ilustre y el de rastrillo. La estatua de Murillo en la plaza es bastante mayor que la de Velázquez en la plaza del Duque. No mejor. Ponerse a comparar a Murillo con Velázquez no procede. Ni de las clases de palmeras de Sevilla. Algunas asoman por encima de tapias de conventos y palacios. Los jardines secretos.  

La Alameda estaba muy tranquila. Una lluvia fina, pero pocos paseantes. Llenos los cafés. Los tres grandes artistas del barrio están inmortalizados en otras tantas de distinto valor. Caracol, La Niña de los Peines y Manuel Jiménez "Chicuelo". A quienes consideran con toda razón a Chicuelo como el gran creador del toreo moderno -más que el propio Juan Belmonte- no les convence la estatua de Chicuelo. Por grandiosa. Pues Chicuelo fue un torero de frágil porte. Un capote de hierro es una contradicción. En la casa natal de Manolo Caracol, en la calle Lumbreras  y en el llamado Patio de la Cartuja -un viejo corral de vecinos-, hay una placa que recuerda el hito. La voz de Caracol es un melódico trueno roto. "¡Ay, niña de fuego, ay, niña de fuego....!" La Niña de los Peines era puro arte. Voz de alma. Blablablá...

Una exposición muy atrevida en Santa Clara revisa la relación de lo Sagrado de Sevilla y las vanguardias del primer tercio del siglo XX. Resulta que Francis Picabea, artista rompedor, estaba emparentado con el alcalde González Abreu, alcalde de Sevilla, y que eso abrió las puertas a los artistas, intelectuales y escritores radicales de la época. El resultado es un insólito juego de cosas. Bataille, que interpretó la tauromaquia como una cuestión sagrada, está bien representado. Lo más destacado, sin embargo, es en mi opinión la colección de cuadros e ilustraciones de los creadores radicales sevillanos. Particularmente, Mateos, muy perturbador. El cuadro de Gustavo Bacarisas sobre el tema de la Pasión es un tranquilizante, Y el claustro de Santa Clara, otro. ¡No había nadie en el museo! En un rincón de desguaces, la estatua de Fernando VII, maltrecha y tullida.

Y, sí, la corvina de La Azotea con su crema de coliflor y queso manchego fundido es una delicia. Los carabineros de las fresqueras están alineados al estilo militar. El rojo del caparazón de carabinero es el más puro de todos los de su gama. En marisco. La pálida gamba es incolora. Discutían el otro día sobre el color del traje que estrenó Morante el viernes pasado, cuando las verónicas, las medias y la revolera. Y ahí, en la cámara transparente de La Azotea, estaban unas ostras de ese mismo color. La ostra francesa, que no se aburre.

Vi también ayer la salida de la misa de 2 de San Lorenzo.

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