domingo, 16 de agosto de 2015

La carta de Castella

FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN

Como todo el mundo (taurino) sabe, Castella, Sebastián, es un torero francés con raíces españolas. El mejor torero francés de todos los tiempos, sin duda. Un gran figura del toreo. Su explosión como novillero causó sensación, y su trayectoria como matador de toros ha pasado por un paisaje de dientes de sierra, pero siempre ha estado ahí, en lo que pudiéramos llamar la pomada, o lo que es lo mismo, en los carteles de todas las grandes citas taurinas de acá y de allá, sobre todo en su Francia querida, como es natural.

Castella –Castela, le dicen en algunos sitios– ha llegado en este tercer lustro del nuevo siglo a su mejor y más espléndida madurez. Lo advertí al verle en Valladolid por San Pedro Regalado y la ratifiqué en Madrid por San Isidro. Ha llegado a la cumbre y se le nota feliz. Los toreros, y los individuos de la especie humana en general, cuando las cosas les van bien fuera de su esfera profesional, cuando alguien les hace felices fuera del ruedo, lo transmutan a la Plaza. Y Sebastián debe ser uno de esos afortunados sujetos, porque su forma de torear ha llegado a la excelsitud. Y yo me alegro. Se le ve más comunicativo, menos introvertido; más jovial, menos hosco. Todo ello, sin perder un ápice de su personalidad.

Como ya he expuesto con largueza en este mismo soporte su palmaria ascensión en ese top-ten del toreo, no abundaré en la cuestión. Me pete más hacer hincapié en lo que considero su mejor faena de la temporada: la carta. La carta de Castella a los directores de los medios de comunicación más importantes de este país. Una carta reivindicativa, plagada de dolientes verdades, bien redactada y dirigida a todos los sectores de la sociedad, esa sociedad española en la que se integra, junto al colectivo antitaurino de febril actividad y una masa amorfa que profesa el pasotismo ante un tema medio tabú, una inmensidad de aficionados a la fiesta de los toros. Entre estos últimos, naturalmente, están los profesionales, que forman una legión no menos numerosa. Ahí se encuentra este Sebastián Castella, tan calladilto él, tan supuestamente ausente, tan inadvertido para las gentes del común… y ¡tan sorprendente!

La carta ha dado la vuelta al mundo, no solo al mundo taurino, sino al mundo en general. Es una especie de voz de alarma, pero sin alarmismos. Una carta-despertador de conciencias. Entre ellas, las de quienes se hallan al frente de la Prensa en general, tanto escrita como audiovisual. La Prensa, en general, es muy culpable del estado de las cosas de la Fiesta. Quienes se sientan en el solio de la dirección son, en su inmensa mayoría no aficionados a los toros. No les gusta el tema por dos motivos principales: por desconocimiento y porque reporta muy escasa –por no decir nula– rentabilidad. Nadie, o casi nadie, quiere anunciarse y mucho menos patrocinar una sección de toros, ni siquiera con el reclamo de una firma de toda solvencia.

Hubo un tiempo –años 30 del siglo anterior—en que la Prensa nutría un rinconcito de sus arcas con lo que se llamaba publicidad de toreros, un sistema importado de México que derivó muy pronto en la institución del sobre taurino, con cuyo contenido debía enjugar el crítico oficial de la sección el importe que la empresa editora cobraba por un espacio dedicado a los toros, entonces el espectáculo favorito de españoles y de las gentes de Hispanoamérica. Afortunadamente, el crítico sobrecogedor hace muchos, muchos años que pasó a la historia, a la triste historia de una Fiesta cada vez más depauperada.

El vapuleo a este hecho cultural incontrovertible, el afán coercitivo hacia el legítimo derecho a practicar o presenciar un ejercicio artístico, la pertinente insistencia en conculcar nuestros derechos y nuestras libertades, han determinado que Castella salga a los medios del ruedo de los medios y lance un grito, no de protesta, sino de atención, de concienciación, de apercibimiento de una flagrante injusticia, de un atosigamiento violento, del absentismo preocupante de los distintos gremios taurinos y de una inacción intolerable por parte de los poderes del Estado.

Desde aquí ya lo hemos denunciado en numerosas ocasiones, pero hacía falta que un torero de alto nivel, diera la cara sin ambages, mostrara la sangrante situación de desamparo en que se encuentran quienes profesan una devoción y practican un arte de altísimo riesgo.

Tengo motivos para pensar que el Tribunal Constitucional ya tiene fuera del horno la torta que sentencia la cuestión del atropello a la fiesta de los toros en Cataluña. Si tal sentencia estuviera dirigida en el sentido que me soplan al oído, puede ser un tortazo de grandes proporciones para los autores del contubernio, los mismos que dicen saltarse a la torera cualquier ley o auto jurídico que no les complazca. Nos tienen acostumbrados, ante la pasividad de quienes legislan y gobiernan.

Anteayer, los toros regresaron a San Sebastián y se notó el esfuerzo de los aficionados, acudiendo a la Plaza de Ilumbe y elaborando un gran aparato propagandístico on line, para que la gente conectara la televisión a la hora de la corrida. Debo decir que todo ello me complace, especialmente el continuo movimiento en las redes sociales y el éxito de su propuesta.

Pero me alegro especialmente del impacto que ha producido en la opinión pública la carta de Castella. Otra cosa será que haya despertado la conciencia de los destinatarios. A ver si, por lo menos, sirve para que no sigan dedicando el mismo espacio al hecho deleznable de que un sujeto desgreñado intente agredir en dos ocasiones a Morante de la Puebla y la respuesta de la policía haya sido su retirada del ruedo –la del violento espontáneo–, antes de que apareciera ante los micrófonos de todas las televisoras del país para dar cuenta de las agresiones que había sufrido por parte de algunos miembros de la cuadrilla del matador. ¡Cómo quieren que se ocupen de mostrar la belleza del arte de torear si la noticia es un mastuerzo pagado y mantenido para promover este tipo de altercados!

Morante le brindó el otro día un toro a Castella. Por la carta. Por su valentía ante la cara de ese otro toro del que huyen algunos de nuestros más significados políticos. Yo le brindo mi mano, por si le sirve de ayuda y porque con ella quiero testimoniarle mi admiración y mi gratitud.

La carta de Castella no tiene desperdicio. Les recomiendo su lectura.

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