Una
figura que debería ser repensada
Desde
la entrada en vigor del vigente Reglamento, luego trasladado con una mayor
amplitud al que rige en Andalucía, vienen proliferando temporada tras temporada
los indultos de toros. Y a lo mejor ha llegado el momento de revisar este
apartado de la normativa taurina, para que la figura del indulto se aplique en
toda la geografía, no sólo con el rigor necesario, sino sobre todo con unos
criterios armonizados, que en la actualidad no se dan. Por eso nos encontramos
ante una posibilidad que se va devaluando, hasta llegar a un momento en el que
no se sabe a cierta si el indulto es para preservar la raza brava o viene a ser
el sustitutivo de una placa que le dan al ganadero en tal o cual feria.
Redacción
CULTORO.COM
Con el Reglamento nacido de la llamada Ley
Corcuera de 1991, la figura del indulto
de los toros cambió de manera sustancial. De la exigencia necesaria de sólo
perdonar la vida en el caso de las corridas concurso de ganaderías, se pasó a
extenderlo a todos los festejos que se celebraran en plazas de primera y
segunda categoría.
De entonces aquí los indultos han proliferado, en
ocasiones con excesos. Y ya los vemos hasta en plazas de tercer orden --las
portátiles se libran, por carecer de corrales-- y se dan incluso en el caso de
los festivales.
Pero, sobre todo, se observa como el rigor a la ahora
de aplicar la norma correspondiente no se sigue con unos criterios armonizados
para la generalidad de la geografía taurina. De hecho, no deja de ser llamativo
que haya plazas muy propensas a los indultos, en tanto en otras se dan en muy
contadísimas y excepcionales ocasiones.
No han sido una excepción los casos en los que
hasta el propio ganadero no tenía interés en que ese animal fuera un toro de
vacas. Pero en la euforia de una tarde, el presidente sacó el pañuelo naranja.
Se comienza por la morfología del toro, sobre lo
que hay una disparidad de criterios en torno a si un toro de escaso trapío debe
ser o no indultado. Se sigue por discutir si un animal que malamente ha tomado
un puyacito de nada, no sólo sin
romanear, sino simplemente sin celo, debiera merecer semejante premio.
Hay criadores que entienden como fundamental ese
sofisticado concepto que le llaman “durabilidad”. Es decir, que como aguantó
sin rechistar una de esas macrofaenas al uso, ya va acumulando puntos para
conseguir el indulto.
Los que hoy son considerados poco menos que unos
antiguos, consideraban una pega objetiva para afirmar que un toro era
verdaderamente bravo que no hubiera abierto la boca hasta que lo arrastraban,
ni que hubiera escarbado en la arena durante toda la lidia.
En su sentido más propio, toda esa serie de
condiciones son características necesarias para proclamar la bravura de un toro
en su concepción propia. Pero siempre se dijo que deberían dar todas ellas a la
vez; no bastaba con que hubiera soportado 80 muletazos, incluso destemplados,
ni que hubiera derribado cuatro veces al picador. Sin embargo, se comprueba que ese recto
criterio ha saltado por los aires.
En realidad, en nuestros días se acaba uno
haciendo un cierto lío, porque más que un indulto para preservar la buena casta
y bravura, el indulto se confunde con un premio al ganadero, e incluso al
torero que lo lidió.
Que el torero y su forma de torear influye
necesariamente en el comportamiento del animal, resulta indudable. Para bien o
para mal, según los casos. ¡Cuántos toros de cuyos pitones colgaba un cortijo
se han ido al desolladero casi sin haberlos podido ver! Pero una cosa es que se
de ese margen de influencia y otra distinta que pase a tener una valoración de
primer plano.
Menos sentido tiene aún que el indulto se vaya
considerando como una especie de galardón para el criador del toro al que le
perdonó la vida. Para eso están los premios que hoy se conceden, por cierto con
unas alegrías inusitadas, en todas las plazas. Pero no confundamos un placa con
un toro de vacas.
En este más que cierto desorden de criterios, hay
expertos que se inclinan por el principio de “en la duda, indulto”. Y lo
sustentan en criterios como para tenerlas en cuenta. A este respecto,
consideran que con el estado actual de la cabaña de bravo, no debe
desaprovecharse la oportunidad, aunque sea sencillamente posible pero no
segura, para ir mejor el estado y condición de la raza. Con perdonarle la vida
--vienen a decir-- no pasa nada; debe ser luego el ganadero el que a la vista
de toda la información que tiene lo convierta o no en semental. Por razones
obvias, esta posibilidad no se daría sino hubiera el previo indulto.
Bajo un criterio puramente práctico, pueden tener
alguna razón. Sin embargo, no es ese el principio por el que semejante
distinción se ha aplicado a lo largo de los tiempos. Siempre ese género de
probaturas eran la razón de ser de los tenderos de machos, como hoy se sigue
haciendo en todas las dehesas. Sin embargo, la lidia en un ruedo, dentro de un
espectáculo reglado, nada tiene que ver con esas faenas ganaderas.
Pero se piense como se piense, lo que parece claro
es que por el abuso a esta posibilidad del indulto, la figura se ha ido
devaluando. Y eso no puede buena cosa. Ni para el criador, ni para nadie. Hay
que poner en todo su valor esa posibilidad reglamentaria.
Por eso, ahora que se vuelve a trabajar en la
cuestión reglamentaria, los expertos le harían un favor a la Fiesta se
repiensan el articulado que regula los indultos, para que se aplique no sólo
toda propiedad, sino también con criterios armónicos en toda la geografía.
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