JORGE ARTURO DÍAZ
REYES
@jadr45
Cuando pienso en Ernesto González Caicedo, la primera imagen
que acude, no es la del hombre público, la del político, la del gobernante, la
del médico, la del ganadero, la del maestro de toreros, la del aficionado, la
del investigador, la del conversador ameno…
La primera imagen es una vieja foto; niño, de unos doce
años, con una muleta (de torear) plegada bajo el brazo, mirando fijo a la
cámara, parado junto a su madre, a su hermano: Antonio José, y a Don Julián
Llaguno y su mayoral, en la ganadería San Mateo (México).
Esa imagen me viene involuntariamente, quizás porqué cuenta
su biografía desde antes de que sucediera. Una biografía larga, diversa en
muchas esferas, pero concéntrica en los toros.
Los años y las cosas pasadas han mantenido vigente aquel
retrato infantil. El muchacho de mirar confiado, se hizo hombre, médico,
especialista, padre, político, parlamentario, alcalde, gobernador… Por todo eso
y más pasó. Enterró a sus progenitores, abandonó su profesión, conoció el
triunfo y la derrota, superó vicisitudes, pero siempre siguió ahí, con la
muleta bajo el brazo, dirigiendo la Escuela Taurina de Cali, criando toros,
cultivando el encaste Santa Coloma en su propia versión, investigando,
publicando libros, ejerciendo su magisterio y mirando afirmativo al
frente.
Ernesto González Caicedo, cuya voz taurina he oído con
fruición y reverencia desde mis primeros años de aficionado, que también fueron
los primeros de mi vida, cuya amistad me ha honrado, murió este jueves,
temprano, aquí en Cali, en su casa de Santa Rita, cerca del río. Tenía 84 años.
Se batió valientemente contra una larga y devastadora
enfermedad que lo minó física pero no espiritualmente. Su partida me
entristece, más por los momentos en que ocurre. Cuando depredadores de todas
las pelambres rodean y acosan encarnizadamente la Fiesta, su Fiesta. Por eso me
pesa más su ausencia irreemplazable, la falta de su brazo, el concurso de su
brillante inteligencia.
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