ANTONIO CABALLERO
El Concejo de Bogotá decidió, por 29 votos contra seis,
llevar a cabo la consulta popular convocada por el alcalde Gustavo Petro para
prohibir en la ciudad las corridas de toros. Doy cuenta del foro abierto al que
fui invitado tres días antes para iluminar a los concejales.
Para empezar hablaron dos exmagistrados de las altas cortes.
El doctor Nilson Pinilla ensartó una docena de deliberadas falsedades sobre lo
que, según él, es la fiesta de los toros; y basado en ellas abogó por su
prohibición. Su colega el doctor Alfredo Beltrán dedujo que, puesto que el
Estado colombiano se define como pluricultural, y siendo la afición a los toros
una manifestación cultural minoritaria, hay que eliminar las corridas para
“meterle pueblo a la democracia”.
Otro jurista, el doctor Santiago García, salió en defensa de
la seriedad del derecho, explicando varias cosas: que la ley colombiana
autoriza las corridas de toros en las plazas de toros; que el alcalde y el
Concejo abusan de sus competencias al convocar una consulta popular para
modificar la ley; que también el pueblo soberano está sometido a la
Constitución; y que en una democracia constitucional como es la colombiana
existen los controles contramayoritarios para impedir los abusos de las
mayorías: por ejemplo, que se llegue a la dictadura del “Estado de Opinión”
predicada por juristas del talante del uribista José Obdulio Gaviria o del nazi
Karl Schmitt.
Un concejal planteó una pregunta: “¿Qué sería de este país
sin el ejemplo del matador de toros César Rincón, que viene de una familia
humilde?”. Un novillero retirado ejecutó en la tribuna con ayuda de un
periódico un pase de muleta inventado por él en honor del Padre Eterno, e instó
a los asistentes a abrazar “la Tauromaquia Divina, Total y Cibernética”. Un
ganadero de bravo recordó que los taurinos son colombianos de bien y no
malhechores sádicos; y que el toro de lidia no es una víctima indefensa, sino,
por el contrario, el mejor tratado de todos los animales, desde su vida de
placer hasta su muerte con honor: el rey de la fiesta. Intervinieron varios
concejales más: uno que reclamó su derecho a expresarse a favor del “avance de
la Tecnología y de la Humanidad”; otro que citó a Gandhi y a Hanna Arendt; un
tercero que bramó que Colombia ya había superado “la etapa ANTROPOCENTRISTA de
la tauromaquia A-BO-MI-NA-BLE”; otro que disertó sobre la bioética de la
política. Pasaban las horas. La presidenta del Concejo se ausentó.
Habló entonces una militante animalista. Tras saludar a
todos y a todas, tomó la palabra y la pantalla de su Powerpoint en nombre de
los toros que no pueden hablar, de los animalistas y las animalistas que no
pudieron estar presentes, de muchas personas y personas diversas, del
constituyente primario, de los viabilizadores y viabilizadoras de la
democracia, de los derechos de los niños y las niñas definidos por la ONU. Y
como intérprete de todos ellos y de todas ellas (a quienes fue mostrando unos
por unas en pantalla) afirmó que entre los ciudadanos y las ciudadanas de Bogotá
no hay arraigo cultural MA-YO-RI-TARIO de las corridas de toros, como lo prueba
el hecho de que solo ocho países del mundo las permiten todavía. Por si eso no
bastara, concluyó, la plaza de toros de Barcelona ha sido transformada en un
centro comercial, que genera mucho más empleo que el arte del toreo.
Y se alzó la doctora Martha Lucía Zamora, secretaria general
de la Alcaldía, para exponer la asombrosa tesis aritmética de que no todas las
minorías son minorías aunque así parezcan revelarlo los números. Las minorías
solo son verdaderas minorías cuando han sido esclavizadas por las mayorías,
como los afrodescendientes, o exterminadas por otras minorías, como los
indígenas. Y si no, no lo son, y en consecuencia no deben ser respetadas por la
aplanadora de las mayorías oficialistas. Los aficionados a los toros a quienes
la Alcaldía y el Concejo amenazan con privarlos de su placer estético ( y
lúdico, para hablar un lenguaje que en el Concejo entiendan) no constituyen una
minoría, así sean numéricamente minoritarios, porque, dictamina la doctora
Zamora, “no ostentan características que los hagan diferentes a la ciudadanía
en general, con excepción de su gusto a la fiesta brava”. (El abuso de la
preposición “a” es de la doctora).
Llegados ahí, y siendo las dos de la tarde, yo también me
ausenté. Ya había contribuido a las cinco horas de palabrerío leyendo un breve
Manifiesto Libertario sobre el derecho a escoger los propios gustos sin
imponérselos a los demás, y a elegir el propio oficio –el de torero o el de
politiquero- sin que lo prohíba nadie ni prohibir los de los otros. Sobre el
derecho de las minorías (sociológicas, y no solo étnicas o religiosas) a no ser
aplastadas por las mayorías electorales. Aunque esto de someter la fiesta de
los toros al voto popular es mero fingimiento oportunista. Lo que mueve a los
politiqueros –el alcalde, los concejales, los exmagistrados, la secretaria de
la Alcaldía– es la pura demagogia: quieren que parezca que de verdad “le meten
pueblo a la democracia”. Y a los animalistas los mueve el puro fanatismo:
quieren imponer a toda costa –retorciendo la ley, manipulando la ciencia,
abusando de la aritmética– lo que para ellos es, y en consecuencia debe serlo
para todos, el único bien y la única virtud.
Una advertencia: con esto se abre la veda para cualquier
fanático o cualquier politiquero que quiera convocar una consulta popular sobre
lo que le dé la gana.
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