PACO AGUADO
El mismo martes de la pasada semana, justo cuando
acababa de redactarse esta columna, llegaba la noticia del fallecimiento del
gran Luis Ortega en su luminoso Rincón del Sur, como él mismo tituló la página
en la que, durante cientos de números, habló de toros y toreros en la vieja
revista Aplausos, de la que fue auténtico alma.
Y aunque ha pasado ya una semana de su muerte en
El Puerto de Santa María, casi nada se ha escrito del bueno de Luis. Si acaso,
apenas cuatro o cinco líneas en memoria –esa memoria rutinaria y desmemoriada
de la actual información taurina– de un periodista a la antigua que tanto
escribió de los demás y que siempre tuvo un gesto de afecto para sus
compañeros.
Así que, por una vez, apetece dejar a un lado el
"día de la marmota" en que se ha convertido el invierno del toreo en
España para dedicarle a este ingenioso gaditano un personal y aislado homenaje
que, durante unos minutos de lectura, le saque de ese otro oscuro rincón del
olvido al que las prisas y la superficialidad relegan a tantos personajes que
nos precedieron.
Lo cierto es que, desde aquel problema vascular,
Luis había dejado de viajar y de aparecer por las plazas. Sólo el año pasado
pudo volver a la feria de su querido Castellón, donde tanto se le quería y
donde cada noche, en el Mindoro, congregaba a un nutrido grupo de amigos ávidos
de escuchar sus ocurrencias, como aquella genialidad de calificar como
"desparasitarios" a los nuevos y vistosos quites que se estaban ya
poniendo de moda hace un tiempo.
Y si no viajaba ya, sí que paseaba cada mañana por
las calles de la capital del vino fino, entre las viejas bodegas y las soleadas
playas de su ciudad. Y seguía hablando tanto como antes, a pesar de que, como
secuela de aquel ataque repentino, las palabras se le trababan en unos labios
que nunca perdieron la sonrisa.
Últimamente se dedicaba a ordenar sus recuerdos,
viejas fotos y recortes, carteles y crónicas, libros y folletos que fotocopiaba
y compartía con los demás a través del correo ordinario. Eran esos retales de
historia del toreo los que, al tiempo que le ayudaban a ejercitar de nuevo su gran
memoria taurina, le hacían evocar otras épocas para él más felices y activas en
una profesión en la que, al paso de los años, la experiencia y el conocimiento
han dejado de cotizar.
Conversador infatigable como era, Luis Ortega no
renunciaba nunca a hablar de toros, ni desde la distancia ni por su dificultad
verbal, por lo que el teléfono se convirtió en su mejor compañero, el que le
acercaba a los buenos amigos para seguir charlando con ellos, las horas que
hicieran falta, sin perder nunca las referencias de la actualidad.
Gustaba escucharle, porque Luis tenía gracia, no
guasa. Y la desparramaba lo mismo en las tertulias que en sus columnas, donde
todo lo taurino tenía cabida, fuera de palacio o de chabola, desde las grandes
noticias a los rumores de barra de hotel, donde tantas cuestiones se cuecen en
el toreo, como él tan bien sabía.
Y la perfilaba también en sus crónicas, esos
textos suyos tan singulares, tan a su manera, en los que, sin querer molestar
más de la cuenta, cualquier frase, cualquier matiz, adjetivo o insinuación
aportaban sobre lo sucedido en el festejo del día mucho más que cualquiera de
los sesudos, literarios e "independientes" análisis de los cronistas
sacralizados.
Porque Luis sabía de toros, y mucho. Horas y más
horas de tentaderos y tertulias de campo, su pasatiempo favorito, le granjearon
un profundo conocimiento de toros y toreros, a los que, por verlos prepararse
durante los inviernos, veía venir mucho antes que los demás. Por eso apostó
como nadie, y no se equivocó, por aquel Paco Ojeda desahuciado por los taurinos
y que acabó deslumbrando al mundo con su revolución terrenal.
Cronista de otra época, verdadero purista y
catador del mejor toreo, publicista esforzado e ingenioso, Luis Ortega era de
aquellos apasionados que hicieron del toreo una forma, y no un medio, de vida.
Esa vida que acaba de perder en El Puerto de Rafael Alberti, en ese Rincón del
Sur al que queda pendiente para siempre una visita y una tertulia a la luz de
un sol capaz de iluminar el más oscuro de los olvidos.
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