PACO AGUADO
Claro que Balañá, que no ha podido cumplir su
deseo de volver a ver toros en la Monumental tras la prohibición de los
"nazionalistas", tuvo la suerte, en aquellos dorados años 50 y 60 en
Barcelona y en la tauromaquia española, de poder hacer y deshacer en su trabajo
todo cuanto quiso y pudo, recurriendo siempre a la cantada imaginación de la
casa. Al contrario que el empresariado taurino actual.
Y es que hoy las cosas son muy distintas en los
despachos, donde domina una actitud conservadora que deriva en una oferta repetitiva
y cada vez más gastada de cara al público, al tiempo que –con muchísimas más
dificultades económicas y organizativas que las de aquellos años, que todo hay
que decirlo– la muy reducida patronal taurina se debate entre la desunión, la
falta de iniciativa y una escasa visión de futuro.
El mismo Balañá, presionado y coaccionado en sus
otros negocios del espectáculo, tampoco supo reaccionar con determinación ante
el acoso de ese catalanismo excluyente que fue minando, a base de mentiras
repetidas, el gran ambiente taurino que tuvo aquella Cataluña abierta hasta la
llegada del "pujolismo". Por eso, finalmente, tuvo que
"externalizar" sus servicios y dejarse llevar por la rutina que
comenzaba a marcar la desidia de sus compañeros.
Pero hasta la crisis de los 70 del pasado siglo el
empresariado taurino estaba compuesto por un amplio número de promotores
independientes que se repartían en aparente buena armonía plazas e incluso
zonas de la geografía taurina española. Y era así como se mantuvo sano un
mercado abierto en el que los toreros gozaban de una gran libertad de
contratación, sin tener que acatar unas entonces inexistentes prácticas
oligopólicas.
Ha sido otra crisis de la economía global, en este
caso la del ladrillo, la que desde hace una década ha vuelto a modificar
notablemente, y para mal, el escenario del negocio de los toros en España,
hasta el punto de que aquel mercado libre de mediados del siglo XX se nos
antoja ahora como una entelequia irrepetible, al menos a medio plazo.
En una latente, pero mal disimulada, guerra por
los escasos brotes de rentabilidad, ahora se buscan alianzas defensivas que
parecían impensables hace apenas un lustro y se extiende el afán por acaparar
apoderamientos de toreros, ya sean figuras quemadas o novedades a quemar, hasta
formar auténticas "cuadras" de funcionarios en busca de una
controlada, drástica y ya muy extendida reducción de gastos que compense las
pérdidas que no se saben contrarrestar por otras vías.
Mientras tanto, las instituciones públicas
propietarias de plazas de toros aprovechan esa desunión y esa falta de
iniciativa externa para seguir apretando a los pocos grandes empresarios que se
empeñan en cerrar el mercado a agentes
independientes que le aporten la frescura de ideas necesaria para
sacarla del profundo bache económico por el que atraviesa.
Nadie hasta ahora se ha decidido a coger el toro
por los cuernos y a plantarse seriamente ante las administraciones para
reclamar, con todo el derecho, un mejor trato para una actividad que devenga
muchos impuestos directos y genera grandes ingresos indirectos en las ciudades
y regiones donde se celebra.
De hecho, han tenido que ser los propios gestores
públicos, en concreto los ediles que organizan ferias de novilladas, los que,
conociendo el paño y preocupados por el futuro de la tauromaquia, se agrupen a
la llamada del alcalde de Villaseca de la Sagra para reivindicar lo que hace
tiempo que debían haber hecho los propios taurinos.
No deja de ser todo un ejemplo en contraste con la
desidia de los organizadores y con el silencio de sus portavoces, que, para
disimular, ahora prefieren engañarse a sí mismos proclamando las medias
verdades de unas cifras globales de asistencia a los tendidos tan rimbombantes
como infladas y sin contrastar.
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