PACO AGUADO
Los periodistas taurinos vivimos sometidos a la tiranía
informativa de las orejas. De unos años a esta parte, por aquello de la
"objetividad" de lo numérico y de la falta de reposo que impone la
inmediatez, hemos dejado de lado los buenos usos de antes a la hora de escribir
de toros, ese afán por transmitir, con un cierto deje literario, las emociones
vividas desde el tendido.
En ese proceso de “modernización” y velocidad periodística
de última tecnología, que pasa incluso por hacer reseñas toro a toro con el
ordenador sobre las piernas y distrae de la serena visión general del
espectáculo en su conjunto, el resultado directo ha sido una progresiva
degeneración de la crónica de toros.
A caballo entre un lamentable uso del lenguaje, para el que
algunos se apropian hasta de la jerga
ininteligible de los malos banderilleros, y una absoluta falta de cultura
general y taurina, hemos ido malbaratando una labor que exige mucho más que la
desmedida osadía y la nula dignidad que muestran las últimas docenas de
arribistas, tuneleros e incautos que han desembarcado en los medios.
Pero, dejemos la ética y centrémonos en la estética, en esos
trapaceros, rutinarios y vacíos titulares de hoy, plagados de “cómodas”
alusiones a las orejas cortadas, a los triunfos "históricos", a las
apoteósicas salidas a hombros que se basan sólo en datos y números que en nada
reflejan la verdadera sustancia del toreo y sólo buscan el efecto
"publicitario".
Entre otras cosas porque, como decía recientemente mi
compañera Patricia Navarro en La Razón, la mayoría de esos cantados éxitos
vienen provocados por faenas como en las tiendas "de todo a cien",
trasteos que sólo se aplauden y se jalean al final de las tandas de muletazos y
que únicamente se premian, como pasa en el rejoneo, si el toro cae de la
primera estocada, sea cual sea su colocación.
Vivimos los cronistas taurinos de hoy -los que
verdaderamente lo son, los que aspiran a serlo, y los que nunca lo serán por
mucho que se ofrezcan a mal escribir gratis- presos del más burdo y vacío
"resultadismo", como esos entrenadores de fútbol que sólo entienden
su deporte como una continua revancha.
Por no atreverse a analizar y a matizar lo que vieron en la
arena, en caso de que tengan suficientes conocimientos para hacerlo, son muchos
los que se tapan detrás de los “goles”, del balance numérico de los festejos,
para ejercer el periodismo de toros, si es que se puede llamar así, más vacío
de toda su historia.
Y sucede que, por reiteración y multiplicación de titulares
simplones y "orejeros", se ensalza la mediocre y monótona regularidad
en la que están sumidas algunas figuras de hoy, mientras que se oculta y
desdeña la genialidad, el arte, el buen gusto, el mérito del toreo más
comprometido, esa emoción al margen de los números que es la única que le da
contenido a este espectáculo por mucho que no se acompañe con el corte de
orejas.
Claro que, para ser reflejada, esa trascendencia intrínseca
al más hondo ejercicio del arte del toreo necesita del redactor un mínimo de
talento. Y de un mucho de criterio, de valor y de independencia para poder y
saber valorarla en sus textos por encima de otras circunstancias menores que
con el tiempo hemos acabado por hacer fundamentales.
Después de tanto tiempo hablando sólo de orejas, que no de
toros ni de toreo, y de perder horas de trabajo y un abundante espacio
mediático en debates bizantinos sobre los merecimientos de su concesión, hemos
convertido la crónica taurina en un ejercicio de contables, de notarios que
enumeran orejas, puyazos, pases y pinchazos, pero no analizan ni se atreven a discernir
el grano de entre la paja.
Pero el problema mayor es que, a estas alturas de la
película, también los públicos y los aficionados se han acostumbrado a valorar
así sus emociones: sobre la única referencia de las "pelúas", que
decía Jesulín. Y los hay a miles que no salen de la plaza satisfechos si,
aunque se hayan aburrido, no han pedido y conseguido al menos un par de ellas
para premiar cualquier cosa, mejor o peor, que hayan hecho los protagonistas,
sobre todo si ha habido movimiento continuo en las series de pases, algún
alarde entre los pitones y una estocada efectiva.
En ese pérfido contexto puede pasar lo que en ésta feria de
San Sebastián recién recuperada para el toreo, donde una faena del sabor, del
calado, del mérito y de la honda y culta expresividad que Morante de la Puebla
le hizo a un vulgar toro de Juan Pedro Domecq pasó prácticamente desapercibida
tanto en la plaza como en la prensa.
Y todo porque, por un
simple pinchazo previo a una media lagartijera, la gente creyó que ya no había
motivo para la petición ni la concesión de la manida oreja de los cojones, que
hubiera sido, aun así, un premio muy secundario y de un injusto igualitarismo
en comparación con otros trasteos, a todas luces insustanciales, que si que
fueron orejeados esa misma feria donostiarra.
Lo triste es que, también la prensa se sumó a la corriente
simplista y puso por delante los méritos de otras faenas menores ejecutadas esa
misma tarde. Y ratificó así, una vez más, esa falta de criterio periodístico, y
taurino que exalta el extendido toreo productivista pero ayuno de emoción y de
contenido que no es el mejor argumento para esgrimir en defensa de la fiesta en
estos duros momentos. Más bien, al contrario.
Así que dejemos de hablar de orejas en las crónicas de una
puñetera vez, y pongamos nuestro empeño en destacar y ensalzar el talento y la
brillantez para reeducar a un público que, como en tantos aspectos de la
sociedad, ha ido perdiendo el gusto por la calidad y la esencia de las cosas.
Tanto que ya no sabe verlas ni distinguirlas cuando las tiene ante sus ojos,
como sucedió en Illumbe con el genio de la Puebla.
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