martes, 30 de enero de 2018

OBISPO Y ORO: El Tiempo

FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman
El vocablo tiempo se nos ha echado encima, como una lapa. Creo que no hay palabra de  nuestro diccionario más usada que la de tiempo. La llevamos prendida en nuestra existencia sin que nos demos cuenta, y  no somos nadie sin el tiempo. El tiempo, como medida de cronometraje —¿He bajado el tiempo en esta última vuelta?, consulta el deportista al preparador físico–, el tiempo, como calibre de la edad de las personas –¿Qué tiempo tiene el niño, señora?—el tiempo como disculpa para obviar una propuesta –Ahora no puedo, no tengo tiempo–, y, en fin, todas aquéllas cuestiones de las que se ocupa la RAE para el desmenuzado de los términos lingüísticos que tienen varias acepciones.

Ahora bien, decía que llevamos al tiempo empacado en nuestro equipaje diario. Es consustancial con  nosotros mismos. Forma parte de nuestra mismidad, que diría Ortega, el filósofo; pero, desde luego, lo que más nos preocupa, lo que más tiempo nos ocupa en averiguar lo consuetudinario, es eso, El Tiempo. Y si no me creen, vayan y pregunten por un programa de televisión que tenga asegurado un share magnífico y estable, y ya verán qué les dicen. Todo gira, pues,  en torno al tiempo.

Y ustedes me dirán, ¿qué tiene que ver el tiempo con los toros?  ¿Qué le puede relacionar, siquiera sea tangencialmente, con la Tauromaquia? Pues claro que tienen relación, aunque no sea más que por la norma cartesiana que regula la duración de las faenas de muleta,  una de las cuestiones que urge reformar en la reglamentación taurina, tema del que prometo ocuparme, a no tardar. Pero a mí lo que me preocupa ahora, en este momento, es El Tiempo. Es decir, el tiempo que hace. Mejor dicho, el tiempo que está haciendo y que va a hacer a corto plazo en este invierno, duro y largo. Hace un frío que pela, amigos, y ahora, en la tele dicen que manaña, –hoy, ya, domingo 28 de enero– va a nevar en la parte suroriental de nuestra piel de toro. Y te enseñan un mapa con ese asterisco que parece un trocito de rama, arrancada de un arbusto escarchado. Y digo yo, ¿con este tiempo, quién se mete en una plaza de toros?

Pues ayer se metieron varios centenares de valientes aficionados en la placita de toros que se monta todos los años en Ajalvir, una pequeña población a tiro de piedra de Madrid, yendo por la M-40, en el llamado corredor del Henares,  pasando Torrejón a mano derecha. Allí se celebran todos los años un par de festejos taurinos, entre ellos una corrida de toros, anunciados como los primeros del año en Europa, incluso dándole al conjunto el título honorífico de Feria. Está bien que se promocionen los toros, así que me parece de perlas. Que se enteren en Bruselas de que Ajalvir existe.

Decía el Guerra –o eso dicen que dijo, que vaya usted a saber—que “los toros, con sol y moscas”. Frase que lleva más de un siglo repitiéndose, a pesar de lo cual no ha perdido ni vigencia ni inquietud, porque hay que ver la maldita gracia que puede hacer verse rodeados de esos dípteros voladores a cuarenta grados a la sombra, pongo por caso. Claro que el Guerra estaba acostumbrado a la calorina de su Córdoba querida y preponderaba las situaciones ambientales arrimando el ascua –¡y tanto!—del rejonazo mortificante del sol que más calienta a su sardina predilecta.

Puestos a exagerar, lo de Ajalvir en el mes de enero, también tiene tela. Quiero decir que ir a los toros con un efecto térmico de tiritera es tan incómodo, como los cuarenta de marras a la sombra. Confieso que no he estado en Ajalvir este año, pero he ido muchas, muchísimas veces, a Valdemorillo, cuando la portátil se montaba a la vera de aquellas chimeneas del tejar abandonado, que a mi amigo y compañero Barquerito le parecían la Giralda de la sierra de Madrid. ¡Madre de Dios, qué frío he pasado en Valdemorillo! Miraba para la corona de ladrillo de las chimeneas y quería encontrar a la cigüeña de San Blas, porque dice el refrán que “si no la vieres, año de nieves”. Hubo un año que no vino la cigüeña y cayó una nevada de no te menees, mientras los toreros, JuanJosé, Pepe Pastrana y Pedro Somolinos  se veían las caras con los toros de El Campillo. Solo se las vieron con tres de ellos, porque caía la nieve con tal intensidad que no se veía a dos pasos de distancia. La corrida se suspendió a la lidia del tercero, pero hay una fotografía de Somolinos toreando bajo la nieve que, por lo insólito del escenario, puede considerarse documento gráfico taurino de primer nivel.

He visto las fotografías de algunos espectadores retrepados en el feble peto de madera que remata el tendido de la portátil de Ajalvir, tapados hasta las cejas, como los cosacos de la estepa rusa, a cobijo  del relente que venía buscado termómetros bajo el sobaco y paracetamoles de urgencia. ¡Eso es afición! Pero tiene mucho más mérito ponerse el traje de luces y torear cuatreños o cinqueños bajo cero, que no sé cómo pueden sujetar el capote y el estaquillador de la muleta con los dedos de las manos engurruñados, a merced de los sabañones que teníamos los niños de mi pueblo en semejantes contingencias.

Dicen que el traje de luces da frío. Otros dicen que no, que pesa mucho. Lo ignoro. Jamás me he puesto uno de ellos, ni siquiera por curiosidad. Me merecen un respeto litúrgico. Pero creo que tiene un enorme mérito torear en estas condiciones ambientales, con la Plaza convertida poco menos que en un iglú. Si mérito tienen los aficionados, que están al resguardo, imagínense los toreros, en la soledad del ruedo y frente al toro. También he visto las fotos, con dos de los diestros en hombros por la Puerta Grande, camino del descampado y de la furgoneta, que estaría con el motor en marcha y la calefacción encendida.

La fotografía de Efe que ilustra esta breve reflexión del tiempo y los toros, no es de Ajalvir, sino de Valdemorillo. Los copos de nieve cayendo sobre los hombrillos repujados, alamares y lentejuelas, es tan sorprendente como desconcertante. Decididamente –y con todos mis respetos para quienes se lanzan a organizar  corridas de toros por estas fechas–, la fiesta de los toros no está hecha para la nieve. Si alguien se siente ofendido con lo dicho, pido perdón. No es mi intención. Comprendo que hace mucho tiempo que acabó la temporada española, y la gente tiene hambre de toros, pero ¡con este tiempo!..

¡Ay, el tiempo! Cosa digna de reflexión. Solo hay un elemento extraño que supera al tiempo en la imprescindibilidad de nuestra vida cotidiana, un mecanismo diabólico, del cual, la modernidad nos ha hecho drogodependietes: el teléfono móvil, o el celular, que dicen en Hispanoamérica. Claro que el móvil (ya cualquiera de ellos) dispone de una aplicación que nos indica, con pelos y señales, el tiempo que va a hacer de aquí a una semana. Digo el tiempo y me refiero a la información meteorológica de primera mano, que aparece en la pantalla a golpe de táctil. ¡Qué tiempos, Señor!

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