PACO AGUADO
La muerte de un torero sobre la arena siempre ha tenido
consecuencias añadidas más allá de la propia tragedia. Y también la última, la
de Vïctor Barrio: la sangre derramada, el corazón quebrado, la vida segada del
joven mártir segoviano no lo serán en vano, porque van a hacer ganar al toreo,
al menos, una importante batalla en la guerra contra el antitaurinismo.
Ya a mediados de los años ochenta del pasado siglo, las
muertes de Paquirri y de Yiyo frenaron, como una seca bofetada en pleno rostro,
las insidias, la furia, la mentira y el negocio de una parte de la crítica; esa
misma prensa lenguaraz e irresponsable que, vendiéndose como
"independiente", degeneró el ejerció del periodismo taurino desde el
necesario regeneracionismo de los sesenta hasta un insoportable y rentable
divismo a base de escupir sobre el prestigio de los toreros y de la propia
fiesta de los toros.
Como si fuera necesario ese previo tributo de sangre,
aquellas dos muertes, de descomunal repercusión mediática, abrieron las puertas
de la última gran época en la historia de las corridas de toros, con la que
años después acabó el veneno de la masificación y la frivolidad que trajeron
las vacas gordas del ladrillo y el derroche.
Hoy que las circunstancias son otras, los enemigos
mediáticos ya no están dentro sino que disparan desde fuera con potente
munición. Y son cada vez más numerosos, porque han jugado también con un
determinante factor a su favor: que a la sociedad y, quizá también a la propia
gente del toro, parecía habérsele olvidado que los toros matan y que, de vez en
cuando, los "asesinos" que ellos señalan también mueren sobre el palenque.
Desde que el 28 de julio de 1996 Curro Valencia –el
banderillero olvidado estos días en los partes de guerra retrospectivos– dejó
su vida en las astas de un cuatreño en el circo de la calle de Játiva, estaban
ya a punto de cumplirse veinte años sin que muriera un torero en plazas
europeas.
Pero cuatro años antes que él ya habían caído, en la Sevilla
de los fastos del 92, Manolo Montoliú y Ramón Soto Vargas; y aún a finales de
los ochentas, en plena feria de San Isidro, también el llorado Campeño. Esos
cuatro toreros de plata fueron las últimas víctimas del toro en el siglo XX;
Víctor Barrio ha sido la primera del XXI.
Entre aquellas tragedias y ésta que aún nos sacude el alma
han pasado dos décadas en las que España ha cambiado tanto, para bien, como
para que no sólo los avances de la medicina sino también la excelente
organización sanitaria y asistencial hayan evitado que la lista de víctimas del
toreo se engrosara con, al menos, otra docena.
Con esas inmejorables estructuras, los médicos han conseguido
que no tuvieran consecuencias fatales tantas cornadas de gravísimos efectos
vasculares como se han producido en todo ese tiempo. Sin ir más atrás, la
sufrida por Manuel Escribano hace apenas dos semanas en Alicante. Y es que la
guadaña de la catrina sólo ha conseguido sus objetivos cuando las astas han
tomado el camino del corazón.
Pero se hace evidente que también ha habido cambios, y para
muy mal, al comprobar cómo una noticia de fuerte calado como la que se produjo
el sábado ha pasado de conmover a alegrar a una sociedad de criterios tan
desnortados. La tragedia de Teruel ha producido más bilis que lágrimas, sobre
todo en todas esas tripas negras que se radiografían al trasluz de las redes
sociales.
La incivilizada, inhumana, vomitiva y delictiva reacción de
esa España nunca enterrada del matonismo y el odio ha sido tan llamativa y
obscena que ha retratado definitivamente a los enemigos del toreo, que lo son
también de la convivencia y la cultura. Y, de una vez por todas, parece que la
gente normal, la inmensa mayoría silenciosa, más allá de sus gustos, está
dándose cuenta de esta evidencia hasta ahora oculta tras la hipocresía de lo
políticamente correcto.
En la prensa generalista, afortunadamente, se ha escrito y
se ha hablado mucho sobre un asunto tan inquietante en estos dos días de luto e
indignación. Y la sensatez de los columnistas y opinadores profesionales está
contribuyendo a extender entre la opinión pública la sensación de peligro y la
imagen realmente negativa del inhumano animalismo que amenazaba con invadir las
mentes a través de los nuevos cauces de la manipulada red cibernética.
La gente común, la que sólo quiere vivir en paz sin agredir
a los demás, se está dando cuenta, ahora más que nunca, de que quienes valoran
la vida de un animal mucho más que la de una persona, a la que vejan e insultan
aún rodeada de cirios, sólo son los afectados por una grave enfermedad mental y
espiritual.
La muerte de Víctor Barrio, como consuelo de todos que
probablemente no les servirá a los suyos, no será en vano, porque, como la de
Paquirri y la de Yiyo, ha llegado en el oportuno momento, en la fase más
crítica de una dura batalla por la dignidad, para devolverle a la fiesta el
respeto y la grandeza que tantos le negaban. Gracias por todo, TORERO.
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