FERNANDO
FERNÁNDEZ ROMÁN
Como todo el mundo (taurino) sabe, Castella,
Sebastián, es un torero francés con raíces españolas. El mejor torero francés
de todos los tiempos, sin duda. Un gran figura del toreo. Su explosión como
novillero causó sensación, y su trayectoria como matador de toros ha pasado por
un paisaje de dientes de sierra, pero siempre ha estado ahí, en lo que
pudiéramos llamar la pomada, o lo que es lo mismo, en los carteles de todas las
grandes citas taurinas de acá y de allá, sobre todo en su Francia querida, como
es natural.
Castella –Castela, le dicen en algunos sitios– ha
llegado en este tercer lustro del nuevo siglo a su mejor y más espléndida
madurez. Lo advertí al verle en Valladolid por San Pedro Regalado y la
ratifiqué en Madrid por San Isidro. Ha llegado a la cumbre y se le nota feliz.
Los toreros, y los individuos de la especie humana en general, cuando las cosas
les van bien fuera de su esfera profesional, cuando alguien les hace felices
fuera del ruedo, lo transmutan a la Plaza. Y Sebastián debe ser uno de esos
afortunados sujetos, porque su forma de torear ha llegado a la excelsitud. Y yo
me alegro. Se le ve más comunicativo, menos introvertido; más jovial, menos
hosco. Todo ello, sin perder un ápice de su personalidad.
Como ya he expuesto con largueza en este mismo
soporte su palmaria ascensión en ese top-ten del toreo, no abundaré en la
cuestión. Me pete más hacer hincapié en lo que considero su mejor faena de la
temporada: la carta. La carta de Castella a los directores de los medios de
comunicación más importantes de este país. Una carta reivindicativa, plagada de
dolientes verdades, bien redactada y dirigida a todos los sectores de la
sociedad, esa sociedad española en la que se integra, junto al colectivo
antitaurino de febril actividad y una masa amorfa que profesa el pasotismo ante
un tema medio tabú, una inmensidad de aficionados a la fiesta de los toros.
Entre estos últimos, naturalmente, están los profesionales, que forman una
legión no menos numerosa. Ahí se encuentra este Sebastián Castella, tan
calladilto él, tan supuestamente ausente, tan inadvertido para las gentes del
común… y ¡tan sorprendente!
La carta ha dado la vuelta al mundo, no solo al
mundo taurino, sino al mundo en general. Es una especie de voz de alarma, pero
sin alarmismos. Una carta-despertador de conciencias. Entre ellas, las de
quienes se hallan al frente de la Prensa en general, tanto escrita como audiovisual.
La Prensa, en general, es muy culpable del estado de las cosas de la Fiesta.
Quienes se sientan en el solio de la dirección son, en su inmensa mayoría no
aficionados a los toros. No les gusta el tema por dos motivos principales: por
desconocimiento y porque reporta muy escasa –por no decir nula– rentabilidad.
Nadie, o casi nadie, quiere anunciarse y mucho menos patrocinar una sección de
toros, ni siquiera con el reclamo de una firma de toda solvencia.
Hubo un tiempo –años 30 del siglo anterior—en que
la Prensa nutría un rinconcito de sus arcas con lo que se llamaba publicidad de
toreros, un sistema importado de México que derivó muy pronto en la institución
del sobre taurino, con cuyo contenido debía enjugar el crítico oficial de la
sección el importe que la empresa editora cobraba por un espacio dedicado a los
toros, entonces el espectáculo favorito de españoles y de las gentes de
Hispanoamérica. Afortunadamente, el crítico sobrecogedor hace muchos, muchos
años que pasó a la historia, a la triste historia de una Fiesta cada vez más
depauperada.
El vapuleo a este hecho cultural incontrovertible,
el afán coercitivo hacia el legítimo derecho a practicar o presenciar un
ejercicio artístico, la pertinente insistencia en conculcar nuestros derechos y
nuestras libertades, han determinado que Castella salga a los medios del ruedo
de los medios y lance un grito, no de protesta, sino de atención, de
concienciación, de apercibimiento de una flagrante injusticia, de un
atosigamiento violento, del absentismo preocupante de los distintos gremios
taurinos y de una inacción intolerable por parte de los poderes del Estado.
Desde aquí ya lo hemos denunciado en numerosas
ocasiones, pero hacía falta que un torero de alto nivel, diera la cara sin
ambages, mostrara la sangrante situación de desamparo en que se encuentran
quienes profesan una devoción y practican un arte de altísimo riesgo.
Tengo motivos para pensar que el Tribunal
Constitucional ya tiene fuera del horno la torta que sentencia la cuestión del
atropello a la fiesta de los toros en Cataluña. Si tal sentencia estuviera
dirigida en el sentido que me soplan al oído, puede ser un tortazo de grandes
proporciones para los autores del contubernio, los mismos que dicen saltarse a
la torera cualquier ley o auto jurídico que no les complazca. Nos tienen
acostumbrados, ante la pasividad de quienes legislan y gobiernan.
Anteayer, los toros regresaron a San Sebastián y
se notó el esfuerzo de los aficionados, acudiendo a la Plaza de Ilumbe y
elaborando un gran aparato propagandístico on line, para que la gente conectara
la televisión a la hora de la corrida. Debo decir que todo ello me complace,
especialmente el continuo movimiento en las redes sociales y el éxito de su
propuesta.
Pero me alegro especialmente del impacto que ha
producido en la opinión pública la carta de Castella. Otra cosa será que haya
despertado la conciencia de los destinatarios. A ver si, por lo menos, sirve
para que no sigan dedicando el mismo espacio al hecho deleznable de que un
sujeto desgreñado intente agredir en dos ocasiones a Morante de la Puebla y la
respuesta de la policía haya sido su retirada del ruedo –la del violento
espontáneo–, antes de que apareciera ante los micrófonos de todas las
televisoras del país para dar cuenta de las agresiones que había sufrido por
parte de algunos miembros de la cuadrilla del matador. ¡Cómo quieren que se
ocupen de mostrar la belleza del arte de torear si la noticia es un mastuerzo
pagado y mantenido para promover este tipo de altercados!
Morante le brindó el otro día un toro a Castella.
Por la carta. Por su valentía ante la cara de ese otro toro del que huyen
algunos de nuestros más significados políticos. Yo le brindo mi mano, por si le
sirve de ayuda y porque con ella quiero testimoniarle mi admiración y mi
gratitud.
La carta de Castella no tiene desperdicio. Les
recomiendo su lectura.
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