martes, 14 de febrero de 2017

Una gran bronca

Antonio Caballero
Diario EL TIEMPO de Bogotá

Cuando lo citaba para una chicuelina desde la mitad del ruedo, a Sebastián Castella se le vino al galope el toro de Juan Bernardo Caicedo y se lo llevó por delante de un tremendo topetazo, y luego lo recogió de la arena con las curvas cucharas de los cuernos para tirarlo lejos. Se levantó sin sacudirse. Y de nuevo citó al toro para otra chicuelina, y otra, y otra.

Luego el tono bajó, de lo heroico a lo prosaico. Castella no se entendió con las dificultades del toro, que no era bravo, pero sí fiero. Es un torero al que le convienen los toros boyantes, para torearlos bellamente, con quietud estatuaria. Pero un toro que exige lidia, y no toreo, no es lo suyo. No es que lo desborde, ni mucho menos: tiene facultades de sobra. Pero le falta imaginación, y le falta garra. El toro cabeceaba con la cara arriba, casi parado en las medias embestidas. La plaza, impresionada por el valor sereno de Castella ante la violenta voltereta, pedía música. Pero en vista de que el torero no estaba toreando, el presidente no la ordenó.

Después, tras la excelente estocada, la plaza exigió el premio de oreja con una marejada de pañuelos. Y el presidente no lo concedió. Porque el torero no había toreado, de acuerdo: pero es cosa convenida (y creo que reglamentaria) que la primera oreja la da el capricho del público, de modo que no hubiera debido oponerse al clamor popular. Mientras Castella daba las dos vueltas al ruedo que impusieron los tendidos en medio de ovaciones, crecía la bronca contra la presidencia. Y entre las muchas cosas placenteras que tiene la fiesta de los toros, esa es otra: la protesta contra los desafueros de la autoridad.

Por lo demás, la mansedumbre incierta de los toros no les dio mucho juego a los toreros. Bien presentados todos, aunque anovillado alguno: el tercero, que se partió un pitón contra un burladero, tenía hechuras y carita de becerro. En cambio, era muy bello de líneas el sexto, un colorado ojo de perdiz, visiblemente de una camada distinta de los otros.

El francés Castella no hizo mucho ni con el mencionado cuarto de la tarde, ni con el segundo, un toro tardo, parado, rajado, al que mató de una buena estocada. Al tercero (bis), el peruano Roca Rey le cortó las dos orejas –premio tal vez excesivo: pero el público era suyo, y por lo visto el presidente también–. Unas ceñidas chicuelinas, una espléndida serie de gaoneras con el capote llevado a la espalda con lenta prosopopeya. Pero al torear la deja a un lado: entre sus variados dones, tiene Roca Rey el grande de la sencillez. Y también, como lo mostró después en la faena de muleta, el de la imaginación cuando el toro no ayuda. Con el último de la tarde, el colorado encendido por los focos eléctricos estuvo bien, sin más. Quiso matarlo a recibir, dejando medio espadazo caído que no bastaba. Y pinchó.

Luis Miguel Castrillón, el joven colombiano que completaba el cartel –aunque nadie es más joven hoy que Roca Rey–, estuvo bien con el primero de la tarde: por encima del toro, que era distraído y soso, tardo y corto de embestida. Con el quinto, no hizo nada, aunque le pusieron música.

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