FERNANDO FERNÁNDEZ
ROMÁN
@FFernandezRoman
Espigando en los anales que cuentan cronológicamente el
proceso evolutivo de la fiesta de los toros, desde su origen venatorio a su
consolidación como hecho cultural de inequívoca raíz hispana, se puede
encontrar la costumbre ancestral practicada por algunos pueblos de la zona
geográfica más septentrional de la península ibérica de recibir al toro de
aquellas fiestas agrestes y cimarronas en las cercanías de la puerta del toril,
la mayoría de las veces formando un revoltón de cuerpos humanos, una montonera
de aguerridos varones –mujeres, entonces, no– que se apiñaban ante la bocana,
sentados en el suelo o tumbados a la bartola, según el grado de intrepidez o de
alcohol etílico de cada individuo, para dejarse pisotear o revolcar por el
furibundo animal que irrumpía en la Plaza. Aquélla situación, que bien
podríamos calificar de esperpéntica, por su dudosa practicidad y nula expresión
de dominio de la situación –ya de arte, ni hablamos–, aún se sigue practicando
de cuando en vez en algunos lugares de la vieja Castilla, Navarra y Aragón,
durante la suelta de vaquillas, un espectáculo menor que, en la actualidad,
sirve de complemento divertido a los festejos taurinos principales, organizados
generalmente para celebrar las fiestas patronales de la localidad.
De ello podemos colegir que, en cuestión de alardes
taurinos, esperar al toro cuando traspone la puerta de su última morada es
asunto de muy lueñe procedencia. ¿Y cuál es ese último recinto que guarda al
toro ante la inmediatez de su lidia?: el toril, el chiquero, la jaula oscura de
paredes lisas, es decir, la gayola. Es probable que el vocablo español gayola
provenga del portugués gaiola, pero su significado es el mismo: prisión,
encerradero.
Ahora, sigamos indagando en el capítulo de suertes del
toreo, y encontraremos el origen de la ejecución de esas suertes en una
incómoda –y riesgosa—posición, con el torero arrodillado en la arena. ¿A ton de
qué los toreos empezaron a ponerse de rodillas para torear?
Todos los indicios abocan en lo que se bautizó, ya bien
entrada la segunda mitad del siglo XIX, como la suerte del perdón, recurso de
contrición del torero que había tenido con anterioridad –incluso en otra
corrida– una desafortunada actuación. Con esta implorante actitud el hombre
reclamaba indulgencia al respetable público, que es como llaman los artistas y
actores aduladores a la muchedumbre que los habrá de juzgar. Se da por cierto
que tan gráfica expresión de humildad, asumiendo el tácito reconocimiento de un
fracaso, obraba el efecto pretendido, y el torero pasaba de ser vituperado a
ser de facto redimido de su pecado. Algunos tratadistas, dan por hecho que la
suerte del perdón fue ejecutaba magistralmente el señor Fernando el Gallo,
patriarca de una gloriosa dinastía de toreros, y su cambio de rodillas ha
pasado a la historia como el modelo que dio lugar a la larga cambiada, a guisa
de lance genuflexo.
De entonces acá han pasado muchos años, casi siglo y medio.
En la actualidad, son infinidad los toreros que se arrodillan para interpretar
pases de capa y muleta sin que imploren perdón alguno –bueno, algunos,
deberían–, sino como fórmula para impactar en los públicos menos doctos en
materia taurina o menos sensibles al arte del toreo; pero, sobre todo, nos
encontramos ante un aluvión de diestros que se van a la puerta del chiquero a
recibir al toro a porta gaiola, como se diría en portugués, o a portagayola,
como se dice en nuestro idioma. Allá va el torero, arrastrando el capote tras
de sí, acompañado por un discreto palmoteo, midiendo el terreno donde
finalizará su andadura, hasta terminar por doblar las rodillas, posarlas en la
arena y ordenar al torilero que le mira con resignación: ¡Suéltalo ya!…
Lo tengo comprobado: más o menos el noventa por ciento de
estos alardes acaban en un fiasco. El toro –o novillo–, deslumbrado y
sorprendido, no embiste, sino topa con aquella figura que se encuentra de
sopetón y pasa por allí sin ser sometido ni toreado, en el mejor de los casos.
En la inmensa mayoría, repito, el agalludo gesto tiene un desastrado desenlace,
con el torero dando un grotesco respingo, el toro pasando por encima de su
cabeza y el capote hecho un rebuño. Y a todo esto, el público –el respetable de
los aduladores–, se lo toma con un cierto punto de hilaridad, cuando no con una
burla mal encubierta.
Se dice todo esto desde el mayor respeto a quienes se
atreven a semejante temeridad, pero estoy convencido de que la intención y el
resultado –la rentabilidad del gesto, en definitiva– mantienen una brutal
desproporción. A mayores, las espeluznantes cogidas surgidas en este trance son
tan numerosas, tan reiterativas y con tan graves consecuencias, que bien
merecen una pequeña reflexión.
Es obvio que cuando el toro sale al ruedo tiene su poder
omnímodo en su máxima expresión. Se encuentra deslumbrado por el sol y aturdido
por un ambiente insólito. En ese momento, el torero no tiene datos acerca de su
embestida y su carácter, actúa por impulsos, al buen tun-tun, al aliguí, que
dicen en mi tierra. Tira la moneda, a ver qué sale. Se juega la vida a la
ruleta rusa de quien aparece frente a él con dos muertes sin estrenar, que
diría el poeta Benítez Carrasco. ¿Que tiene mérito afrontar semejante tesitura?
¡Qué duda cabe! Ni por asomo se me ocurriría minimizar una situación de tan
palpitante dramatismo.
Debo confesar, sin embargo, que cuando veo el paseíllo del
torero que acude a portagayola, lejos de confortarme el hecho fehaciente de que
va a arrostrar un peligro inminente, tuerzo el gesto, me impaciento y hago
votos porque todo aquello acaba felizmente, y cuanto antes. Son demasiados los
percances que he presenciado, algunos con tinte de horripilantes. Los nombres
de Franco Cardeño, Pepe Luis Vargas, David Mora… se me vienen a la memoria en
este momento por las tremendas consecuencias de sus portagayolas; pero hay
muchos más, que sin haber sufrido tan gravísimas cornadas se han hincado de
rodillas para practicar esta suerte. Que ellos mismos hagan examen de
conciencia y digan en qué les favoreció tan aventurado alarde. Solo se me
ocurre citar –por su carácter insólito— la portagayola en la Maestranza de
Morante, a consecuencia de un rebote con el público de Sevilla. Pura anécdota.
Hace apenas unas horas, Fernando Robleño ha recibido en
Madrid una cornada poco profunda en la región cercana al tórax que no ha
penetrado, por fortuna, en la cavidad pulmonar, y a Padilla, el día anterior en
Zaragoza, un toro de Cuvillo por poco le revienta la cabeza. Son los dos
últimos sucesos de portagayolas con negativo desenlace. Pocos días antes,
Cayetano también se fue a los chiqueros, a esperar al toro, para reivindicar
que él está dispuesto a morir por ese toro, no como los desalmados que dicen
protegerle –no a Cayetano, al toro–; pero el caso de Juan José Padilla y sus
saludos de rodillas ante el chiquero, es particularmente significativo. Le he
visto ser literalmente masacrado por un miura en Sevilla, llevado de punta a
punta del ruedo de Illumbe, en San Sebastián, prendido del cuello por un
victorino… y tantas y tantas portagoyolas frustradas, que él se empeña en
retomar en numerosas tardes de toros.
Es probable que esta suerte sea una apuesta riesgosa que se
toma como reclamo efectivo para ganarse al público, pero es tanta la
proliferación que se ha convertido en una rutina apenas valorada. Ténganlo en
cuenta algunos toreros. De ellos depende que la suerte del perdón no se
convierta en una imprudencia… imperdonable.
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