Con tres toros muy distintos y de
nota para cada uno de los tres de terna. El de más bondad, para David Mora. El
más serio, para Daniel Luque. El más espectacular, para El Cid.
BARQUERITO
Foto: EFE
EN LA CORRIDA DE
Daniel Ruiz saltaron dos toros notables. De hechuras y condición bastante
diferentes. Un segundo lustroso, zancudito y engatillado; y un cuarto de amplio
porte, abierto de cuerna, muy ofensivo, dos tremendas agujas. El peso oficial
de uno y otro fue casi el mismo. 540 kilos. Pero el segundo parecía el hermano
menor del cuarto. Serían de reatas de remoto parentesco.
Con la manera de embestir ocurrió igual. El segundo fue toro
pastueño de ritmo muy regular: el mismo aire templado al tomar el capote de
David Mora en el recibo –siete lances bien asentados, y la media- que de principio
a fin de una faena de hasta siete tandas y pico, por una mano y otra, en una
distancia segura, más corta que larga, propicia para la inercia tan golosa del
toro. Pegado a modo en la primera vara, el toro se repuchó en la segunda. En un
quite ligero de Daniel Luque por chicuelinas, en el mismo platillo de la plaza,
dejó sentir su son tan claro.
La gente estuvo muy cariñosa con David –celebrado de verdad
el brindis al público- y, además de eso, paciente, porque la faena tardó en
calentar. Un principio sorpresa de improcedente toreo de rodillas en tablas, un
intermedio de larga trama y toreo caligráfico, muy de acompañar viajes, y al
fin una tanda de naturales de trazo severo, ligados, mandones. Entonces se
arrancó la música. Un pinchazo, una estocada tendenciosa.
El cuarto no solo fue mucho más aparatoso por fuera que el
segundo. También tuvo el punto de temperamento que distingue a la bravura. No
peleó en el caballo más que lo imprescindible, esperó en banderillas y en eso
hizo patente su fondo temperamental. Fue toro de brindis en adelante pero no
hasta el final porque al cabo de casi treinta viajes –algunos de ellos,
extraordinarios- empezó a apuntar a tablas y a tomar su rumbo. Al venir de
largo, sin hacerse reclamar ni dos veces, el toro hizo el surco. Planeó. Atacó
humillando, y con todo. Una elasticidad nada común.
El Cid brindó al público –era su segunda y última tarde de
abono- y en la distancia, sin prueba previa, citó con la diestra. La primera
reunión fue formidable; las cuatro que le siguieron, también. Por la entrega
tan cierta del toro en las repeticiones. Y la claridad al tomar engaño en el
primer cambiado por alto o de pecho con que El Cid abrochó ese arranque tan a
toda trompeta.
El toro empezó a pesar enseguida. El motor en las
repeticiones. El Cid decidió ir abriendo cada vez más los viajes y eso acentuó
la alegría del toro. Sin vuelo la muleta, pero el toro la seguía como a imán.
Se arrancó la banda muy generosamente. Antes de que El Cid se pusiera por el
pitón izquierdo. Y antes de tomar una decisión fatal: irse cerrando del tercio
a las rayas en lugar de salirse a los medios y acortando distancias. Fue
entonces cuando el toro dijo basta. Una estocada que hizo guardia en la suerte
contraria, un pinchazo y una segunda estocada letal. La ovación en el arrastre
para el toro fue la más sonora de lo que va de feria pese a no estar cubierto
ni medio aforo de la plaza. Cuando El Cid se tomó, contra costumbre, la
licencia de salir a saludar, se dividieron ruidosamente las opiniones.
No se esperaba que la
corrida de Daniel Ruiz fuera, en promedio, una de las dos más armadas de las
siete en puntas que se llevan vistas este mes en Sevilla. Ninguno de los dos
primeros –mansito y rebrincado el que partió plaza- imponía. Los otros cuatro
sí. El lote de Luque fue tremendo: el tercero, de soberbio cuajo; el sexto, playero,
terriblemente astifino. El quinto, único castaño de una ganadería donde esa
pinta es abundante, fue de serio escaparate también.
El imponente tercero tuvo más fijeza y nobleza que brío.
Toro de seria conducta. El de más serio fondo de los seis. Parecía un toro de
Madrid o Bilbao. Luque quitó a la verónica con redonda habilidad,
templadamente, y el toro se dejó ver entonces. Y, luego, una faena de más a
menos, más repetitiva o mecánica que retórica o imaginativa, firme, pero de
toreo en línea, que en el fondo convino a un toro de despacioso embestir.
También este tercero se arrastró entre palmas fuertes. David Mora no se
encontró a gusto con el quinto. Golpecitos de viento que lo descubrían,
intentos de traerse el toro a la voz más que con el engaño. Y el último
capítulo: un arrimón imperturbable –torero encima, delante y enfrente,
descolgado de hombros, hasta fácil- de Daniel Luque con el toro playero que no
se defendió pero tampoco embistió. Muy largo el combate. Sonó un aviso como la
campana en el boxeo.
FICHA DEL FESTEJO
Seis toros de Daniel Ruiz.
El Cid, silencio y palmas y pitos.
David Mora, saludos y silencio.
Daniel Luque, silencio y ovación tras un aviso.
Lunes, 11 de abril de 2016. Sevilla. 10ª de abono. 4.500 almas.
Soleado, fresco. Dos horas y cuarto de función.
Postdata para los
íntimos.- Vi ayer por la mañana un espectáculo magnífico: la poda de
una las siete palmeras del jardincito del Instituto de Estudios
Hispano-Americanos en Alfonso XII. Son palmeras de tronco fino, altísimas. De
penachos pequeños que, al caer a plomo tras la poda, parecían grandes pájaros
abatidos al vuelo. El podador fue trepando por el tronco gracias a un calzado
con anclas de garfio que lo sujetaban con firmeza. Un ayudante desde la palmera
vecina iba corriendo cuerda como en la escalada de roca. Batía bastante viento
y la palmera se mecía y casi acamaba como una gigantesca espiga. La poda se
hace con sierra mecánica. A una velocidad impensable. Me parece que son nueve
las palmeras del jardín. Y acababan de podar ya siete. Eran poco más de las
once de la mañana. Después de podadas, las palmeras son cuellos de jirafa. Esas
palmeras de jardín tan sevillanas. A las puertas del Museo se agolpan los
pintores caseros. Chispeaba, había que cubrir con plástico los óleos, las
acuarelas. Es gracioso que los domingos convivan dos museos. El ilustre y el de
rastrillo. La estatua de Murillo en la plaza es bastante mayor que la de
Velázquez en la plaza del Duque. No mejor. Ponerse a comparar a Murillo con
Velázquez no procede. Ni de las clases de palmeras de Sevilla. Algunas asoman
por encima de tapias de conventos y palacios. Los jardines secretos.
La Alameda estaba muy tranquila. Una lluvia fina, pero pocos
paseantes. Llenos los cafés. Los tres grandes artistas del barrio están
inmortalizados en otras tantas de distinto valor. Caracol, La Niña de los
Peines y Manuel Jiménez "Chicuelo". A quienes consideran con toda
razón a Chicuelo como el gran creador del toreo moderno -más que el propio Juan
Belmonte- no les convence la estatua de Chicuelo. Por grandiosa. Pues Chicuelo
fue un torero de frágil porte. Un capote de hierro es una contradicción. En la
casa natal de Manolo Caracol, en la calle Lumbreras y en el llamado Patio de la Cartuja -un viejo
corral de vecinos-, hay una placa que recuerda el hito. La voz de Caracol es un
melódico trueno roto. "¡Ay, niña de fuego, ay, niña de fuego....!" La
Niña de los Peines era puro arte. Voz de alma. Blablablá...
Una exposición muy atrevida en Santa Clara revisa la
relación de lo Sagrado de Sevilla y las vanguardias del primer tercio del siglo
XX. Resulta que Francis Picabea, artista rompedor, estaba emparentado con el
alcalde González Abreu, alcalde de Sevilla, y que eso abrió las puertas a los
artistas, intelectuales y escritores radicales de la época. El resultado es un
insólito juego de cosas. Bataille, que interpretó la tauromaquia como una
cuestión sagrada, está bien representado. Lo más destacado, sin embargo, es en
mi opinión la colección de cuadros e ilustraciones de los creadores radicales
sevillanos. Particularmente, Mateos, muy perturbador. El cuadro de Gustavo
Bacarisas sobre el tema de la Pasión es un tranquilizante, Y el claustro de
Santa Clara, otro. ¡No había nadie en el museo! En un rincón de desguaces, la
estatua de Fernando VII, maltrecha y tullida.
Y, sí, la corvina de La Azotea con su crema de coliflor y
queso manchego fundido es una delicia. Los carabineros de las fresqueras están
alineados al estilo militar. El rojo del caparazón de carabinero es el más puro
de todos los de su gama. En marisco. La pálida gamba es incolora. Discutían el
otro día sobre el color del traje que estrenó Morante el viernes pasado, cuando
las verónicas, las medias y la revolera. Y ahí, en la cámara transparente de La
Azotea, estaban unas ostras de ese mismo color. La ostra francesa, que no se
aburre.
Vi también ayer la salida de la misa de 2 de San Lorenzo.
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