FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN
Cualquier día la vamos a tener. Y gorda.
Cualquier día se nos van a hinchar las
narices, daremos media vuelta y en vez de irnos al refugio de la
prudencia, como víctimas de un palmario
abuso de nuestra paciencia y tolerancia, nos remangaremos ante quienes nos
escupen a la cara los insultos más dolorosos y las acusaciones más terribles e injustas, todo ello a voz en
grito, con una cercanía insolente y con una impunidad incomprensible. Ya basta.
He padecido en varias ocasiones el apaleamiento
verbal (al físico aún no han llegado, de momento) por parte de esa horda,
exigua en número pero agresiva en extremo, que protesta contra las corridas de
toros. Hombre, si protestaran con una intensidad razonable en sus proclamas, y apoyara
sus argumentos y pretensiones sin agredir al viandante que no participa de sus
legítimas vindicaciones, nada habría que alegar. ¿Quién puede cuestionar ese derecho?
Pero es que lo de las manifestaciones antitaurinas en las puertas de las plazas de toros está rebasando cualquier
supuesto del contrapunto verbal que de consuno se emplea para expresar la
oposición ante situaciones consideradas injustas o dignas de la más ácida
censura.
Llamar asesinos, hijos de puta o desear la
muerte inmediata y más horrible a quienes van a ejercer su no menos legítimo
derecho de presenciar una corrida de toros está ya a la orden del día. Eso, por
no hablar de lo que les sueltan a los
propios toreros cuando llegan a la Plaza, con la incertidumbre y la zozobra de
no saber si regresarán con bien de la aventura que está a punto de comenzar. A
unos y otros les increpan con una virulencia que acojona, les vomitan los insultos
a escasos metros de distancia, les llegan a apechugar y les amenazan con el palo
de sus pancartas.
A mayores, desde afuera, cuando el hombre
está frente al toro, agarran un megáfono
y siguen vociferando insultos e
imprecaciones varias, con el fin de desestabilizar a quienes se están jugando,
simplemente, la vida. Y nadie se atreve a poner coto a tamaño desvarío, no sea
que se les echen encima las aguerridas huestes de la guardia pretoriana de la
democracia.
A Morante de la Puebla (y a sus compañeros) se la han formado en
varias Plazas. La última, la Maestranza. Igual que hiciera en Murcia y
Valladolid, solicitó el amparo del delegado gubernativo –un poli–, para que solucionara la tenebrosa
situación que supone estar frente al toro tratando de crear la obra que demanda
su actividad artística mientras oye cómo la megafonía exterior desea que sea
corneado hasta morir. Nada.
Hoy por hoy, no hay guapo revestido de autoridad
que se avenga a plantarle cara a esta gente. Se le ocurre al Delegado del
Gobierno (del color político que sea, ¿eh?) mandar una dotación policial para
dispersar a los alborotadores e insultadores y se arma la de Dios es Cristo, además de aparecer al día
siguiente en los medios de comunicación,
retratando y comentando cómo la policía trata de forma “salvaje” a los
“pacíficos” manifestantes. Lo pueden,
hasta cesar. A la libertad de expresión se la pueden cepillar violándola en la
era del pueblo, pero siempre encontrará el celestineo de un democrático horror
a reconsiderarla en su justa medida.
Así que ni tocar. En esas estamos. De
espectáculo en espectáculo. Pantojas y escraches. Vapuleos, acosos indiscriminados,
amenazas, zarandeos y sálvame de luxe en prym time. Y los antitaurinos jactándose de su impunidad,
amedrentando con increíble procacidad,
transgrediendo espacios y normativas porque les amparan la libertad de
expresión y la inacción de los
mingafrías que deberían llamarles al orden.
Una vez, en México, a las puertas de la
Monumental de Insurgentes, un grupo de aficionados fuimos masacrados verbalmente por el pasillo humano
que conducía hasta el acceso principal
del recinto. De pronto, uno de los pancarteros le llamó asesino a quien me precedía,
un aborigen fornido bigotudo, muy propio del lugar. La respuesta fue inmediata. Todavía tengo la imagen patas
arriba del increpador y la cachazuda marcha
del increpado hasta la puerta del encierro, como si tal cosa. Fuese y no
hubo nada. Lo cuento, a sabiendas de que
ahora me lloverán exabruptos por incitar a la violencia. ¿Violencia? La de ellos. Pero cuidadín,
cuidadín, porque las cosas se están poniendo
en el país del color de la lombarda. Y cualquier día…
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