Dos filósofos, un científico y un
ganadero analizan la situación.
La muerte de Víctor Barrio exacerba un estado de opinión coincidente con los síntomas de declive de la fiesta. Foto: EFE |
JESÚS RUIZ MANTILLA
Diario ELPAIS de
Madrid
La fiesta de los toros vive un momento muy delicado, como ha
puesto de relieve la tragedia de Víctor Barrio, muerto en la plaza de Teruel el
pasado 9 de julio. En 1984, falleció Paquirri y un año después El Yiyo.
Entonces se produjeron muestras de profundo dolor, respeto y silencio. La muerte
de Barrio, en cambio, ha generado un ruido tremendo e insultante en el patio de
unas redes sociales que 30 años atrás no existían. Tampoco hoy quedan lorcas,
cossíos ni picassos que libren la lidia de una herida tal vez mortal, elevando
su prestigio entre las masas. Andan los ruedos rodeados de un murmullo
constante. Un omnívoro estado de opinión que cuando ve ocasión mete bocado a
los usos y costumbres hasta que finalmente se los traga.
Los toros, en los últimos años, salen muy mal parados de los
debates públicos. Su prohibición en Cataluña, después de que hubiesen sido
abolidos en Canarias, produjo contagio en A Coruña, Palma de Mallorca y
Alicante, hoy ciudades antitaurinas. Hay que sumar este año al ayuntamiento de
Santander, que ha decidido retirar las subvenciones al coso de Cuatro Caminos.
Pero ha sido la cogida de Víctor Barrio lo que ha exacerbado los ánimos hasta
el paroxismo. Con las redes histéricas, los taurinos acorralados y algunos
oponentes convertidos en cromañones ávidos de sangre a través de Twitter,
enviando mensajes repugnantes a la viuda…
Son síntomas de un preocupante y continuado declive, para
algunos; otros prefieren ver rayos de esperanza. La organización World Animal
Protection ha realizado un sondeo de opinión por Internet que constata la caída
del apoyo a este tipo de festejos. Si hace tres años un 30% de la población los
defendía, a finales de 2015 alcanzaba sólo el 19%. Pero el futuro de la afición
pinta más negro: un 84% de los jóvenes de entre 16 y 24 años de edad los rechazan.
Aseguran, además, sentirse “poco o nada” orgullosos de vivir en un país donde
la tauromaquia es una tradición cultural. Y en cuanto al dinero: el 73% no
quiere que se destinen fondos públicos a la fiesta. Son tres de cada cuatro
consultados.
Algunos observan la pendiente como una ofensiva
contradictoria con otras tendencias resistentes. Según la encuesta de hábitos
culturales que cada año elabora el Gobierno, los toros registraron un repunte
en el último estudio: el 9,5% de españoles asiste al espectáculo taurino, una
cifra similar a la situación precedente al estallido de la crisis. Un informe
económico de la Asociación Nacional de Organizadores de Espectáculos Taurinos
(Anoet) sitúa el incremento de público en las plazas en un 5% en 2014 (con un
volumen de negocio de 2.290 millones de euros) respecto a 2006. “Es uno de los
acontecimientos públicos mayoritarios en España”, afirma el ganadero Victorino
Martín. “Sobrevive pese a la constante campaña adversa de los medios de
comunicación. Sufre una discriminación evidente en las televisiones, sobre todo
públicas. No se emiten corridas y toda la información es siempre negativa, como
ocurre con los demás medios no televisivos”, comenta.
LECCIONES DESDE FRANCIA
Hay una lógica fronteriza inversa que cada vez asombra más.
Mientras en España, los toros pierden fuelle, en Francia lo ganan. El filósofo
galo Francis Wolff explica perfectamente ese curioso y antagónico fenómeno. "Francia
no tiene que luchar contra su proprio pasado franquista, imaginando que los
toros estan ligados a cierta España negra. La fiesta no está politizada allí:
no anda vinculada a la derecha ni a la izquierda, es más, algunas de las
ciudades más taurinas son comunistas. Además cuentan con el prestigio de las
culturas minoritarias", añade.
En la Francia del sur, los defensores de la fiesta siempre
tuvieron que luchar contra el poder cultural central. En España, esto se
invierte: "Lo vemos perfectamente en la Cataluña española: se ha
convertido en una forma de oponerse a Madrid. La Cataluña francesa es sin
embargo taurina en contraposición a Paris. Existen además muchos artistas,
intelectuales o catedraticos franceses que apoyan la fiesta. No resulta nada de
lo que avergonzarse, como en España". A Wolff le entristece este ocaso,
ante todo artístico: "Me parece que la cultura española, hoy en dia, se
está renegando a si misma, a su historia, a su singularidad, a su grandeza. Una
pena para nosotros los extranjeros que la admiramos tanto.
Aunque Martín también reconoce parte de culpa desde dentro.
“Nosotros hemos hecho algunas cosas mal”, asegura, sin especificar. Desde hace
años, ciertos sectores de la crítica creen que el principal problema está
dentro de la fiesta. Lo sostenía, muy solo, el maestro Joaquín Vidal. Y lo
mantiene impoluto Antonio Lorca desde estas páginas. Resulta cansino repetirse:
ganado afeitado y en condiciones zombies, toreros que tardan en articular
discursos que prendan aficiones o escaso compromiso de las figuras destacadas,
con un José Tomás mudo desde hace años, no contribuyen a una buena salud capaz
de contrarrestar el creciente y virulento estado de opinión contrario.
Desde fuera, el ensayista Jorge Wagensberg, físico y
divulgador científico, es autor de la teoría que ha dado en llamar de los
procesos irreversibles: “El espíritu de los tiempos hace que, poco a poco, se
imponga un sentimiento de compasión. El progreso moral existe cuando la
tristeza por el dolor ajeno extiende su radio de acción. Empieza por uno mismo
y los familiares, luego alcanza a los vecinos, tarda en llegar a otros y ahora,
cada día más, parece que se aplica también a cualquier animal”. Ese sentimiento
no resiste ciertos argumentos, como el de la tradición. “Para un estado
creciente de opinión resulta más inadmisible que una diversión requiera el
sufrimiento de un ser vivo”, señala Wagensberg, que criticó ese sufrimiento en
la comisión parlamentaria de Cataluña para la abolición de los toros en 2010.
PADECIMIENTO
En una posición equidistante se coloca el filósofo José Luis
Pardo: “Quienes defienden los toros porque en nuestras sociedades
hiperprotegidas conservan aún la autenticidad de la relación entre el hombre y
el misterio sagrado de la muerte, supongo que sufrirán cuando se proscribe este
espectáculo. Quienes lo atacan por los padecimientos del animal, en cambio, se
darán por satisfechos y exigirán su generalización. Pero yo no aborrezco el
espectáculo por lo que pasa en la plaza, sino por lo que pasa en las gradas,
tensadas por la emoción de la posibilidad de una cogida. Lo malo es que, aunque
prohibieran las corridas, seguiría encontrándome esos mismos instintos
vergonzosos (aunque refugiados en la discreción) en el vecino que, junto a mí
en el vagón del metro, asiste en la pantalla de móvil a un espectáculo virtual
de torero que se enfrenta a alienígenas u otros invasores. Es la misma
sensibilidad bárbara, aunque revestida de civilización tecnológica”.
El mismo Wagensberg admite sus contradicciones: “Creo que es
un espectáculo tocado de muerte, aunque a mí mismo me avergüenza apreciar la
belleza y la fuerza de algunos lances”.
Su belleza es, precisamente, una baza a favor de la fiesta.
Además, el filósofo francés Francis Wolff, catedrático de la Escuela Superior
Normal de París, autor de 50 razones para defender las corridas de toros
(Almuzara) añade otros argumentos: “Hoy debemos mostrarnos a favor cada vez más
de las condiciones naturales de vida de los animales, luchar contra la cría
intensiva, la mercantilización de los seres vivos, la reducción de estos a
maquinas de producción de carne y las condiciones de su sacrificio en cadena en
los mataderos. Las corridas suponen la vida libre del toro en el campo durante
cuatro años y la muerte digna del mismo en la plaza. Vivir libre y morir
luchando, esa podría ser la divisa del toro de lidia. Y la del torero podría
ser: criar belleza a partir de su contrario, el miedo de morir”.
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