PACO AGUADO
Ayer comenzó un año nada fácil para la
tauromaquia. Y no es que haya ser adivino par afirmarlo, sino que todo apunta a
que 2018 no hará sino seguir la tendencia de los diez o doce años anteriores,
aunque todavía un poco más cargado de bombo: con esa dosis añadida de problemas
que suponen otros 365 días sin que los estamentos taurinos hayan tomado la
esperada y definitiva iniciativa que frene las derivas abolicionistas, internas
y externas.
Cada año que el toreo pasa sin coger el toro de
sus problemas por los cuernos es un escalón más hacia el sótano, una paletada
de tierra que esconde aún más el espectáculo ante la sociedad y nos merma
fuerza y argumentos en su defensa. Y que, dejémonos de paños calientes y falsas
esperanzas, sigue hundiendo una maltrecha economía interna que ronda ya los
límites de la quiebra técnica.
Por mucho que se quieran barnizar las cifras
–ahora todos recurrimos sin rubor a las de los crecientes espectáculos populares
que siempre habíamos desdeñado- la caída en la celebración de festejos, y
especialmente de las novilladas, que comenzó con la crisis en 2008 no solo no
se ha frenado con la recuperación económica sino que continúa, lentamente ya pero hasta niveles insostenibles.
En ese sentido, la Fundación del Toro de Lidia no
ha podido o sabido hacer más, en los dos años de su institucionalización, que
plantar cara y conseguir castigar en los tribunales las agresiones a la
tauromaquia en los medios y en las redes sociales, lo que no es todo un logro
pero resulta a todas luces insuficiente.
Reconozcamos que si la FTL no ha avanzado más en
la defensa y el saneamiento de la fiesta de los toros es porque el displicente
y ciego sector taurino –y en especial los desentendidos holdings empresariales–
no parece tener ningún interés –y, lo que es aún peor, tampoco la necesidad– de
hacer una lectura realista, sin absurdas complacencias, de la crítica situación
por la que atraviesa el espectáculo.
Al nuevo patrono de la Fundación, el activo y,
este sí, concienciado Victorino Martín García, le corresponde, pues, un arduo
trabajo de captación de las elites –ya no tanto de simpatizantes– para que la
entidad se convierta de una vez en el organismo aglutinador y resolutivo que se
pensó con su creación.
Y desde ahí, desde esa coherencia unitaria que sí
tiene, por ejemplo, la Unión de Picadores y Banderilleros, iniciar un
contraataque, además de insistir en la jurídica, por vías hasta ahora no
exploradas en la defensa de la tauromaquia como es la política: no habrá mejor
forma de ser respetados en las instancias públicas nacionales, autonómicas y
locales que la de enseñar los dientes y la hasta ahora cohibida fuerza, sobre
todo moral, del sector.
En ese sentido, nos hemos conformado, con alegre
servilismo, con que el Gobierno de España haya mantenido la Medalla de Oro de
las Bellas Artes para las gentes del toro –ahora tardía pero justamente
concedida a Dámaso González–, que haya creado el Premio Nacional de Tauromaquia
y que mantenga vigente una tibia ley taurina que frena, pero no disuade, los
ataques abolicionistas de algunos parlamentos regionales.
Pero hace falta más, un mayor compromiso del
gobierno del único partido político que dice defender la tauromaquia sin
fisuras, como es el Partido Popular, para que la tauromaquia remonte desde su
maltratada y débil base actual. Y la primera medida a reclamar es una reducción
de cargas fiscales y sociales a las novilladas, esa cantera claramente
amenazada de muerte sin que nadie reaccione desde dentro, pero que al mismo
Estado interesa cuidar: de ella han de salir los futuros toreros de las grandes
ferias de las que tanto rédito saca la Hacienda Pública.
Se trata así de comprometer y de implicar a los
políticos –o al menos hacerles definirse de una vez con claridad- para reclamar
un trato respetuoso a la tauromaquia, que evite casos –son americanos pero
también se han dado ya en España– como las recientes prohibiciones arbitrarias
de las corridas en Maracaibo o Cartagena de Indias.
O para que no vuelvan a producirse tan impunemente
agravios y faltas de respeto como el de la nueva televisión autonómica
valenciana, cuya sectaria directora, antes siquiera de la primera emisión de la
cadena, ya advertido que no incluirá los toros en su programación, justo en una
comunidad donde se celebran al año más de 18 mil espectáculos populares.
Pero que a nadie extrañe el hecho cuando el mismo
sector taurino ha sido incapaz de reclamar a Televisión Española que cumpla con
el acuerdo firmado de emitir cada año al menos tres corridas de toros en
abierto, esas emisiones cuya desaparición, a mediados de la primera década del
siglo, de la parrilla de la cadena pública nacional fue más que determinante
para que la tauromaquia haya perdido presencia en la vida diaria de los
españoles.
Así están las cosas del toreo, en un estado
crítico y preocupante, que incluye hasta una recogida de firmas para impedir
que un torero –en su caso Manuel Díaz "El Cordobés"– transmitiera las
campanadas de fin de año en la televisión andaluza, "porque no representa
–decían– los valores que necesita la sociedad".
Y a esto estamos llegando sin que nadie ponga pie
en pared y empiece a reclamar a los políticos aquellas libertades y aquellos
derechos que poco a poco nos están robando pero que, tengámoslo claro, nos
corresponden en las mismas condiciones de igualdad y respeto que el resto de
los españoles.
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