ANTONIO LUCAS
@Antoniolucas75
Diario ELMUNDO de
Madrid
Curro Romero pertenece a la reducida estirpe de toreros que
han detenido el tiempo con el temple de sus muñecas. A esa escogida dinastía
que cabe en un taxi. Tiene fijeza cuando mira y cuando calla. Y en el primer
tercio de tenerlo delante, el primer reto que marca es el de aprender a
atravesar esas gloriosas cotas de impenetrabilidad de las que previenen los que
le conocen. Es uno de esos hombres volcados hacia dentro de sí mismo. No
exactamente amurallado, sino dotado de la timidez de los que se saben motivo de
leyenda. Aunque si un día logras acercarte a su jurisdicción parece que es él
quien está de paso por su propio mito, como de visita.
Curro Romero se hizo matador de toros en aquellos años en
que al hambre le llamaban posguerra. Nació en Camas (Sevilla) en 1933. Habla
con esa seriedad de estar seguro, pero no demasiado seguro. Es otra de las
formas de su indiscutida autoridad. En su casa no hay rastro de taxidermia
taurina. Ni cabezas de morlacos con la lengua expresionista asomando por debajo
de la encía plastificada, ni carteles folclóricos, ni fotografías de las tardes
de gloria, ni ningún avío de los que dan a los cortijos un aire seco y
pinturero de tabernón catastrófico.
Hay algo en él tremendamente literario, pero lejos del folclorismo
de cuché de los matadores de pasarela. Lo de Curro es más verdad. Es verdad a
secas. Toreaba convirtiendo algo violento en algo bello. Fue sublime cuando
tocó serlo, distinto a todo, alma de soleá que prolonga la estirpe de los
Gallo, los Chicuelo, los Belmonte, los Pepe Luis, los pilares del toreo de
Sevilla.
Ahora que hablar de toros empieza a ser un gesto delictivo,
uno reivindica la elegancia de Curro Romero, un tipo que sabe bien la sobriedad
de vivir que da el toro. Él que tanto encendió los entusiasmos, con un puñadito
de verónicas al aire con el capotito chico, como si estuviera solo en medio de
la turba, recogiéndose las manos en el hígado como una quemadura. Aquí va mi
respeto, faraón.
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