En el mundo moderno la relación
con los animales tiene mucho de artificial y arbitrario. La sensibilidad social
y la pujanza del fundamentalismo animalista han conducido a una desmesurada
humanización de la fauna doméstica y salvaje.
RUBÉN AMÓN
Diario EL PAIS de
Madrid
No podía sospechar Hobbes, el santo Hobbes, la popularidad
universal de su aforismo más genuino —homo homini lupus— ni la transformación
que iba a incorporarle la cultura edulcorada del siglo XXI. Puede que el hombre
siga siendo un lobo para el hombre, pero es más cierto aún que el lobo se ha
convertido en un hombre para el hombre. Ha perdido su ferocidad el mito
depredador. Caperucita Roja lo ha domesticado en su regazo. Se ha producido un
proceso inverso, irremediable, de licantropía.
Y el lobo es una especie protegida, no ya por la reducción
del censo y por la legítima responsabilidad con que deben custodiarse las
especies amenazadas, sino por esta percepción estilizada que el urbanita ha
adquirido del mundo animal, exagerando la idealización de la naturaleza y
convirtiendo a la fiera en un semejante. Por eso los Ayuntamientos de varias
ciudades, Madrid la última, se compadecen del cautiverio y de la explotación. Y
por idénticos motivos redimen del circo al grito sincopado de Tarzán, el hombre
inmaculado, como salvoconducto a la libertad y la dignidad, redundando en el
malentendido de la prosopeya y de la conciencia franciscana.
La empatía al hermano lobo, al hermano león sobrentienden el
trauma que supuso la muerte del león Cecil en Zimbabue. Los medios informativos
llegaron a publicar que el selvático animal había sido asesinado. Y se produjo
un movimiento de repulsa, de linchamiento, hacia el dentista estadounidense que
lo abatió, solo comparable con el histerismo que comportó en España el
sacrificio del perro Excalibur en la amenaza letal del ébola.
Otra cosa es que a Cecil lo hubiera picado una serpiente
venenosa. O que lo hubiera asesinado un león en la ortodoxia competitiva del
macho alfa. En ese caso, aceptaríamos con ingenuidad roussoniana la armonía de
las reglas de la naturaleza, como si la naturaleza fuera pura en sí misma —otra
humanización, otra prosopeya— y como si pretendiéramos ocultarnos la dialéctica
embrionaria del fuerte y el débil, el depredador y la víctima, especialmente
cuando la noche encubre la gran matanza.
Tiene sentido mencionar a Cecil, a su hembra viuda y a sus
hijos huérfanos porque aquel homicidio en primer grado, premeditado, alevoso,
sirvió para ubicar Zimbabue en el mapa. Y para descubrir por accidente que allí
gobernaba un tirano entre cuyas fechorías se amontonan las fosas comunes, el
exterminio de las etnias enemigas, la aniquilación del rival político.
Robert Mugabe se llama. Robert Mugabe se sigue llamando,
toda vez que la dictadura ha logrado consolidarse sobre la sangre y las
osamentas tres décadas después de haberse inaugurado. Y no existen atisbos de
capitulación en el camino de los cien años que aguarda el presidente.
La evocación del genocida viene a cuento porque ninguna de
sus atrocidades alcanzó a provocar jamás la conmoción que suscitó la cacería de
Cecil. Y porque esta discriminación en la sensibilidad de los occidentales
simboliza mejor que ningún otro ejemplo la paradoja según la cual la
humanización de los animales corresponde a la deshumanización de los hombres.
Nuestro prójimo es ahora la mascota doméstica y la ballena remota. Por eso se
ha puesto de moda hacerse fotos con morritos de caniche o con orejitas de
minino. Qué ricos son. Qué monos. Y qué pesadez estos subsaharianos que darían
el estómago por un plato de whiskas.
No estamos preparados para contemplar la cojera de un
cachorro de husky siberiano. Nuestra sensibilidad se resiente cada vez que un
cervatillo queda deslumbrado en una carretera. Y tal como escribía Leila
Guerriero hace unos días en este mismo periódico, llegará el momento en que un
niño angelical se resistirá a zamparse un muslo de pollo, qué drama, acaso
pensando que ha sido asesinado Piolín. Y que devorarlo lo convierte en
cómplice.
Es una perspectiva hipócrita, cuando no cínica, pues ocurre
que el hacinamiento y ejecución de los animales que nos comemos en el requisito
ancestral de las proteínas se produce en dimensiones industriales. Están casi
siempre estabulados. Y se degüellan o se electrizan en cadena, aunque el valor
iconográfico y alegórico de un jamón de pata negra sobrepasa cualquier
conflicto moral. No vemos un cerdo desmembrado a la gloria de San Martín. Ni
vemos un buey desollado cuando la carne llega al súper con forma de
corazoncito.
Y sí vemos la agonía de un león abatido, precisamente porque
la belleza del animal ejerce un magnetismo solidario. Y no lo ejercen las
decenas de miles de palomas y de polluelos que Ada Colau ha exterminado en
Barcelona. Ensucian. Defecan. Molestan.
Reaccionó el partido animalista (PACMA), cada vez más cerca
de penetrar en el Parlamento —283.000 votantes en los últimos comicios— y más
observado como una opción progresista, militante, joven. Objetaban sus
representantes a Colau que despilfarrara 400.000 euros en su campaña de
aniquilación. Y proponían una solución ética mediante métodos de control no
letales, incluido un pienso anticonceptivo que detuviera la sobrepoblación.
No pudo satisfacerles la alcadesa. A cambio, ha liberado a
las fieras del circo y se ha propuesto torear la sentencia del Supremo que
habilita las corridas de toros en la Monumental. Un ejemplo de la caspa y del
facherío celtibérico que pretende extirparse de la vista de los ciudadanos, si
no fuera porque los aficionados catalanes tienen que emigrar a Francia —ah, la
France— para asistir a las corridas de toros, evocando los tiempos de la
clandestinidad, cuando se veía El último tango en París de estraperlo o cuando
la cuadrilla del maestro Pedrés ocultó en el sombrero de un picador la cinta de
Viridiana.
Así llegó a Francia la película de Buñuel y pudo exhibirse
en Cannes. Una operación libertaria que atravesó los Pirineos cuando los lobos
eran lobos y no se había inoculado en la sociedad el fundamentalismo
animalista. La culpa la tuvo Walt Disney. Le dio la voz a los animales con más
eficacia que Esopo y Perrault. Porque los escuchábamos de verdad. Y nos parecía
que Bambi podía haber ido al colegio de la mano de nuestros hijos.
Es la demostración de que el hombre moderno se relaciona con
los animales de una manera artificial, arbitraria y enfermiza. No ya abjurando
de los rituales que subliman la muerte o la convierten en liturgia eucarística
—la corrida de toros— sino predisponiendo un estado de hipersensibilidad y de
fervor a la naturaleza que parece arraigarse en el mito de la convivencia que
antecedió de la expulsión del paraíso.
No se trata de defender aquí las torturas de los galgos, ni
el trafico de colmillos de elefante, ni el exterminio del lince, ni la romería
del toro de la Vega, sino de plantear la deriva de una sociedad que ha
deificado el peluche a expensas de los deberes con el hermano hombre. Homo
homini sacra res.
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