La actuación histórica de Enrique
Ponce
Fue una tarde absolutamente
distinta, que colmó las emociones. En eso las opiniones resultan unánimes. Lo
que Enrique Ponce hizo este pasado domingo en la plaza francesa de Istres marca
un auténtico hito en una carrera ya de por sí brillante y extensa. En esta
ocasión se dio la conjunción maravillosa de un gran torero y seis toros que le
permitieron explicar toda su Tauromaquia. Pero, además, cuanto rodeó al
espectáculo vino a singularizarlo aún más. El acompañamiento sinfónico de
orquesta y coros tuvo mucho que ver en todo ello. Una escenografía, en suma,
que aportó un complemento, muy necesario, de variedad y de espectacularidad. La
pregunta que queda por contestar es clara: ¿todo eso cabe en Madrid o en
Sevilla?
ANTONIO PETIT CARO
Lo de Enrique Ponce el domingo en la plaza francesa de
Istres ha tenido que ser algo excepcional. “Cualquiera que lo haya visto, sin
prejuicios, esta tarde, habrá admirado su facilidad, su elegancia, su capacidad
lidiadora, su estética. Y, si tiene un mínimo de sensibilidad, se habrá
emocionado profundamente. Lo que ha hecho Ponce esta tarde no está al alcance
de ningún otro torero actual”, ha escrito Andrés Amorós en las páginas de ABC,
que no es precisamente de los que opinan a beneficio de inventario. Y muy
oportunamente añadía al final: “Cambiando a Bergamín, hemos escuchado la música
cantada –no, callada– del gran toreo”.
Como se sabe, ha lidiado seis toros --3 de Juan Pedro, 3 de
Núñez del Cuvillo--, ha indultado al 4º, a dos toros les ha cortado las dos
orejas y el rabo y a los otros cuatro una oreja a cada uno. Ha toreado vestido de luces –un terno grana y
oro--, pero de etiqueta, un pulcro smoking, ha lidiado los dos últimos. Y se ha
acoplado en su temple a un programa sinfónico, con orquesta y coro, con piezas
muy singulares. ¡Tiene que ser grandioso torear templadamente al natural a los
sones del Concierto de Aranjuez…¡.
El propio torero, con sus 5.000 toros lidiados, decía al
concluir la corrida: “Ha sido la tarde más bonita de mi vida. (…) Es muy
difícil después de casi 5000 toros sentir lo que estoy sintiendo y el momento
que estoy viviendo, y también ese pasito de mi toreo adelante que no es fruto
de la casualidad, sino de la espiritualidad que uno lleva dentro.”
Y hacer una confesión en tales términos exige muchos grados
de convicción, porque demostrado está que a cualquier torero le preguntas por
una tarde en no se sabe donde y te dice hasta como iban vestidos sus compañeros
de terna. Es tal la fuerza del toreo que todos los detalles perviven en la
memoria. Como le ocurría a Enrique Ponce al concluir su tarde de Istres.
Si se leen las crónica, nadie duda que Enrique Ponce dio
este domingo un paso más allá. No es ya que hiciera algo diferente, que lo
hizo; es que pasó una nueva frontera. Y
eso, con independencia de la tendencia taurina que cualquiera comparta, supone
mucho más que un acontecimiento episódico: es la honda y pletórica medida de
cultura y de arte que singulariza a la Tauromaquia.
Hasta tal punto que
resulta de lo más inapropiado utilizar una palabra tan vulgar como la de
“encerrona”, por más extendido que tenga su uso, para definir lo que ha sido la
tarde de Istres.
Vayamos más allá de Istres
Pero escrito con letras de oro el nombre de Enrique Ponce en
los Anales históricos, la excepcionalidad de esta tarde se lleva por delante
elementos que en otras circunstancias sería necesario destacar: con toda lógica
en un segundo plano queda que se trataba de una plaza de tercera categoría, con
poco más de 3.000 plazas como aforo y
con las características toristas que corresponde a un caso así.
Incluso nada malo se haría si admitimos que un espectáculo
de esa singularidad requiere de por sí de unos determinados condicionantes, que
muy rara vez se pueden dar con el toraco de los 600 kilos. Cuando Manzanares o
Morante hicieron temblar hasta los cimientos de Ronda, quienes se emocionaran
no eran ni indocumentados ni ciegos: ya sabían cuales eras las características
del toro con el que cincelaron unas obras de arte. Pero no por eso dejaron de
poner en valor todo aquello se que estaba admirando.
En la plaza francesa se trató, no olvidemos, de algo
rompedor con todos los esquemas tradicionales, comenzando por la música
seleccionada: además de “El Toreador” de Bizet para el paseíllo –como ocurre en
otras plazas francesas--, durante la lidia y muerte de los seis toros se
interpretó un repertorio de composiciones tan diversas como las bandas sonora
de películas como “La Misión”, “Rio Bravo” o “1492”, junto a la canción “Águila
Negra” de la famosa Bárbara, la preciosa marcha procesional “Caridad del Guadalquivir”
o una pieza tan magistral como el “Concierto de Aranjuez”.
Igualmente excepcional, pero de lo más afortunado, resultó
el cambio de vestuario. ¿Qué mejor que vestir de smoking para torear a unos
sones sinfónicos? En lugar de una extravagancia o de una ocurrencia, aquello
venía pedido por el momento en que se hizo.
Podríamos decir que se trató de una especie de espectáculo
total, que respetando en todo la rotunda verdad del toreo --que esa no faltó
nunca, a tenor de las crónicas--, trajera un aire nuevo y distinto, un plus
diferenciador con respecto a lo habitual. Y por decirlo todo: lo que se vivió
en Istres fue mucho más allá de esas “corridas flamencas” que en ocasiones se
han organizado en nuestro país, con resultados muy diversos.
Es cierto que buena parte de la excepcionalidad de la
ocasión la puso el torero, en una tarde plena y con seis toros que le dejaron
explicar la cadencia y el compás de su forma de entender este Arte. Si en lugar
de seis toros de las características que tuvieron los lidiados, hubieran salido
otros seis a contraestilo, el panorama habría cambiado de forma radical. Pero
en esa hipótesis, ni la orquesta y ni el coro hubieran tirado por el camino
sinfónico, ni el torero habría cambiado de vestuario. En lo que acertaron el
torero y los organizadores de la corrida de Istres fue en tenerlo todo
preparado por si se daba ese factor tan volátil del “por si acaso”. Salió que
SI y todo el mundo se asombra. Pero ahí radicó el riesgo y el acierto que
corrieron quienes decidieron ofrecer a los aficionados algo tan distinto.
¿Algo así es repetible?
Pero llegados a este punto cabe hacerse la gran pregunta:
¿cabría programar algo así en una plaza,
por ejemplo, como Madrid o Sevilla?, ¿sus respectivas aficiones aceptarían de
buen grado semejantes experiencias?
Tan aferrados como andamos a la estricta ortodoxia a lo
mejor resulta que las opiniones mayoritarias se posicionan en contra. Por
ejemplo, ante algo tan excepcional ¿se derrumbaría algún muro de los
fundamentales si la música sonara en la plaza de Madrid?, ¿temblarían los
cimientos de la Maestranza si una faena se desarrollara a los sones de “Rio
Bravo” o de “Bárbara”?
Muchas veces se elogia, y con razón, la creatividad de los
empresarios franceses, no sólo de Simón Casas. Y la mayoría de las ocasiones
aciertan con sus innovaciones. Es el resultado justo para quien se arriesga a
hacer algo distinto, sin por eso desnaturalizar el espectáculo.
Debe reconocerse que aquí la última innovación a gran escala
que se registró, y hasta la saciedad, fue la reinvención del mano a mano, que
en nuestros día se hizo, además, por razones mercantiles, no bajo demanda
clamorosa de la afición. Ocasionalmente se ha acudido en socorro de la taquilla
a un torero retirado que vuelve por un día. Y con asiduidad reconvierten en
goyesca una corrida que nunca tuvo tradición de tal. Pero nada de eso es
innovación, sino simple recurso.
Con la vista puesta en el futuro, ¿se puede y/o se debe ser
transgresores de las tradiciones milenarias? La respuesta es peliaguda,
siquiera sea por el viejo dicho de que “… y luego el toro lo descompone”. Sobre
todo cuando se piensa que hasta cuesta trabajo innovar en algo tan material y
tan aleatorio como el vestido de luces.
Pero o mucho nos equivocamos o ese futuro de captar a nuevas
gentes anda por esas otras sendas. Renovar el espectáculo no puede radicar
nunca, ni bajo ninguna hipótesis, en arramplar con la integridad del toro o con
la estricta pureza de todas las suertes. La renovación puede venir como en
Istres, de todo eso que rodea a un espectáculo y que tiene capacidad de
añadirle el plus de elementos distintos, atractivos, novedosos, en fin.
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