César Valencia |
FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN
Al público de Madrid, al abonado y al que se pasa por
taquilla, las novilladas no le motivan. No sé por qué. No, ciertamente, a todo
el público, porque la parroquia fiel no se pierde una, aunque no sea más que
por aquello de que, en su ausencia, se puedan cometer algunas tropelías en el
ruedo y ese público de aluvión, zangolotino y ponoli que suele pescar al vuelo
unos boletos de regalía vaya y cometa el desafuero de pedir –y hasta lograr
conceder—orejas a troche y moche, como ocurría antaño. Téngase en cuenta que
fue un novillero, José Roger, Valencia
I –tío del actual Victoriano—,
el afortunado mortal que paseó ¡el primer
rabo! concedido a un matador en la plaza de la Corte (la de la carretera de
Aragón), en el año 18. Tamaña “barbaridad”
no se contempla ni remotamente en estos tiempos, porque es metafísicamente
imposible; pero no por ello han de bajar la guardia los miembros del comando
alabardero encargado (¿?) de la vigilancia pretoriana desde el tendido, no sea
que se abra alguna Puerta Grande de esas de medio pelo, es decir, de las de
oreja ramplona y oreja de peña taurina, que todo pudiera ocurrir. De momento,
había un Valencia en el cartel. ¡Ojo al dato y oído al parche!
Sea como fuere, el caso es que en la duodécima de abono se
dejó mucho granito al descubierto. ¿No
interesan los jóvenes valores? Pues mal asunto, porque si le damos la
espalda a la cantera, o la dinamitamos con exigencias desmesuradas (que es
peor) la cosa pinta de negro, de cara al futuro.
Vayamos con la novillada. Los “núñez” de Nazario Ibáñez se parecieron poco
entre sí, desde el precioso burraquito
fino de cabos y de estampa que abrió el festejo hasta el basto grandón,
aleonado, enmorrillado y acucharado de cuerna (un toro) que lo cerró. Todos sin
excepción mansearon, pero con matices, porque mansos, mansos, lo que se dice
mansos, solo lo fueron el quinto y el susodicho sexto; ahora bien, también los
mansos embisten y demandan adecuada lidia, incluso pueden ofrecer al triunfo en
bandeja a sus matadores. Así, por ejemplo, el lote de Álvaro Sanlúcar ofreció dos versiones bien opuestas: el primero,
flojo y descastado, anduvo por allí merodeando en derredor del torero y sus
utensilios de torear, permitiendo atisbar el buen sentido del arte del toreo
que tiene este joven sanluqueño, a quien, supongo aleccionará Diego Robles por los arenales de Bajo
de Guía; y el cuarto, un torito ya, negro salpicado,
caribello y abierto de palas, ofreció
galopadas que el novillero aprovechó en una faena de muleta de aguante y
sometimiento, cuando desde el cielo caía otra vez “la mundial”, pero sin granizo. Dos desarmes por bajar demasiado la
mano, deslucieron un trasteo meritorio y prometedor.
Los dos novillos de Gonzalo
Caballero también ofrecieron láminas y comportamientos desiguales: correcto
de presentación, abanto y corretón el segundo, pero con aprovechable dinamismo
en sus embates; altón, “montado”, ensillado y mansurrón el
quinto, aunque sus embestidas (oleadas, más bien), acabaron por atemperarse en
la faena de muleta. Caballero, que
no perdió ocasión de lucirse con el capote en saludos y quites, realizó dos
faenas de enorme entrega, superando el peligro añadido del ventarrón que se
desató durante su primera faena, en la que ligó cuatro tandas en redondo con la
derecha y una de naturales enfrontilado con el novillo, de mucho aguante y
notable ligazón, y repitió quietud y avaricia de espacios ante el quinto,
obsesionado con el hilván de los muletazos, a pesar de la escasa fijeza del “nazario” en cuestión. En ambos cerró el
trasteo con apretadas manoletinas y bernadinas, pero se mostró precipitado y
fallón con la espada. Saludó dos cariñosas ovaciones, pero no debe creer que,
de haber acertado con los aceros, hubiera abierto la puerta grande de Madrid. ¡Ja!, para eso están los miembros de la
guardia pretoriana de Las Ventas, con sus alabardas listas para aplacar
euforias excesivas.
El venezolano César
Valencia se topó con un novillo, el tercero, que coceó al peto en varas y
jamás humilló, desarrollando genio, y, para colmo llegó a la faena de muleta
cuando arreciaba el vendaval. El sexto parecía no tener parentesco alguno con
la estirpe que acredita la ganadería a la que pertenece. Si nos dicen que
estaba encastado en “atanasio-lisardo”, “torrestrella” o similar, lo creemos a pies
juntillas. De Núñez, poquito, y, además se aculó en tablas, midió al muchacho
en cada cite y le rebuscó a la salida de los muletazos cuando César se lo llevó a las afueras. Una
prenda, vamos. Pésima suerte la de este torerito de dinastía (los Valencia venezolanos), que entra a
matar de manera tan heterodoxa como eficaz.
Salimos de la novillada asoleados, remojados, venteados y
pelín apergaminados. Hechos un cromo, vamos.
FICHA DEL FESTEJO
Madrid, plaza de Las Ventas. Feria de San Isidro, 12ª de abono.
Ganadería: Nazario Ibáñez.
Novillada de dispareja presencia y generalizada mansedumbre en distinto grado,
descastado y anodino el primero, mansurrón y con movilidad el segundo, con
genio y sin entregarse el tercero, encastado y manejable el cuarto (el mejor),
manso sin fijeza el quinto y manso
también, pero cortando el viaje y con peligro el sexto (el peor).
Espadas: Álvaro Sanlúcar
(de purísima y oro), estocada caída (Silencio), estocada yéndose y atravesada
(Silencio); Gonzalo Caballero (de
celeste y oro), pinchazo, entera trasera y tendida y descabello (Aviso y
saludos), pinchazo feo y media ladeada (Saludos) y César Valencia (de gris perla y azabache), estocada tendida hábil
(Silencio) y estocada eficaz (Silencio).
Entrada: dos tercios.
Cuadrillas: Ángel y José Otero saludaron en banderillas.
Incidencias: tarde soleada hasta el cuarto novillo, durante cuya
lidia descargó una fuerte tormenta. Sopló con fuerza el viento, aunque después
de la tormenta amainó. Al término del
paseillo se guardó un minuto de silencio en memoria de Pepe Luis Vázquez, fallecido ayer.
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