Francisco Coello
Ugalde
A partir del 12 de octubre de 1930 en México, quedaban atrás
los tiempos en que la suerte de varas se practicaba en forma primitiva, donde
sólo una silla de montar y la habilidad del varilarguero permitían la práctica
de una suerte que requería de habilidad, y en ese sentido los vaqueros y
picadores, porque lo eran en aquellos años finales del XIX y comienzos del XX,
realizaban aquel procedimiento en el que los toros recibían cierto castigo que
terminaba más por resabiar al ganado.
Pocos fueron los picadores que destacaron, a pesar de que el
tercio correspondiente era en absoluto protagónico. Allí están Magdaleno Vera,
Agustín Oropeza, Celso González, José María Mota “El hombre que ríe”, Arcadio
Reyes “El Zarco”, Salomé Reyes, Gumaro Recillas y otros.
Las crónicas que recogen festejos taurinos en el último
cuarto del siglo XIX tenían un común denominador. La corrida fue buena en la
medida en que los toros mataron 20 caballos. Si solo salieron heridos, entonces
el festejo había resultado francamente “malito”. Y en algo remediaron los
picadores el oficio cuando colocaron en el pecho de los caballos una cubierta
más, a modo de peto primitivo que
despectiva y peyorativamente el pueblo denominó “baberos”.
Ciertos caballos, no todos, llevaban la “anquera” que el
lenguaje coloquial apuntaba su uso para “quitarle las moscas” a los jamelgos
(es decir lo nerviosos). Así que con aquellos dos aderezos el tercio de varas
fue práctica común hasta que llegaron los picadores españoles que, como Manuel
Martínez “Agujetas” los que impusieron el estilo hispano y con ello incluso se
inició cierta competencia, pues no faltó personaje como Francisco Olvera
“Berrinches” o los hermanos Adolfo y Juan Aguirre “Conejo grande” y “Conejo chico”,
incluso aquel célebre piquero “El Güero” Guadalupe, que hicieron suya la
práctica y fueron muy habilidosos, certeros hasta el punto de convertirse en
héroes de muchas jornadas.
Sin embargo, un proceso de depuración en la corrida moderna
estaba siendo analizado desde años atrás en España, por lo que Miguel Primo de
Rivera autorizó en 1928 el uso de tales aditamento con un objeto civilizador,
evitando así la muerte de infinidad de caballos en los cientos de festejos que
se celebraron hasta entonces en la península ibérica. Considerando que aquella
medida había conseguido su propósito, tal se extendió hasta nuestro país, por
lo que en el festejo del 12 de octubre de 1930 se vio protegida por primera vez
la cuadra de caballos por un peto, más bien pequeño, que intentaba poner a
salvo a los jamelgos de heridas por cuerno de toro en forma por demás notable.
Esa tarde, además de la efeméride aquí relatada, se
convirtió en la primera de la temporada 1930-1931 en el “Toreo” de la Condesa.
Toreaban Luis Freg y Pepe Ortiz que compartían cartel con el español Gil Tovar,
lidiándose un encierro de Atenco. Parece ser que las cosas no pintaron bien y
todo se redujo a una gran estocada de Freg y otros tantos lances de Ortiz.
Pero lo significativo aquí fue el hecho de que Saturnino
Bolio “Barana” fue el primero en picar portando el caballo el respectivo peto.
El toro se llamó “Zarapero” y tras cumplirse con el requisito, Luis Freg se
dirigió hasta la barrera de sombra donde estaba el presidente de la República,
Ing. Pascual Ortiz Rubio, a quien le brindó el primero de la tarde.
Pasados los años, el peto creció en tamaño, e incluso se
establecieron pesos en los diversos reglamentos y el último de ellos establece
en su Artículo 44:
"Los caballos que se utilicen en la suerte de varas
deberán ir protegidos con un peto y accesorios con un peso de veinticinco
kilogramos como máximo, a base de materiales ligeros pero resistentes, como
yute, algodón, lana, hule espuma u otro similar aprobado previamente por la
Delegación, para evitar que el toro sufra más castigo del estrictamente
necesario. En ningún caso se permitirá colocar protecciones al cuerpo del
caballo en adición al peto y sus accesorios. El estribo derecho de la montura
deberá estar forrado con material ahulado."
Para terminar, recuerdo un pasaje de la zarzuela “La verbena
de la paloma” donde en una de sus partes se canta “…los tiempos cambian una
barbaridad”. Y efectivamente han cambiado para bien de una fiesta que hoy día
merece ser renovada como imperativo para que subsista. Cambia la forma, no el
fondo.
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