FERNANDO FERNÁNDEZ
ROMÁN
@FFernandezRoman
Por hache o por be, por fas o por nefas, resulta que la
semana taurina de farolillos en Sevilla va a quedar grabada per saecula en los
anales de la Maestranza, especialmente por lo acaecido en un muy breve espacio
de tiempo sobre su bien compactado y rebajado albero. Un indulto, una faena
memorable y una Puerta del Príncipe abierta de par en par, en tres días casi
consecutivos, no se recuerda por esta tierra de María Santísima. Resuelvo, por
tanto, que, mírese por donde se mire, la feria de abril de 2016 va a resultar,
sencillamente, histórica.
Como no he podido presenciar en directo más que las dos
corridas que quedan reseñadas en estas páginas, no habré de pronunciarme sobre
el éxito obtenido por Juan José Padilla el pasado sábado, pero sí lo haré con
respecto al indulto del toro Cobradiezmos, de Victorino Martín, que cayó en las
afortunadas manos del Manuel Escribano, cuyo excepcional juego ha sido
–afortunadamente—difundido de forma exhaustiva a través de la redes sociales.
Antes de nada, una precisión: el de Cobradiezmos no es –como
se dice en alguna narración– el segundo indulto que se otorga en la Maestranza
a un toro bravo. Ni siquiera el tercero, sino el cuarto. Si viajamos hacia
atrás en el tiempo, nos encontramos, primero con el reciente indulto del toro
Arrojado, de Núñez del Cuvillo, toreado por Manzanares-hijo el 30 de abril de
2011; muchos más atrás, el 12 de octubre de 1965, Rafael Astola encontró la
fortuna de enfrentarse al novillo Laborioso, del marqués de Albaserrada, que
también regresó felizmente a los prados de su dueño. De esto es de lo que se ha
hablado con profusión, echando mano no del álbum de la memoria –difícil
acordarse de tales eventos si no se ha sido testigo presencial–, sino
ejerciendo la muy gratificante labor de ratón de biblioteca; la taurina,
naturalmente.
Sin embargo, resulta que hace 119 años también fue indultado
en la Real Maestranza de Sevilla un toro bravísimo, llamado Playero, con el
legendario hierro de Murube, al que toreó con su proverbial arrojo Antonio
Reverte, logrando uno de los mayores éxitos de su carrera taurina. Carrera
corta, por cierto, la de este torero cantado en coplas populares, al quedar
mermado de facultades por cometer la estupidez de adornarse ante un toro
moribundo en Bayona. Completaré este dato con el triste final de este negro
zaino murubeño, uncido al arado por las tierras de labor de Los Palacios.
Hecha esta digresión, me interesa abundar sobre el
extraordinario toro de Victorino Martín que volvió vivo a los corrales de la
Plaza de Sevilla y, en estos momentos, lo acabo de contemplar, ufano y
distante, con los duros tallos de hierba alta y las más febles de las
margaritas por encima de las rodillas y los corvejones. Allí está, en los pagos
cacereños de Victorino, con su mirada de acero noble cien por cien y su cuerna
engatillada como portada de su preciosísima estampa. Es, a mi parecer, uno de
los toros más bellos que ha criado Victorino y, aparte Murciano, el más bravo
que ha lidiado; porque Belador –digan lo que quieran—no fue, ni de lejos, tan
completo como este Cobradiezmos, sino el culmen de una corriente de opinión, un
capricho del público de Madrid, entusiasmado como estaba en el año 1982 con la
irrupción de este irrepetible ganadero.
El toro Cobradiezmos fue, a mi juicio, una perfecta
simbiosis de la casta brava y la nobleza, es decir el paradigma del toro de
lidia, un modelo magnífico de lo que debe premiarse con el sumo galardón del
indulto. Preciosas las hechuras, sin apartarse un ápice de los perfiles de su
encaste, pero, sobre todo, un compendio de codicia, de irrefrenable
predisposición para el ataque continuo y permanente, todo ello mostrado con un
viaje humillado hasta la exageración, inclinando los pitones hacia el faldón de
la muleta, torciendo la mirada hacia la curva de los pases del torero y arando
la tierra de albero con el hocico. No hubo tregua para la fatiga, y bien
fatigante es el toreo moderno, basado en la ligazón de los pases, trazados por
abajo y en redondo. Por tanto, Cobradiezmos fue un toro diez. Su indulto no es
sino un ejercicio de pura sensibilidad y conocimiento de la materia por parte
de los encargados del dictamen: en primer lugar, el público, con su clamorosa
petición y, después, el presidente y su asesor veterinario, que para eso está.
Ahora viene el capítulo de la rebaja. En esto del toreo,
siempre llega un Tío Paco –el de la rebaja– a aguarle la fiesta al colectivo
que todavía no ha enfriado su entusiasmo. Y vienen las pegas, las pejigueras,
más bien. Una de ellas –la única, en este caso—me encocora de forma especial:
la de escarbar. Llevo años luchando contra la falacia inoculada por un gurú de
la crítica taurina, que sembró la especie de que toro el toro que escarba es
manso; pero me temo que clamo en un desierto, porque en este mundo del toro
luchar contra el tópico o contra el típico sentiencias, es predicar en balde.
Está tan arraigada esta estúpida creencia que no faltará quien se haya echado
las manos a la cabeza porque en la Maestranza se ha indultado a un toro que ¡ha
escarbado!, en algunos momentos puntuales de su lidia.
Y en que, en efecto, Cobradiezmos escarbó. En el tercio de
varas, antes de arrancarse como un tren hacia el caballo de picar y pelear
contra el peto sin desmayo y en los breves recesos de la faena, mientras el
torero se recolocaba para el cite. En ambos casos, el toro parecía decir:
espera, que voy otra vez a por ti. Y hurgaba con las pezuñas la capa de albero,
como tomando carrerilla para el siguiente embate. Y volvía a la pelea,
persiguiendo las telas de torear con una generosidad extraordinaria. Hay que
ser ignorante, o malévolo, o ambas cosas a la vez, para decir que Cobradiezmos
no mereció el indulto porque escarbó.
Me van a perdonar, pero la fiesta de los toros adolece de la
pedagogía más elemental. Ese es uno de los puntos por los que peligra su línea
de flotación. No se pueden ejercer maximalismos sin haber leído a Sanz Egaña o
a los profesores de veterinaria que han tratado con profusión las reacciones
del toro durante la lidia y la función orgánica que estimula la embestida, es
decir, el afloramiento de la bravura… o la mansedumbre, la valentía o la
cobardía. El acto de escarbar no es sino una reacción de sicomotricidad. El
toro que se encuentra solo y encerrado en una corraleta y se le excita desde la
barandilla superior, por lo general, escarba, prepara su ofensiva, estudia el
ataque. ¿Es manso? Pues lo mismo ocurre
con el toro en la plaza: puede escarbar y ser de bandera, bravísimo… o ser
manso de solemnidad. Porque, eso sí, los mansos de libro también pueden
escarbar, antes de emprender la huída. Para dejarlo bien claro: si un toro
escarba continua y escandalosamente, recula, recela y se muestra renuente a la
pelea, desde luego muy bravo no es; será bravucón, bronco o manso perdido; pero
si las acciones son breves, puntuales, espaciadas y sin que exista estímulo
previo, no pasan de triviales, de mera anécdota.
Una de las imágenes que recuerdo con más nitidez es la de un
toro en una capea de pueblo, escarbando en medio del habitáculo de aquél ruedo
de talanquera, dueño y señor de un inmenso espacio, echándose tierra a los
lomos y alzando altivo la gaita, como diciendo: ¡toreros, a mí! El gurú,
hubiera sentenciado que era manso.
He podido comprobar, no sin cierto estupor, que el propio
Victorino Martín también ha soltado la coletilla del pequeño defecto de
escarbar, en su valoración del comportamiento de uno de los mejores toros que
ha criado en su vida. Como es uno de mis mejores amigos, lo conozco bien. Lo
dice para hacer un ejercicio de objetividad, ante las posibles rebajas del Tío
Paco de turno; pero él, que es veterinario e ilustrado en la materia, sabe muy
bien que son movimientos sicomotrices de los toros, variados y puntuales
durante su lidia, y distingue a la perfección el manso del bravo, aunque lleven
su hierro.
Resumiendo: Cobradiezmos fue un toro de bandera. Para gloria
y defensa de esta Fiesta nuestra. Bien indultado está.
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