jueves, 28 de julio de 2016

NOTAS PARA UN DEBATE SERENO - De liberadores de animales y antitaurinos

"Es preciso distinguir entre un animalismo violento, --claramente delictivo y reprimible por los poderes públicos en defensa de la libertad de todos-- de un movimiento antitaurino prohibicionista que usa para alcanzar su fin prohibitorio exclusivamente medios legales, sin agresiones, coacciones ni escraches, que es plenamente legítimo y al que hay que dar respuesta con la razón y la dialéctica. De ambos se separa un antitaurinismo no prohibicionista, que (....) se manifiesta contrario a su prohibición en base al principio de libertad de conducta de las personas". Así se expresa José I. De Prada Bengoa en un bien argumentado artículo, que con acierto centra una cuestión muy de actualidad.

José I. De Prada Bengoa
Unión de Abonados de España

El llamado movimiento de liberación animal  que   pretende reconocer derechos a los animales, equiparándolos a los humanos, usando la intimidación y la violencia  cuando le  conviene,  supone una regresión histórica descomunal. Echa por tierra las bases del Humanismo alcanzado desde el  fin de  la Edad Media que  proclamó   la soberanía del hombre sobre la naturaleza --para gobernarla  y respetarla--   y  la dignidad de la persona como base del orden social.

Equiparar, como hace el animalismo más radical,  la persona humana con el animal  en el trato,  los afectos, las  necesidades y las  obligaciones significa  colocarnos en una pendiente que  conduce directamente al totalitarismo. Hay, en sus mentes más atrevidas,  un  plan oculto cuyo primer paso es la prohibición de  las corridas de toros y  la presencia de animales en espectáculos, circos, carreras y zoos, para  acabar  eliminándolos   como   fuente de alimentación y vestido para el género humano.

La aspiración última del movimiento vegano, en su dimensión política más extrema, aspira a imponer un  régimen alimenticio en el que desaparecerán   los productos de origen animal como la carne, el pescado, los huevos y la leche y sus derivados. A través de  una dieta impuesta como en las órdenes medievales   se  aspira a    uniformar el comportamiento humano y a favorecer  una  convivencia idílica  entres  seres purificados,  libres de instintos violentos y de intereses contrapuestos. Un remedo de paraíso terrenal.

La prevalencia de las necesidades humanas sobre las de los animales  es negada por el núcleo duro del pensamiento animalista extremo. Los animalistas  radicales  se oponen  al progreso de la medicina  a través de  la experimentación o el sacrificio de  animales  y pasan por alto tratos aberrantes como la de aquella señora de Miami  que paseaba a su perra chihuaha  con un  collar Cartier de diamantes y a la que  dejó en herencia al morir   dos millones de dólares. Más cerca,  hemos asistido  atónitos al caso del perro  Scalibur, presunto portador del ébola, cuya vida se defendió con desprecio total al  riesgo de contagio humano.

El teórico más importante del pensamiento animalista radical, el filósofo americano Peter Singer  mantiene  en una  obra  de título tan revelador como “Desacralizar la vida humana”  que el animal humano y el no humano son  “seres sintientes” con capacidad para experimentar  dolor y felicidad. Y que, por tanto,  el trato  o los recursos que se destinan a ambos, en caso de incompatibilidad, debe estar en función de esa  capacidad sensitiva del hombre y del animal. Por ello,  animales  no humanos  con alta capacidad  perceptiva  deben ser  atendidos con preferencia sobre  aquellos  humanos  que presenten    graves deficiencias  como  las personas en coma , los fetos, o los recién nacidos  con grave discapacidad.

Excuso decir  que las personas individualmente, o  asociadas   en círculos afines,  gozan  en nuestras sociedades modernas  del derecho de  organizar sus vidas  con arreglo a sus valores y a sus gustos.  Pero tan sagrada como esa libertad  es la de los demás para disponer de  la suya sin  coacciones ni interferencias.

Los movimientos animalista  o el vegetariano son amplios y abarcan  sensibilidades distintas, algunas  con  intenciones  sanas   de mejora de nuestra relación con los animales, de preservación de la naturaleza o de mejora de la calidad de nuestra forma de alimentarnos. Pero detrás, y en los márgenes de esa corriente, intenta apostarse un movimiento   que  aspira  a la  utopía de un mundo libre de  opresión, que justifica  para lograrla  el empleo de la violencia, y cuya primera meta es la  liberación animal.

La faz totalizadora  de ese movimiento presenta una de sus manifestaciones más claras en el antitaurinismo  prohibidor  de  las corridas  de toros,  del que hoy se ha contagiado un sector de la izquierda más radical, desconocedora de las raíces populares de la Fiesta. Después de haber perdido el referente  de  la explotación  de la clase trabajadora  tras las experiencias  soviética, china  o coreana, pretenden encontrar  en reivindicaciones  sectoriales como la  explotación animal una ocasión de  canalizar  el  victimismo   inherente  a  sus programas  y a sus aspiraciones  para alcanzar el poder.

En Francia   incendiaron  la casa  de André Viard, ex torero y Presidente del Observatorio de las Culturas Taurinas, con su familia dentro. Allí  se han dado agresiones  a los asistentes a los cosos taurinos, y han  osado  abrir las puertas de  los corrales y de los  camiones de transporte  para que escaparan las reses por las calles con el consiguiente peligro público. La   intervención de la guardia republicana y la defensa de la tauromaquia  que lleva a cabo  el Gobierno francés y los Prefectos de los Departamentos  han  logrado ir poniendo coto a estas acciones. En Francia, además,  se  han  prohibido las manifestaciones antitaurinas  coincidentes  con  los días y  las horas de celebración de los festejos.  

En España, la violencia antitaurina, salvo casos aislados como la paliza a  una candidata de Vox en Cuenca, adopta la forma del insulto, la injuria y la coacción verbal a los asistentes a las plazas, con una   permisividad de las autoridades  que esperamos acabe cuanto antes. La militancia antitaurina, bien organizada y subvencionada por algunas multinacionales  de alimentación y cuidados  de mascotas, manifiesta su hostilidad tratando de  cargarse   o  enfriar  el aire festivo de los eventos taurinos, enrareciendo el clima con insultos a los toreros y aficionados y haciendo  antipática la concurrencia a la plaza. Seguir los pasos de Francia en la defensa de la Fiesta taurina debiera ser el objetivo de las asociaciones taurinas y de los responsables del orden público.

En cualquier caso, es preciso distinguir entre un animalismo violento, --claramente delictivo y reprimible por los poderes públicos   en defensa de la libertad de todos-- de  un movimiento antitaurino prohibicionista que  usa para alcanzar su fin prohibitorio exclusivamente  medios legales, sin agresiones, coacciones ni escraches, que es plenamente legítimo y al que hay que dar respuesta  con  la razón y  la dialéctica.

De ambos se separa un antitaurinismo   no prohibicionista  que  aunque no considera a los toros  patrimonio cultural  ni desea    su promoción  por las autoridades, se manifiesta contrario a su prohibición en base  al principio de libertad de conducta  de las  personas. Esta es   una  opción  tan legal  como la  nuestra de  defender   y promocionar  la tauromaquia como bien cultural   y   patrimonio artístico  de nuestro país.

Dicho esto, y  enfocando ahora  a los animalistas y prohibicionistas,  sorprende  que  utilizan para sus fines argumentos  que demuestran no  haber presenciado nunca una corrida de toros,  ni haber sentido de cerca la presencia  de ese maravilloso animal en  su hábitat natural,  la dehesa. Se identifican con un toro al que no conocen, ajenos completamente a lo que sienten de verdad  los  actores y asistente a un  espectáculo al que  Federico García Lorca  no dudó en calificar, con fervor encendido, como  “la mayor  riqueza poética y vital de España”

El contagio social de un  animalismo   mal entendido, o  falsificado,  se ve favorecido  por el paulatino  alejamiento de la naturaleza  y   de las vivencias del mundo rural de la mayoría de la población urbana:   los  corrales de las casas con aves y conejos, los  perros de  guarda o de caza, los animales de tiro o labranza, los establos,   la  matanza  en casa  para el abastecimiento de  carne, la pesca en el río o la persecución de las alimañas  en el monte  etc.. Son experiencias vitales sustraídas a la vida de buena parte de la población.

Hoy desde pequeños  la relación con el mundo animal  pasa  por  los muñecos  de peluche o los dibujos animados en los  que los animales  hablan, juegan y sienten como las personas, lo cual fácilmente  inclina  a  considerarlos  y tratarlos  como iguales a nosotros  con ignorancia supina de su ser real. Esto lleva a  humanizarlos, es decir, a convertirlos en algo distinto a lo que son o han sido hasta ahora,  a  desnaturalizarlos.

En puridad,  al    tratar  sobre los  animales  no   podemos   ignorar sus diferencias abismales  ni   usar un solo criterio para referirnos a   ellos.  Es absurdo  no distinguir entre  un  animal doméstico y  uno salvaje.  Perro, gato, lobo, hiena, elefante, rata, hormiga, cucaracha,  golondrina, pez,  bacteria, vaca,  ave de rapiña etc.  son diferenciables  y cumplen respecto al hombre funciones distintas  por lo que    debemos  adecuar su trato con ellos   a sus características y a   los servicios o   utilidad  que nos prestan,  como sostiene el pensador y  aficionado taurino francés Francis Wolf en una  obra de lectura   imprescindible :  Filosofía de las corridas de toros.

Dentro de ese multifacético mundo animal al servicio razonable   del hombre,  al toro bravo le corresponde  -con  una  vida privilegiada y  una muerte digna  cara a cara con un hombre que se juega la suya en ese trance- el favor de protagonizar  y   permitir  a la humanidad  la pervivencia de un mito ancestral, transformado en arte desde el siglo XVIII.

La corrida de toros es  un rito-espectáculo  en el que el hombre pone a prueba su entereza  ante un peligro mortal,  transformando la  violencia  de la acometida   de un animal   en  una  cadencia   de   movimientos   que trazan una expresión corporal bella y liberadora de tensiones materiales.  Algo así como la transformación  del preludio  de un drama en  un poema plástico.

Ese   rito, como tal sometido a una liturgia decantada en el tiempo, debe culminar  en el  triunfo  simbólico de la vida humana  sobre la muerte encarnada en la del animal. Un final feliz  que  libera al espectador de sus miedos  previos por la suerte de su semejante, que le llena de admiración  hacia  él como   autor de una   proeza ejemplar, y  que le   da ocasión para  celebrar ese   final feliz, con gozo, como  una fiesta. De ahí el nombre de Fiesta de los Toros.

Esta Fiesta que si bien nos hace olvidar por unos momentos que toda victoria sobre la muerte es provisional,  pues la Parca  es  paciente, también  nos enseña que a la hora de la verdad deberemos  afrontarla con  parecida entereza y  dignidad con que mostró  el torero en el ruedo.

Si  pasamos la vida aprendiendo a morir, como  decía Francois Mitterrand, y si el Arte  tiene vocación de no perecer, Ars Longa, Vita Brevis, la tauromaquia  nos ofrece una lúcida  lección  para  vivir una vida bella y afrontar  con valor  su destino final.

 Los  animalistas, que nos acusan  de asistir a los festejos para  alegrarnos viendo  torturar a los toros, no pueden ver ni sentir nada de esto. Son incapaces de  comprender  lo que pasa por la mente y el corazón de un torero o de calar en  los sentimientos  de los espectadores. Ellos se identifican  con el toro, como si fuera una persona humana  transfigurada como el dios Zeus  en bovino, sin respeto a  su condición, su vida y su destino.

Dos consideraciones  finales.   Primera,  mal puede llamarse tortura  a  un acto  en el que el  torturado embiste al torturador  poniendo en peligro la vida de éste o hiriéndole gravemente en tantas ocasiones. Calificar  a un torero de torturador viendo los rostros de Padilla, de Julio Aparicio o de  Jiménez Forte con el rostro atravesado por un asta de toro  pone en duda la honestidad y  la humanidad  de quienes lo hacen. Por no recordarles que  las dos cumbres  del toreo  del siglo XX, Joselito y Manolete, dejaron su vida en el ruedo.

Segunda.  Un  animalista  (no vegano)  nunca  podría comer  un  solomillo    sin pensar en el animal sacrificado en el matadero  tras un transporte forzado   y una penosa vida en el establo. El  consumo de carne o pescado, habrá que recordarle,  no es una necesidad  alimentaria obligada,   sino una elección entre  otras  alternativas  igualmente ricas   en aporte de proteínas. Una elección basada en hábitos y preferencias placenteras de orden cultural  que  hacen que  el animalista  no se  sienta ni caníbal ni maltratador de animales al sentarse a la mesa. Y es que  también  la gastronomía, como la tauromaquia, es  cultura y no tortura.

El toro es el bovino mejor tratado  por  su hábitat, alimentación y régimen de vida  libre, hasta el punto que los aficionados lo  elegirían   entre todos los animales para reencarnarse  en él de creer en  las mitologías orientales del eterno retorno. Y sabemos  que  la mayor tristeza de un ganadero  es la de tener que mandar  un toro bravo  al matadero, destino forzoso del ganado manso.

La tauromaquia libró a las reses bravas de una vida estabulada, de un destino temprano  en el  matadero o de la castración para ser uncidos a un carro a un arado. Si se cumplieran los negros presagios animalistas la ganadería brava  desaparecería  en poco tiempo para ser pasto de despiece en el matadero. Por ello, la tauromaquia  no solo  es una fuente  de cultura para  los pueblos que la aman sino la   mejor   liberación  posible  para las reses de lidia,  y más aún para  sus progenitoras y sus raceadores.

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