JORGE
ARTURO DÍAZ REYES
@jadr45
El 17 de mayo muere el novillero peruano Renato
Motta, El 2 de junio el torero mexicano Rodolfo Rodríguez “El Pana” y el 9 de
julio el español Víctor Barrio. En menos de dos meses los toros han cobrado en
el ruedo la vida de tres hombres. Y cada vez las redes han multiplicado
celebraciones infames. Erupciones del odio, bajo el pretexto del amor… “a los
animales”.
Sí. El toreo es peligroso, mortal. También los son
el sedentarismo, el sexo libre, y hasta el asistir desprevenidamente a un
restaurante, la escuela, el templo o el estadio como nos recuerda la masacre de
cada día.
Todo lo es, tomar el tren, cruzar la calle, beber
un vaso de agua. La muerte asecha cada gesto humano por inocuo que parezca.
Muerte y vida son consubstanciales no existen la una sin la otra. Lo sabemos
desde siempre, aterrados, afligidos por la fatalidad.
Todos moriremos. La diferencia del torero es que
lo asume, lo ritualiza y le da significado. Morir también pude ser digno.
Convierte su muerte y la del toro en un acto de fe. De otra fe. De su fe.
Ceremonial, oficiando una liturgia, jugándose con lealtad frente a la fuerza de
la naturaleza, preguntándose:
¿Si he de volver al polvo por qué no hacerlo en
medio de una fiesta? ¿Si es inevitable, por qué morir desconsolado, implorante,
acobardado? ¿Si puedo matar un animal por qué no tener la decencia de aceptar
que él me pueda matar?
Hace cuatrocientos años el poeta Jhon Donne había
escrito: “La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la
humanidad; por consiguiente nunca preguntes por quién doblan las campanas:
doblan por ti”. Legando sin sospecharlo título a una supervalorada novela de
Hemingway. Era otra clase de persona.
Los negadores de la muerte, que tragan el
asesinato utilitario, industrial, sórdido; de los mataderos, las guerras, la
codicia, no perdonan al torero. Los avergüenza, y excretan su vileza cada que
uno cae. Ignoran que las campanas también doblan por ellos.
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