miércoles, 24 de enero de 2018

DESDE EL BARRIO: Un empresario de otro tiempo

PACO AGUADO
 Con la muerte de Pedro Balañá Forts la pasada semana en su Barcelona natal se cierra definitivamente un capítulo de la historia del toreo, al menos en su parte empresarial. No en vano, el promotor catalán era el único referente vivo de la penúltima época dorada del negocio taurino, precisamente cuando en la Monumental y Las Arenas, las dos plazas de la Ciudad Condal, se celebraban al año más festejos que en Madrid.

Claro que Balañá, que no ha podido cumplir su deseo de volver a ver toros en la Monumental tras la prohibición de los "nazionalistas", tuvo la suerte, en aquellos dorados años 50 y 60 en Barcelona y en la tauromaquia española, de poder hacer y deshacer en su trabajo todo cuanto quiso y pudo, recurriendo siempre a la cantada imaginación de la casa. Al contrario que el empresariado taurino actual.

Y es que hoy las cosas son muy distintas en los despachos, donde domina una actitud conservadora que deriva en una oferta repetitiva y cada vez más gastada de cara al público, al tiempo que –con muchísimas más dificultades económicas y organizativas que las de aquellos años, que todo hay que decirlo– la muy reducida patronal taurina se debate entre la desunión, la falta de iniciativa y una escasa visión de futuro.

El mismo Balañá, presionado y coaccionado en sus otros negocios del espectáculo, tampoco supo reaccionar con determinación ante el acoso de ese catalanismo excluyente que fue minando, a base de mentiras repetidas, el gran ambiente taurino que tuvo aquella Cataluña abierta hasta la llegada del "pujolismo". Por eso, finalmente, tuvo que "externalizar" sus servicios y dejarse llevar por la rutina que comenzaba a marcar la desidia de sus compañeros.

Pero hasta la crisis de los 70 del pasado siglo el empresariado taurino estaba compuesto por un amplio número de promotores independientes que se repartían en aparente buena armonía plazas e incluso zonas de la geografía taurina española. Y era así como se mantuvo sano un mercado abierto en el que los toreros gozaban de una gran libertad de contratación, sin tener que acatar unas entonces inexistentes prácticas oligopólicas.

Ha sido otra crisis de la economía global, en este caso la del ladrillo, la que desde hace una década ha vuelto a modificar notablemente, y para mal, el escenario del negocio de los toros en España, hasta el punto de que aquel mercado libre de mediados del siglo XX se nos antoja ahora como una entelequia irrepetible, al menos a medio plazo.

En una latente, pero mal disimulada, guerra por los escasos brotes de rentabilidad, ahora se buscan alianzas defensivas que parecían impensables hace apenas un lustro y se extiende el afán por acaparar apoderamientos de toreros, ya sean figuras quemadas o novedades a quemar, hasta formar auténticas "cuadras" de funcionarios en busca de una controlada, drástica y ya muy extendida reducción de gastos que compense las pérdidas que no se saben contrarrestar por otras vías.

Mientras tanto, las instituciones públicas propietarias de plazas de toros aprovechan esa desunión y esa falta de iniciativa externa para seguir apretando a los pocos grandes empresarios que se empeñan en cerrar el mercado a agentes  independientes que le aporten la frescura de ideas necesaria para sacarla del profundo bache económico por el que atraviesa.

Nadie hasta ahora se ha decidido a coger el toro por los cuernos y a plantarse seriamente ante las administraciones para reclamar, con todo el derecho, un mejor trato para una actividad que devenga muchos impuestos directos y genera grandes ingresos indirectos en las ciudades y regiones donde se celebra.

De hecho, han tenido que ser los propios gestores públicos, en concreto los ediles que organizan ferias de novilladas, los que, conociendo el paño y preocupados por el futuro de la tauromaquia, se agrupen a la llamada del alcalde de Villaseca de la Sagra para reivindicar lo que hace tiempo que debían haber hecho los propios taurinos.

No deja de ser todo un ejemplo en contraste con la desidia de los organizadores y con el silencio de sus portavoces, que, para disimular, ahora prefieren engañarse a sí mismos proclamando las medias verdades de unas cifras globales de asistencia a los tendidos tan rimbombantes como infladas y sin contrastar.

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