Pamplona,
90 años despues de Hemingway y su "Fiesta"
RICARDO
FRESÁN
Diario EL
PAIS de Madrid
Noventa años después de su publicación, la novela
Fiesta sigue siendo un gran libro cuyo tiempo ha pasado (sus hoy lugares
comunes fueron, tenedlo claro, descubiertos por primera vez por y en él), pero
para el que no ha pasado el tiempo. Solo su primer capítulo enseña más que todo
un taller universitario de escritura creativa. No ocurrió lo mismo —no ocurre
con nadie—con su autor.
Hacia el final de su vida, caían sobre Hemingway
los relámpagos del electroshock, intentaba arrojarse a las hélices en marcha de
aviones a punto de despegar y sollozaba un “Ya no sale”. En julio de 1961 —con
el pasado y el presente, lo que fue y lo que pudo haber sido, la verdad y la
mentira confundiéndose en la trama de sus días—, Hemingway, un amanecer de hace
ayer 55 años, se sentó a mirar fijo el ojo de un rifle. Y el sol dejó de salir.
Lo primero que el lector encuentra en The Sun Also
Rises (la novela traducida al español como Fiesta, título con el que su autor
se refería a ella mientras la escribía) es eso de “Ningún personaje en este
libro es el retrato de persona real alguna”. Esto, por supuesto, no es cierto;
y de ahí que arranque así, mintiendo. Una vez colada esa advertencia justo al
principio, todo vale y vale todo, una regla que conoce cualquier narrador.
No tenía problemas en hundir a todo aquel que lo
rodease. Y sus libros no contaban con suficientes botes salvavidas
Hemingway, también se conoce: era un gran escritor
y un muy mal tipo. A la hora de trasladar al plano vital los preceptos de su
célebre teoría literaria del iceberg (el que solo se atisbe la punta de la
trama y el resto permanezca sumergido), para él todos eran el Titanic. Sí,
Hemingway no tenía problemas en hundir a todo aquel que lo rodease. Y sus
libros no contaban con suficientes botes salvavidas para tantas esposas e
hijos. Capítulo aparte merecen los colegas que habían tenido la osadía de
ayudarlo en su carrera, como Sherwood Anderson, Ezra Pound, Gertrude Stein,
John Dos Passos y Ford Madox Ford, y muy en especial (torturándolo a lo largo
de los años y hasta su triste y solitario final, con algo demasiado parecido al
sadismo) Francis Scott Fitzgerald, quien aportó sugerencias precisas y cortes
decisivos que mejoraron notablemente el manuscrito de Fiesta. Esto lo prueba la
indispensable reedición de la novela en 2014 The Hemingway Library, que incluye
descartes y la crónica/génesis para The Toronto Star Weekly ‘Pamplona, July
1923’. Ya se sabe que no hay defecto más incómodo y vergonzante que la gratitud
para todo aquel necesitado de creerse un hombre hecho a sí mismo, que además entiende
la vida como un safari.
Fiesta no es la excepción a esta regla —es casi la
norma fundacional— de la fómula Papa de creación por aniquilación. Un libro
recién aparecido en EE UU cuenta ahora las historias tras su historia y anuncia
sus intenciones ya desde su muy astuto, expresivo y sincero título: Everybody
Behaves Badly. Porque como se lee en Fiesta, “todo el mundo se comporta mal si
le das una buena oportunidad”, y la investigación de Lesley M. M. Blume lo deja
claro. La periodista no deja botella de Pernod sin descorchar o cama sin
destender ni a luminoso personaje supuestamente imaginario sin descubrirle su
sombra real. Este after party de Fiesta se une a otras vitales autopsias de
obras maestras (recientemente las hubo de Alicia en el País de las Maravillas,
de El retrato de una dama, de Huckleberry Finn, de El gran Gatsby, de Ulises,
de Lolita y de Doctor Zhivago).
Fiesta es un muy bien dotado roman à clef e
impotente love story (pocas cosas le interesaban más a Hemingway que la
sexualidad y tamaños ajenos como maniobra distractora para no pensar en lo que
ocurría entre sus piernas y dentro de su cabeza), también una puesta al día del
mito de Circe y de las novelas de Henry James con apolíneos norteamericanos
desmelenándose en el dionisiaco viejo mundo.
La novela de Hemingway es una de las mejores guías
de turismo aventura jamás escritas. Da saltos a lo largo de 1925 entre Francia
y España, poniendo a Pamplona y al ritual de los sanfermines en el mapa del
imaginario colectivo. También es uno de los textos clave de lo que sería
conocido (Gertrude Stein dixit desde el epígrafe) como la Generación Perdida
recuperando el tiempo extraviado en la I Guerra Mundial. Seguramente, la mejor
novela publicada en vida por Hemingway y antecedente existencial-sentimental de
En el camino, de Jack Kerouac, y de tanto tótem iniciático posterior. Y, last
but not least, en buena parte el libro es el culpable inicial que autoriza a
extranjeros a venir a hacer el jackass en playas y discotecas y balcones y
piscinas de hotel.
Fiesta, en perspectiva, es también la piedra
fundamental del automitómano parque temático Papa Hemingwayland que, de tanto
visitarlo, convirtió a su arquitecto en un adicto a su propia leyenda en la que
el personaje devino en caricatura y pastiche de sí mismo.
Pero antes de todo eso, en el Quartier Latin, el
joven cuentista y corresponsal extranjero, casi desconocido pero en todos los
lugares correctos, se sentó a escribir este perfecto retrato de su tiempo y de
los suyos. Todo orbitando alrededor de la pasión ya imposible de consumar entre
el personaje de la aristócrata bohemia Lady Brett-Ashley (directamente
inspirada en Lady Duff Twysden) y Jake Barnes (llamado Hem en una primera
versión, pero con una herida de guerra más grave e “imposibilitante” que la de
su creador). Los acompañan el judío errante llamado en la novela Robert Cohn
(el también escritor y hoy casi olvidado Harold Loeb, anfitrión generoso de
recién llegados a la café society parisiense, compañero de tenis de Hemingway y
rival en casi todo lo demás, incluyendo las atenciones de la volátil y
promiscua Lady, por la que llegaron a los golpes), el igualmente inestable y
etílico prometido de la Lady en cuestión Mike Campbell (alter ego del arruinado
Pat Guthrie) y una manada de aristócratas decadentes y expatriados británicos y
norteamericanos y algún torero (acaso el único centro moral del asunto)
reescrito a partir de los matadores Pedro Romero y Cayetano Ordóñez, y muchos
toros.
La virtud del muy bien escrito y estructurado
libro de Blume es que hace muchas cosas y todas las hace bien. Funciona como
estudio crítico; como panorama histórico; como biografía de una personalidad
patológica que ya trazaba fríamente el plan de inevitable celebridad
descartando primera esposa y aliándose y traicionando según convenga; como
making of editorial de lo que resultó ser un muy risqué e instantáneo best
seller (abundan en él destellos de antisemitismo y homosexualidad); y como
encendido libro de fan. Blume consigue el primario efecto secundario deseado a
las pocas páginas: la necesidad impostergable de volver a leer Fiesta.
Esta semana —invocando más su vida que su obra—
miles de personas reales correrán por las calles de Pamplona intentando que
ningún miura los convierta en personajes de selfies y tuits mucho pero mucho
peor escritos y enfocados que la perfecta e insuperada Fiesta.
Me pregunto cuántos de ellos la habrán leído.
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