"Es preciso distinguir entre
un animalismo violento, --claramente delictivo y reprimible por los poderes
públicos en defensa de la libertad de todos-- de un movimiento antitaurino
prohibicionista que usa para alcanzar su fin prohibitorio exclusivamente medios
legales, sin agresiones, coacciones ni escraches, que es plenamente legítimo y
al que hay que dar respuesta con la razón y la dialéctica. De ambos se separa
un antitaurinismo no prohibicionista, que (....) se manifiesta contrario a su
prohibición en base al principio de libertad de conducta de las personas".
Así se expresa José I. De Prada Bengoa en un bien argumentado artículo, que con
acierto centra una cuestión muy de actualidad.
José I. De Prada Bengoa
Unión de Abonados de España
El llamado movimiento de liberación animal que
pretende reconocer derechos a los animales, equiparándolos a los
humanos, usando la intimidación y la violencia
cuando le conviene, supone una regresión histórica descomunal.
Echa por tierra las bases del Humanismo alcanzado desde el fin de
la Edad Media que proclamó la soberanía del hombre sobre la naturaleza
--para gobernarla y respetarla-- y la
dignidad de la persona como base del orden social.
Equiparar, como hace el animalismo más radical, la persona humana con el animal en el trato,
los afectos, las necesidades y
las obligaciones significa colocarnos en una pendiente que conduce directamente al totalitarismo. Hay,
en sus mentes más atrevidas, un plan oculto cuyo primer paso es la prohibición
de las corridas de toros y la presencia de animales en espectáculos,
circos, carreras y zoos, para acabar eliminándolos como
fuente de alimentación y vestido para el género humano.
La aspiración última del movimiento vegano, en su dimensión
política más extrema, aspira a imponer un
régimen alimenticio en el que desaparecerán los productos de origen animal como la
carne, el pescado, los huevos y la leche y sus derivados. A través de una dieta impuesta como en las órdenes
medievales se aspira a
uniformar el comportamiento humano y a favorecer una
convivencia idílica entres seres purificados, libres de instintos violentos y de intereses
contrapuestos. Un remedo de paraíso terrenal.
La prevalencia de las necesidades humanas sobre las de los
animales es negada por el núcleo duro
del pensamiento animalista extremo. Los animalistas radicales
se oponen al progreso de la
medicina a través de la experimentación o el sacrificio de animales
y pasan por alto tratos aberrantes como la de aquella señora de
Miami que paseaba a su perra
chihuaha con un collar Cartier de diamantes y a la que dejó en herencia al morir dos millones de dólares. Más cerca, hemos asistido atónitos al caso del perro Scalibur, presunto portador del ébola, cuya
vida se defendió con desprecio total al
riesgo de contagio humano.
El teórico más importante del pensamiento animalista
radical, el filósofo americano Peter Singer
mantiene en una obra
de título tan revelador como “Desacralizar la vida humana” que el animal humano y el no humano son “seres sintientes” con capacidad para
experimentar dolor y felicidad. Y que,
por tanto, el trato o los recursos que se destinan a ambos, en
caso de incompatibilidad, debe estar en función de esa capacidad sensitiva del hombre y del animal.
Por ello, animales no humanos
con alta capacidad perceptiva deben ser
atendidos con preferencia sobre
aquellos humanos que presenten graves deficiencias como
las personas en coma , los fetos, o los recién nacidos con grave discapacidad.
Excuso decir que las
personas individualmente, o
asociadas en círculos
afines, gozan en nuestras sociedades modernas del derecho de organizar sus vidas con arreglo a sus valores y a sus
gustos. Pero tan sagrada como esa
libertad es la de los demás para
disponer de la suya sin coacciones ni interferencias.
Los movimientos animalista
o el vegetariano son amplios y abarcan
sensibilidades distintas, algunas
con intenciones sanas
de mejora de nuestra relación con los animales, de preservación de la
naturaleza o de mejora de la calidad de nuestra forma de alimentarnos. Pero
detrás, y en los márgenes de esa corriente, intenta apostarse un
movimiento que aspira
a la utopía de un mundo libre
de opresión, que justifica para lograrla
el empleo de la violencia, y cuya primera meta es la liberación animal.
La faz totalizadora
de ese movimiento presenta una de sus manifestaciones más claras en el
antitaurinismo prohibidor de las
corridas de toros, del que hoy se ha contagiado un sector de la
izquierda más radical, desconocedora de las raíces populares de la Fiesta.
Después de haber perdido el referente
de la explotación de la clase trabajadora tras las experiencias soviética, china o coreana, pretenden encontrar en reivindicaciones sectoriales como la explotación animal una ocasión de canalizar
el victimismo inherente
a sus programas y a sus aspiraciones para alcanzar el poder.
En Francia
incendiaron la casa de André Viard, ex torero y Presidente del
Observatorio de las Culturas Taurinas, con su familia dentro. Allí se han dado agresiones a los asistentes a los cosos taurinos, y han osado
abrir las puertas de los corrales
y de los camiones de transporte para que escaparan las reses por las calles
con el consiguiente peligro público. La
intervención de la guardia republicana y la defensa de la
tauromaquia que lleva a cabo el Gobierno francés y los Prefectos de los
Departamentos han logrado ir poniendo coto a estas acciones. En
Francia, además, se han
prohibido las manifestaciones antitaurinas coincidentes
con los días y las horas de celebración de los
festejos.
En España, la violencia antitaurina, salvo casos aislados
como la paliza a una candidata de Vox en
Cuenca, adopta la forma del insulto, la injuria y la coacción verbal a los
asistentes a las plazas, con una
permisividad de las autoridades
que esperamos acabe cuanto antes. La militancia antitaurina, bien
organizada y subvencionada por algunas multinacionales de alimentación y cuidados de mascotas, manifiesta su hostilidad
tratando de cargarse o
enfriar el aire festivo de los
eventos taurinos, enrareciendo el clima con insultos a los toreros y
aficionados y haciendo antipática la
concurrencia a la plaza. Seguir los pasos de Francia en la defensa de la Fiesta
taurina debiera ser el objetivo de las asociaciones taurinas y de los
responsables del orden público.
En cualquier caso, es preciso distinguir entre un animalismo
violento, --claramente delictivo y reprimible por los poderes públicos en defensa de la libertad de todos-- de un movimiento antitaurino prohibicionista
que usa para alcanzar su fin
prohibitorio exclusivamente medios
legales, sin agresiones, coacciones ni escraches, que es plenamente legítimo y
al que hay que dar respuesta con la razón y
la dialéctica.
De ambos se separa un antitaurinismo no prohibicionista que
aunque no considera a los toros
patrimonio cultural ni desea su promoción por las autoridades, se manifiesta contrario
a su prohibición en base al principio de
libertad de conducta de las personas. Esta es una
opción tan legal como la
nuestra de defender y promocionar la tauromaquia como bien cultural y
patrimonio artístico de nuestro
país.
Dicho esto, y
enfocando ahora a los animalistas
y prohibicionistas, sorprende que
utilizan para sus fines argumentos
que demuestran no haber
presenciado nunca una corrida de toros,
ni haber sentido de cerca la presencia
de ese maravilloso animal en su
hábitat natural, la dehesa. Se
identifican con un toro al que no conocen, ajenos completamente a lo que
sienten de verdad los actores y asistente a un espectáculo al que Federico García Lorca no dudó en calificar, con fervor encendido,
como “la mayor riqueza poética y vital de España”
El contagio social de un
animalismo mal entendido, o falsificado,
se ve favorecido por el
paulatino alejamiento de la
naturaleza y de las vivencias del mundo rural de la
mayoría de la población urbana: los
corrales de las casas con aves y conejos, los perros de
guarda o de caza, los animales de tiro o labranza, los establos, la
matanza en casa para el abastecimiento de carne, la pesca en el río o la persecución de
las alimañas en el monte etc.. Son experiencias vitales sustraídas a
la vida de buena parte de la población.
Hoy desde pequeños la
relación con el mundo animal pasa por
los muñecos de peluche o los
dibujos animados en los que los
animales hablan, juegan y sienten como
las personas, lo cual fácilmente
inclina a considerarlos
y tratarlos como iguales a nosotros con ignorancia supina de su ser real. Esto
lleva a humanizarlos, es decir, a
convertirlos en algo distinto a lo que son o han sido hasta ahora, a
desnaturalizarlos.
En puridad, al tratar
sobre los animales no
podemos ignorar sus diferencias
abismales ni usar un solo criterio para referirnos a ellos.
Es absurdo no distinguir
entre un
animal doméstico y uno
salvaje. Perro, gato, lobo, hiena,
elefante, rata, hormiga, cucaracha,
golondrina, pez, bacteria,
vaca, ave de rapiña etc. son diferenciables y cumplen respecto al hombre funciones
distintas por lo que debemos
adecuar su trato con ellos a sus
características y a los servicios
o utilidad que nos prestan, como sostiene el pensador y aficionado taurino francés Francis Wolf en
una obra de lectura imprescindible : Filosofía de las corridas de toros.
Dentro de ese multifacético mundo animal al servicio
razonable del hombre, al toro bravo le corresponde -con
una vida privilegiada y una muerte digna cara a cara con un hombre que se juega la suya
en ese trance- el favor de protagonizar
y permitir a la humanidad la pervivencia de un mito ancestral,
transformado en arte desde el siglo XVIII.
La corrida de toros es
un rito-espectáculo en el que el
hombre pone a prueba su entereza ante un
peligro mortal, transformando la violencia
de la acometida de un
animal en una
cadencia de movimientos
que trazan una expresión corporal bella y liberadora de tensiones
materiales. Algo así como la
transformación del preludio de un drama en un poema plástico.
Ese rito, como tal
sometido a una liturgia decantada en el tiempo, debe culminar en el
triunfo simbólico de la vida
humana sobre la muerte encarnada en la
del animal. Un final feliz que libera al espectador de sus miedos previos por la suerte de su semejante, que le
llena de admiración hacia él como
autor de una proeza ejemplar,
y que le da ocasión para celebrar ese
final feliz, con gozo, como una
fiesta. De ahí el nombre de Fiesta de los Toros.
Esta Fiesta que si bien nos hace olvidar por unos momentos
que toda victoria sobre la muerte es provisional, pues la Parca
es paciente, también nos enseña que a la hora de la verdad
deberemos afrontarla con parecida entereza y dignidad con que mostró el torero en el ruedo.
Si pasamos la vida
aprendiendo a morir, como decía Francois
Mitterrand, y si el Arte tiene vocación
de no perecer, Ars Longa, Vita Brevis, la tauromaquia nos ofrece una lúcida lección
para vivir una vida bella y
afrontar con valor su destino final.
Los animalistas, que nos acusan de asistir a los festejos para alegrarnos viendo torturar a los toros, no pueden ver ni sentir
nada de esto. Son incapaces de
comprender lo que pasa por la mente
y el corazón de un torero o de calar en
los sentimientos de los
espectadores. Ellos se identifican con
el toro, como si fuera una persona humana
transfigurada como el dios Zeus
en bovino, sin respeto a su
condición, su vida y su destino.
Dos consideraciones
finales. Primera, mal puede llamarse tortura a un
acto en el que el torturado embiste al torturador poniendo en peligro la vida de éste o
hiriéndole gravemente en tantas ocasiones. Calificar a un torero de torturador viendo los rostros
de Padilla, de Julio Aparicio o de
Jiménez Forte con el rostro atravesado por un asta de toro pone en duda la honestidad y la humanidad
de quienes lo hacen. Por no recordarles que las dos cumbres del toreo
del siglo XX, Joselito y Manolete, dejaron su vida en el ruedo.
Segunda. Un animalista
(no vegano) nunca podría comer
un solomillo sin pensar en el animal sacrificado en el
matadero tras un transporte forzado y una penosa vida en el establo. El consumo de carne o pescado, habrá que
recordarle, no es una necesidad alimentaria obligada, sino una elección entre otras
alternativas igualmente
ricas en aporte de proteínas. Una
elección basada en hábitos y preferencias placenteras de orden cultural que
hacen que el animalista no se
sienta ni caníbal ni maltratador de animales al sentarse a la mesa. Y es
que también la gastronomía, como la tauromaquia, es cultura y no tortura.
El toro es el bovino mejor tratado por su
hábitat, alimentación y régimen de vida
libre, hasta el punto que los aficionados lo elegirían
entre todos los animales para reencarnarse en él de creer en las mitologías orientales del eterno retorno.
Y sabemos que la mayor tristeza de un ganadero es la de tener que mandar un toro bravo
al matadero, destino forzoso del ganado manso.
La tauromaquia libró a las reses bravas de una vida
estabulada, de un destino temprano en
el matadero o de la castración para ser
uncidos a un carro a un arado. Si se cumplieran los negros presagios
animalistas la ganadería brava
desaparecería en poco tiempo para
ser pasto de despiece en el matadero. Por ello, la tauromaquia no solo
es una fuente de cultura
para los pueblos que la aman sino
la mejor liberación
posible para las reses de
lidia, y más aún para sus progenitoras y sus raceadores.
No hay comentarios:
Publicar un comentario