martes, 14 de junio de 2016

Walt Disney, ‘the toreador’

ROBERT RYAN
Diario ELMUNDO de Madrid

Cuando Walt Disney perdía de vista a su sombrero favorito, sospechaba, no sin razón, que su mujer, Lillian, se lo habría escondido para luego darlo por perdido. Pero el fedora viejo y gastado volvía siempre, aunque tuviera que llegarle de mano en mano como la tarde en que Lillian se lo quitó para lanzarlo a un torero que daba una vuelta triunfal al ruedo.

A diferencia de otras luminarias de Hollywood de su tiempo, Walt Disney no presumió de su presencia en los toros. Lejos de colocarse en una barrera de sombra, en un burladero de callejón, lo suyo era observar la corrida junto con su mujer desde una fila anónima. Mas, si a él no se le veía en la plaza, los toros se ven en su obra desde casi el inicio de su labor creativa en el dibujo animado.

Si su primer crédito como director de un corto dibujado data de 1921, al año siguiente, coincidiendo con el éxito de Rodolfo Valentino en el largometraje Sangre y arena, estrenó Puss in boots, de nueve minutos, la primera cinta taurina de Disney, la historieta de un romance y el triunfo improbable de un toreador enmascarado. Walt Disney tenía 21 años y sueños aún más grandes que sus problemas económicos. En 1925 vuelve a salir el toro en Alice, the toreador, de 11 minutos. Y cuatro años después, ya con sonido, con música de Bizet y una Carmencita propia, entrega The terrible toreador, de seis minutos. La acción de estos trabajos no se acerca a la real de una corrida, sino la de una pelea común, el batirse burlescamente con el toro a modo de una lucha libre o de un combate de boxeo entre saltos acrobáticos. Ni un solo pase se dibuja en Ferdinand the bull, de 1938, su obra maestra taurina, de siete minutos y en color, cuya producción pertenece a la edad de oro de los estudios Disney y con la cual ganó su séptimo Oscar.

Como todo aficionado cabal, Walt Disney era animalista de corazón. Animalista, en su caso, desde niño, desde el día en que sin querer lastimó a un búho y juró luchar contra el maltrato animal. Disney pasó sus primeros años en Chicago y en un pueblo de Missouri, lugares volcados en la industria de la carne. Muy hondo le llegaban las míseras condiciones de vida y de muerte de los animales criados para la matanza. Entre ellos, los más visibles eran, por el patético volumen de su sufrimiento y su mansedumbre, las reses.
En el toro bravo, en cambio, encontraría no una bestia rebajada sino un dios de la antigüedad, dueño de un paisaje suntuoso. Si lo suyo era lograr con el dibujo un trazo tierno o burlesco, el toro de Disney haría reír con su exagerado trapío, la exuberancia de su bravura o, en el caso de Ferdinando, su inofensiva dulzura. Sin desdibujar jamás la línea total de la magnificencia del animal indómito.
A medida que crecía su éxito, Walt Disney iba formando una compañía de creadores de talento cuyo núcleo de dibujantes y pintores plasmaba sus ideas. Con su círculo más íntimo de colaboradores, los nueve viejos legendarios del cine animado, Disney compartió su visión del toro de lidia. Los animó a viajar, a conocer paises. Y a ver corridas.

Así, Marc Davis, que comenzó con Disney en 1935, fue a España a ver toros en los escenarios de mayor historia. Y hasta se hizo pintor taurino, de visión muy personal. Al final de su vida recordaba cómo le había conmocionado una corrida magnífica. «El poder del animal, el drama de la lidia, eran espectaculares». Alice Davis, al hablar de la pasión por la corrida que en su marido y en ella había despertado Disney, dijo que procedía del gusto por dibujar animales. Y de un sentimiento profundo, difícil de explicar ante una exposición póstuma de obras de Marc. «La religión. El culto al toro. El ritual todo, comenzando con el paseíllo. Por el toro en sí, que te lleva a un plano diferente… Aún visto desde la andanada, es lo más grande que podrás ver en la vida».

Ferdinand the bull es una interpretación de un inocente cuento infantil escrito por Munro Leaf, y dibujada con ternura. La pieza muestra con realismo la belleza natural en la que nace, vive y crece el toro de lidia. La historieta es un canto a la dehesa a la que, en gracia a su mansedumbre, vuelve para siempre Ferdinand: la dehesa de cuya abundancia se ve disfrutar también a sus hermanos en quienes vive el instinto de la bravura. Una pradera verde, un campo de flores luminoso alejado de la sombra del matadero que marcó a Disney.
Por su elaboración minuciosa, el esmero y riqueza de detalle, los dibujos preparatorios de Ferdinand the bull revelan un conocimiento de lo taurino sorprendente en una producción norteamericana. Desde la corrección de los términos en español escritos, hasta el dibujo que muestra cómo el matador ha de empuñar el estoque, digno de un manual de tauromaquia. Sólo parece un error algo que no lo es: el bigote del espada. Porque Disney, que lo llevaba, se dio el capricho de verse en la cinta como jefe de cuadrilla, a coste de ser caricaturizado sin piedad por su equipo de dibujantes que satirizaron en su figura la vanidad del torero popular. ¡Y qué figura buscó para sí Disney! Para el patrón de su dibujo vestido de torero, de zapatillas a montera, eligió una fotografía de Joselito el Gallo, capote de paseo liado, junto a la puerta de cuadrillas de la plaza de toros de Madrid. Y por cuadrilla quiso que saliera la suya propia; sus subalternos de a pie y a caballo eran sus más cercanos dibujantes. El primero, Ward Kimball, es el mozo de espadas.

Ante la dehesa retratada en Ferdinand the bull, en años posteriores hallaría Walt Disney un íntimo descanso. Lo encontró en las tierras pobladas de toros de su amigo Pepe Ortiz, el gran torero mexicano con quien llegó a filmar en los años 50, poniendo en sus labios una explicación de la ética taurina contada a un niño. Una ética basada en un respeto no concedido a otros animales destinados al desolladero…

Allí, en México, entre el denso verde de las colinas de Calderón cercanas a San Miguel de Allende, le complacía la plenitud benigna del animal intocable, la libertad cuyo único límite era el espacio del tiempo regalado que corresponde a la bravura. En la hacienda de Ortiz, entre la enmarcada historia de la ganadería, colgaban dos recuerdos de Disney: con dedicatoria al diestro más elegante, una pareja de dibujos del desgarbado Goofy en su papel de torero en For whom the bulls toil, un chascarrillo corto de 1953 que incluye un homenaje a Manolete más una introducción narrada con voz efusiva.

Un tono más formal tuvo una exposición homenaje a México, la cual convirtió en una vía mexicana la calle principal de Disneyland, en 1963. La muestra, dedicada «al arte contemporáneo de México, la obra de sus artesanos y el arte del toreo» duró tres meses de éxito absoluto. Disney reconoció el mérito de dar a conocer a un público ajeno los valores de la tauromaquia: la dedicación, la devoción a su raíz, el cuidado del animal cuya naturaleza ha inspirado una forma de arte, la cual da sentido a su sacrificio… Para inaugurar la muestra llegó un invitado de honor: el mítico torero Carlos Arruza.

Llevar las sensaciones y las emociones humanas a los objetos cotidianos es un truco que no falla. Y más aun cuando esas sensaciones y emociones son expresadas por animales. La angustia humana expresada por animales, dijo Disney, conmueve al candoroso espectador. Así explicaba el éxito de Mickey Mouse y Minnie, Donald, Pluto, Goofy y tantos otros personajes de su universo.

Al vestir de torero a un perro entrañable, Goofy, éste ejemplifica el temor que despierta el toro bravo en el ser humano que se enfrenta a él. El miedo que, cuando se muestra en el ruedo de la vida real, pone en ridículo al torero, que de héroe pasa a ser una figura cómica, un objeto de burla. Una burla áspera, más agresiva que el ingenuo alborozo del cine animado. Esa guasa azucarada era el arte de Disney, creado para niños.

Cuando, en la vida real, el torero logra dominar al toro y, a la vez, vencer a su miedo, cuando despliega su arte, ejemplifica las aspiraciones del alma única del ser humano. El alma que se hace sentir, que se transmite mientras el toro pasa, víctima de su tragedia animal.

El toro en la plaza conmueve porque el ritual de la lidia reconoce, individualiza y dignifica su tragedia, a la vez que exalta los siglos de crianza noble que corren por sus venas. Los siglos de vida a los que celebró Walt Disney en Ferdinand the bull. Las centurias secretas de la bravura: su simiente, sus vientres madres; sus mañanas juguetonas, sus sosegados atardeceres.

Las películas documentales sobre la naturaleza producidas por Walt Disney contienen planos difíciles de mirar. En 1955, Bosley Crowther, crítico de cine de The New York Times, felicitó a Disney por la notable pureza de su reportaje sobre el león africano, cuyo realismo revela que la ley de la naturaleza no es tierna ni agradable, sino cruel. Allí, Disney no quiso humanizar a los animales.

Muchas horas de la pantalla que iluminó mi niñez fueron dibujadas por Disney, «el tío Walt» de los niños norteamericanos de mi generación. Más le recuerdo, en Anaheim, California, una mañana soleada de 1955, entre el público de Disneyland. Iba de incógnito, su fedora bien calada, mientras observaba todo, y yo a él. Porque yo era de los suyos. O él de los míos. Teníamos en común el gusto por dibujar animales.

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