FERNANDO
FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman
El vocablo tiempo se nos ha echado encima, como
una lapa. Creo que no hay palabra de
nuestro diccionario más usada que la de tiempo. La llevamos prendida en
nuestra existencia sin que nos demos cuenta, y
no somos nadie sin el tiempo. El tiempo, como medida de cronometraje
—¿He bajado el tiempo en esta última vuelta?, consulta el deportista al
preparador físico–, el tiempo, como calibre de la edad de las personas –¿Qué
tiempo tiene el niño, señora?—el tiempo como disculpa para obviar una propuesta
–Ahora no puedo, no tengo tiempo–, y, en fin, todas aquéllas cuestiones de las
que se ocupa la RAE para el desmenuzado de los términos lingüísticos que tienen
varias acepciones.
Ahora bien, decía que llevamos al tiempo empacado
en nuestro equipaje diario. Es consustancial con nosotros mismos. Forma parte de nuestra
mismidad, que diría Ortega, el filósofo; pero, desde luego, lo que más nos
preocupa, lo que más tiempo nos ocupa en averiguar lo consuetudinario, es eso,
El Tiempo. Y si no me creen, vayan y pregunten por un programa de televisión
que tenga asegurado un share magnífico y estable, y ya verán qué les dicen.
Todo gira, pues, en torno al tiempo.
Y ustedes me dirán, ¿qué tiene que ver el tiempo
con los toros? ¿Qué le puede relacionar,
siquiera sea tangencialmente, con la Tauromaquia? Pues claro que tienen
relación, aunque no sea más que por la norma cartesiana que regula la duración
de las faenas de muleta, una de las
cuestiones que urge reformar en la reglamentación taurina, tema del que prometo
ocuparme, a no tardar. Pero a mí lo que me preocupa ahora, en este momento, es
El Tiempo. Es decir, el tiempo que hace. Mejor dicho, el tiempo que está
haciendo y que va a hacer a corto plazo en este invierno, duro y largo. Hace un
frío que pela, amigos, y ahora, en la tele dicen que manaña, –hoy, ya, domingo
28 de enero– va a nevar en la parte suroriental de nuestra piel de toro. Y te
enseñan un mapa con ese asterisco que parece un trocito de rama, arrancada de
un arbusto escarchado. Y digo yo, ¿con este tiempo, quién se mete en una plaza
de toros?
Pues ayer se metieron varios centenares de
valientes aficionados en la placita de toros que se monta todos los años en
Ajalvir, una pequeña población a tiro de piedra de Madrid, yendo por la M-40,
en el llamado corredor del Henares,
pasando Torrejón a mano derecha. Allí se celebran todos los años un par
de festejos taurinos, entre ellos una corrida de toros, anunciados como los
primeros del año en Europa, incluso dándole al conjunto el título honorífico de
Feria. Está bien que se promocionen los toros, así que me parece de perlas. Que
se enteren en Bruselas de que Ajalvir existe.
Decía el Guerra –o eso dicen que dijo, que vaya
usted a saber—que “los toros, con sol y moscas”. Frase que lleva más de un
siglo repitiéndose, a pesar de lo cual no ha perdido ni vigencia ni inquietud,
porque hay que ver la maldita gracia que puede hacer verse rodeados de esos
dípteros voladores a cuarenta grados a la sombra, pongo por caso. Claro que el
Guerra estaba acostumbrado a la calorina de su Córdoba querida y preponderaba
las situaciones ambientales arrimando el ascua –¡y tanto!—del rejonazo
mortificante del sol que más calienta a su sardina predilecta.
Puestos a exagerar, lo de Ajalvir en el mes de
enero, también tiene tela. Quiero decir que ir a los toros con un efecto
térmico de tiritera es tan incómodo, como los cuarenta de marras a la sombra.
Confieso que no he estado en Ajalvir este año, pero he ido muchas, muchísimas
veces, a Valdemorillo, cuando la portátil se montaba a la vera de aquellas
chimeneas del tejar abandonado, que a mi amigo y compañero Barquerito le
parecían la Giralda de la sierra de Madrid. ¡Madre de Dios, qué frío he pasado
en Valdemorillo! Miraba para la corona de ladrillo de las chimeneas y quería
encontrar a la cigüeña de San Blas, porque dice el refrán que “si no la vieres,
año de nieves”. Hubo un año que no vino la cigüeña y cayó una nevada de no te
menees, mientras los toreros, JuanJosé, Pepe Pastrana y Pedro Somolinos se veían las caras con los toros de El Campillo.
Solo se las vieron con tres de ellos, porque caía la nieve con tal intensidad
que no se veía a dos pasos de distancia. La corrida se suspendió a la lidia del
tercero, pero hay una fotografía de Somolinos toreando bajo la nieve que, por
lo insólito del escenario, puede considerarse documento gráfico taurino de
primer nivel.
He visto las fotografías de algunos espectadores
retrepados en el feble peto de madera que remata el tendido de la portátil de
Ajalvir, tapados hasta las cejas, como los cosacos de la estepa rusa, a
cobijo del relente que venía buscado
termómetros bajo el sobaco y paracetamoles de urgencia. ¡Eso es afición! Pero
tiene mucho más mérito ponerse el traje de luces y torear cuatreños o cinqueños
bajo cero, que no sé cómo pueden sujetar el capote y el estaquillador de la
muleta con los dedos de las manos engurruñados, a merced de los sabañones que
teníamos los niños de mi pueblo en semejantes contingencias.
Dicen que el traje de luces da frío. Otros dicen
que no, que pesa mucho. Lo ignoro. Jamás me he puesto uno de ellos, ni siquiera
por curiosidad. Me merecen un respeto litúrgico. Pero creo que tiene un enorme
mérito torear en estas condiciones ambientales, con la Plaza convertida poco
menos que en un iglú. Si mérito tienen los aficionados, que están al resguardo,
imagínense los toreros, en la soledad del ruedo y frente al toro. También he
visto las fotos, con dos de los diestros en hombros por la Puerta Grande,
camino del descampado y de la furgoneta, que estaría con el motor en marcha y
la calefacción encendida.
La fotografía de Efe que ilustra esta breve
reflexión del tiempo y los toros, no es de Ajalvir, sino de Valdemorillo. Los
copos de nieve cayendo sobre los hombrillos repujados, alamares y lentejuelas,
es tan sorprendente como desconcertante. Decididamente –y con todos mis
respetos para quienes se lanzan a organizar
corridas de toros por estas fechas–, la fiesta de los toros no está
hecha para la nieve. Si alguien se siente ofendido con lo dicho, pido perdón.
No es mi intención. Comprendo que hace mucho tiempo que acabó la temporada
española, y la gente tiene hambre de toros, pero ¡con este tiempo!..
¡Ay, el tiempo! Cosa digna de reflexión. Solo hay un
elemento extraño que supera al tiempo en la imprescindibilidad de nuestra vida
cotidiana, un mecanismo diabólico, del cual, la modernidad nos ha hecho
drogodependietes: el teléfono móvil, o el celular, que dicen en Hispanoamérica.
Claro que el móvil (ya cualquiera de ellos) dispone de una aplicación que nos
indica, con pelos y señales, el tiempo que va a hacer de aquí a una semana.
Digo el tiempo y me refiero a la información meteorológica de primera mano, que
aparece en la pantalla a golpe de táctil. ¡Qué
tiempos, Señor!
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