A doce días de las nuevas elecciones generales en España, el
mundo del toro contempla con un justificado pero callado temor el ascenso en
las encuestas de intención de voto del partido Podemos y sus filiales, lo que
representa un serio riesgo para el sector.
Revestidos ahora con pieles de cordero
"constitucional" para ganar más votos, los muchachos de Pablo
Iglesias se postulan en su propaganda como "La sonrisa de un país",
que no es otra que esa mueca falsa y de colmillo afilado con que, para
disimular, le asestarán al toreo una mortal puñalada por la espalda en caso de
que los resultados del próximo día 26 les acerquen al poder central.
Hubo un tiempo en España, no tan reciente pero parece que
olvidado, que estuvo dominado por otro tipo de dictadura que, en sus últimos
años, también se quiso disfrazar, entonces con los ropajes de una tecnocracia
"opusina", para "modernizar" cínicamente un país a la cola
del crecimiento económico de su entorno.
Uno de los representantes más conocidos de aquella
astracanada fue José Solís, un falangista de hueso colorado al que también
conocieron como "la sonrisa del régimen". Tan dictatorial en su fondo
y tan amable en sus formas, tal que el tirano de Podemos, el sonriente señor
Solís se pasaba por el forro la cultura y la apertura de miras en su empeño de
imponer un modelo de sociedad para el que, como medida de su brillantez,
propugnaba "más gimnasia y menos latín".
En su afán de salvapatrias, el cazurro Secretario General
del Movimiento de sonrisa permanente intentó eliminar las Humanidades de los
planes de estudio, alegando que las lenguas muertas "no sirven para
nada". Pero tuvo que ser un hombre de la cultura, el catedrático Muñoz
Alonso, quien le aclarara que el latín, por ejemplo, servía para que el mismo
señor Solís, nacido en la localidad cordobesa de Cabra, pudiera tener el gentilicio
de "egabrense y no otro…"
La sonrisa de este nuevo régimen que Iglesias y sus soviets
quieren imponer en España, ante la cómplice inoperancia de los que en otro
tiempo fueron verdaderos partidos de izquierda, esconde en realidad una
ignorancia y una amenaza de similares proporciones a las del inculto egabrense
del franquismo. Y no sólo para el toreo, sino también para otras modalidades de
la cultura que estos "jipipijos" totalitarios quieren manejar,
controlar y adaptar al modelo chavista con que pretenden dirigir el país.
Son muchas las voces que desde distintos ámbitos están
advirtiendo de esta invasión de moral fascista, a tenor de los ejemplos que se
producen cada día en los gobiernos locales que los podemitas ya ocupan por la
necedad de los socialistas y la estulticia de otros nuevos partidos sin
criterio definido, como Ciudadanos. Por
ejemplo, el hecho de vetar a ciertos compositores, al más claro estilo
estalinista o nacional-sindicalista, en algunas representaciones musicales como
dicen que sucede en Aragón.
En los toros ya hace tiempo que estamos "viendo de
venir" esas embestidas cruzadas, dirigidas al pecho, con un afán vengativo
y revanchista difícil de entender en personajes salidos de la más absoluta
comodidad familiar, como son estos hijos de la burguesía progresista que ahora
quieren jugar a proletarios.
Inoperantes en las verdaderas cuestiones de estado, como el
paro, la precariedad laboral, la economía y demás asuntos trascendentales,
recurren ahora a la sonrisa de ese estúpido "buenismo", que sirve lo
mismo para sufragar perroflautas que para cerrar plazas de toros, con el
objetivo de extender la tristeza y su único pensamiento por un país que ya se
había hecho a la tolerancia y a la más alegre de las libertades.
Porque lo que ellos llaman democracia, la que propugnan como
alternativa a la ya existente y al parecer inválida, tampoco lo es, en tanto
que esas consultas populares convocadas en los pueblos para eliminar los
festejos taurinos son sólo una forma, si no ilegal, al menos no vinculante, de
imponer la dictadura de una minoría, haciendo valer únicamente la opinión y los
gustos de un diez o doce por ciento de la población.
En el toreo les estamos viendo venir, sí, pero seguimos
haciendo el Tancredo. Y como aquel señor López de primeros del siglo XX,
mantenemos nuestra postura inmóvil y hierática, subidos al endeble pedestal de
la tradición con los brazos cruzados y blancos de pánico, confiados en que, si
hay suerte, ya pasarán de largo las embestidas de ese Pablo Iglesias que esboza
las más sardónica de sus sonrisas cada vez que en su delirio megalómano piensa
en un país sin corridas de toros.
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