PACO AGUADO
Ya ha empezado San Isidro, esa primaveral
acumulación de fracasos y antiespectáculos que, como si no hubiera más toros y
en más sitios el resto del año, acapara durante un único mes la información
taurina en los medios de medio mundo. Pero, pese a la rutina de cada tarde de
tedio isidril, siempre hay detalles en esta plaza que no dejan de
sorprendernos.
El último, esperpéntico, triste e
indignante, ha sido la aparición en escena de ese peculiar torilero que dio
salida a algunos toros el pasado fin de semana. Orondo y barbado, vestido con
un traje de "artista" grana
y azabache que, como a sus predecesores, le quedaba como a un santo dos
pistolas, el buen hombre se plantó en la arena como disfrazado para ir de bar
en bar durante una noche de despedida del soltero.
Y, como la gota que ha colmado el vaso,
muchos han puesto el grito en el cielo para denunciar una imagen tan
lamentable, sí, pero muy significativa y elocuente de cómo están las cosas en
el Madrid taurino a estas alturas de la película.
Hace tiempo que algunos llevamos clamando
porque en Las Ventas, en la que se dice la primera plaza del mundo, desparezca
de una puñetera vez esa extraña y dilatada costumbre de dejar vestirse de
toreros a los que no lo son. Que el chulo de banderillas y el torilero usurpen,
siempre con una tabla de por medio que les separa el toro, el derecho ganado
por quienes se juegan la vida, y sobre todo en Madrid, va más allá de ser una
ridiculez para convertirse en una aberrante falta de respeto.
Pero el respeto es una virtud que parece
que hace años desapareció en unos cuantos cientos de metros alrededor de la
monumental madrileña. Ni la empresa, ni los políticos de la Comunidad, ni parte
de esa que se otorga el título de "afición
de Madrid" tienen desde mucho tiempo atrás el más mínimo respeto para
con toros ni toreros en ese ruedo torturador de ilusiones.
En ese contexto perverso, pues, no es de
extrañar que se puedan presenciar imágenes como la de ese torilero naif y
boteriano, un leñador de Alaska vestido para carnaval, al que se le hizo la
gran putada de salir de esa guisa a abrir la puerta de chiqueros en un día de
feria a plaza llena.
Puestos a buscar no ya responsables, sino
ideólogos de tal perfomance, resulta que de la estelar aparición del estafermo
no es responsable la empresa Taurodelta. Al parecer, la cosa viene desde el
comité de empresa que organiza el trabajo de los empleados de la plaza
(porteros, acomodadores, personal de callejón…) y que depende, menos a la hora
de pagar honorarios, de la propia Comunidad de Madrid.
Según las pautas del mismo, y como el
puesto de torilero corresponde al más antiguo de la plantilla, el hombre del
disfraz de torero estaría esa tarde preparándose para tomar el relevo. O, al
menos eso lo que se dice por ahí, porque tampoco merece la pena hacer más
investigaciones al respecto.
Claro que, de ser así, es evidente que
algo está fallando, y no sólo esto, en la plaza de Madrid. Tanto que hasta el
presidente de dicho comité, según testifica Zabala de la Serna, se permitió el lujo de entrar a la sala de
prensa a recriminar a los compañeros que habían llamado la atención de tal
esperpento.
Pero parece que nada de todo eso le
importa a los responsables taurinos de una Comunidad de Madrid que sigue
generando ingresos a costa de tantos pésimos espectáculos a los que permanece
ciega e impasible. Y en que su absoluta y antitaurina dejadez incluso permite
manejarse a los empleados de la plaza de toros más importante del mundo con
normas de fábrica de tornillos, sin cuidar aspectos formalmente importantes en
la celebración del rito taurino.
Porque no es lo mismo la puerta de un
tendido que la puerta de un chiquero. Como no es lo mismo el que hace salir a
un toro a la arena que el que se lo pasa por la faja unos segundos después en
ese mismo escenario.
Pero así son y están las cosas en Las
Ventas, antes centro del toreo, ahora víctima de un profundo y absoluto
abandono institucional y taurino, con unos responsables cuyo único interés está
puesto en una rentabilidad a muy corto
plazo.
Esperemos que alguien decida de una vez
poner pie en pared, más allá que en el detalle del torilero, para que dentro de
unos años no tenga que ser también este hombre, y vestido de enterrador, el que
tenga que echarle el cerrojo a la puerta grande.
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