Esta
es la verdadera historia de un hombre acostumbrado a jugarse la vida delante de
un toro y que decidió quitársela en la soledad de su habitación. La tragedia
del torero de Manizales ha conmocionado a la ciudad que vive sus días de feria.
Consternación en el toreo colombiano.
Rodrigo
Urrego Bautista
Revista
SEMANA
En la mañana del martes, cuando Manizales se
alistaba para su tercer día de feria, en una casa del barrio La Francia se
empezaba a sufrir una tragedia. Pasadas las 7 de la mañana, Noemi Cardona, la
dueña, entró a la habitación de su sobrino Andrés y no lo encontró. Lo único
que vio fue la cama destendida y a Chenel y Danú, una pareja de perros pitbull
con las patas estiradas en el suelo y aullando suavemente como el que quiere
contener el llanto. La mujer abrió la puerta del baño y ahí lo encontró sin
vida.
Entre las 6:30 de la mañana y faltando 20 minutos
para las 7:00, Gladys Cardona, su madre, le marcó al celular y Andrés le
contestó como de costumbre. La llamada no duró más de cinco minutos y él le
dijo que ya se iba a levantar para ir a entrenar. Pasadas las 7:30, la señora
Gladys recibió una llamada de su hermana Noemi.
-Véngase ya para la casa que algo pasó-, le dijo.
-¿Es Andrés?-, preguntó la madre angustiada.
-Sí-, respondió Noemi.
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Andrés de los Ríos (Manizales, 1982 – 2018) tenía
35 años. Alto, delgado, de nariz aguileña, ojos claros y pelo negro, crespo.
Estudiante del colegio jesuita San Luis Gonzaga donde lo recuerdan más como el
arquero del equipo de fútbol que como un estudiante descollante, aunque nunca
perdió un curso. No era un don juan aunque era de los pintas del salón, solo se
le conoció una novia, o por lo menos una que lo llevó por la calle de la
amargura. Lo suyo no eran las mujeres. El cigarrillo, su único mal hábito. Era
cliente fiel del Marlboro rojo. “Prendámonos un Chenel”, decía haciendo
referencia a su mayor ídolo, Antonio Chenel Antoñete, un famoso torero español
ya desaparecido al que siempre se le veía con un cigarrillo entre los labios.
Por eso, el macho de sus pitbull se llama Chenel, en homenaje a quien era su
espejo.
Su único vicio, el toro de lidia. Cuando tenía 16
años tomó la decisión de su vida. Dejó el colegio y se fue a Cali donde estaba
la mejor escuela de toreros del país. Y desde entonces hizo fama. En Manizales,
tierra de toros por excelencia, se decía que nunca nadie había toreado con el
arte y la elegancia que Andrés lo hacía.
Allí el destino le pondría en su camino a Ricardo
Rivera, un joven caleño que también quería ser torero. Primero se veían como
rivales, pero los dos, los alumnos más aventajados de la escuela, fueron
patrocinados para torear en España. Andrés ingresó en la escuela de Madrid,
Ricardo a la de Salamanca. Pasaron hambre y miedo juntos durante un par de
años, y desde entonces se hicieron almas gemelas. Ninguno podía vivir el uno
sin el otro.
Fue Andrés el primero que descolló. En la
temporada de 2005 se convirtió en el primer manizalita en presentarse en la
plaza de toros de Las Ventas de Madrid, la catedral mundial del toreo. Lo hizo
en calidad de novillero. Sus paisanos se ilusionaban con tener un torero de
talla mundial, a tal punto que un ilustre hijo de la perla del Ruiz, el maestro
Guillermo González Arenas, le compuso un pasodoble, privilegio que ningún otro
torero en el país ha tenido.
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El 5 de enero de 2006, Andrés recibió la alternativa
de matador de toros. Ese día compartió cartel con César Rincón y El Cid y lidió
dos toros de la ganadería Ernesto Gutiérrez, los toros de Manizales famosos por
su nobleza. El torero de la ciudad salió por la puerta grande con cuatro
orejas. Al año siguiente volvió a torear los toros de Gutiérrez, y volvió a
cortar cuatro orejas tras indultar un toro. En aquella ocasión dos figurones
como Rincón y El Juli fueron testigos.
Parecía que Manizales por fin tendría un torero. Y
cuando se suponía que la empresas taurinas se volcarían para volverlo figura,
sucedió todo lo contrario. Andrés creía que lo que había hecho en el ruedo era
suficiente para que lo contrataran en todas las plazas, pero comprobó que eso
era lo de menos, y que en lugar de recibir la llamada de un empresario, tenía
que ir a buscarlo, como suplicándole una oportunidad. Nunca lo hizo porque
decía que eso no era de toreros. Consecuencia, a Andrés no le daban toros, y
para colmo la mala suerte se ensañó con él.
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En Manizales no volvió a torear los toros de
Gutiérrez. Lo mandaron a enfrentarse a toros más para gladiadores que para
artistas. “Ni que hubiera mirado un tuerto, o que hubiera matado una monja”,
solía decir cuando las pocas tardes que toreaba sus toros eran los peores, no
embestían, se lesionaban, les faltaba fuerza, y se marchaba a casa llorando por
no haber podido pegar un muletazo, como sucedió el pasado mes de octubre,
cuando hizo el que sería su último paseíllo en su Manizales del alma, al lado
de otros cinco toreros que buscaban una oportunidad en los carteles de la
feria. Andrés se marchó derrotado, la oportunidad de torear en la feria no
llegó.
En la Santamaría de Bogotá no lo quisieron ver. A
pesar que de novillero había cortado tres orejas con una mano fracturada, los
empresarios nunca le dieron la oportunidad de confirmar su alternativa. Y en
Cali, de donde había sido alumno, lo despacharon en un par de temporadas, y
apenas le dieron cuartel el pasado 13 de diciembre, también en un cartel de
oportunidad ante un solo toro, y como si fuera una maldición, otra vez le tocó
bailar con la más fea. Sería su última corrida.
Para completar, la prensa taurina colombiana nunca
lo quiso. Ni a él ni a su amigo Ricardo. No daban entrevistas antes de las
corridas, pues el miedo que los carcomía por dentro los dejaba sin palabras.
Pero a juicio de los periodistas ese era un grave desplante que había que
cobrar. La señora Gladys dejó de escuchar las corridas de su hijo por radio
porque los comentaristas no solo destrozaban al torero, sino que inventaban
falsas historias de su vida privada. Alguna vez una señora en una barrera le
reclamó que por qué no sonreía, y Andrés con la sabiduría propia del caldense y
sus apuntes de guasa le dijo: “porque no voy a torear conejos”.
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Pese a no tener contratos, Andrés se levantaba a
diario a entrenar como si fuera a torear el siguiente domingo. Salía al
amanecer de la casa del barrio La Francia con sus perros, sus dos verdaderos
amores, al parque Los Alcázares. Se le iba las mañanas corriendo y toreando de
salón, y al medio día iba a la casa de su madre en el barrio Palermo, donde
almorzaba y hacía la siesta. Lo hacía caminando algunas veces, otras en bus,
donde sus paisanos lo reconocían y lo saludaban con la palabra Torero. En la
tarde volvía a su casa a ver videos de corridas de toros o a leer libros de
toros. Esa era su vida.
Hace cinco años, cuando parecía estar al borde del
abismo, junto a su amigo Ricardo se las ingeniaron para torear. Como nadie los
contrataba montaban sus propias corridas, eran toreros y empresarios. Y cuando
no había ferias guardaban más de la mitad del dinero que se ganaban para
comprar toros y torearlos a puerta cerrada, en la plaza de Popayán, pues esa
era la única manera de progresar. Los dos compartieron cartel en muchos pueblos
del país, y en la plaza de Palmira, en el año 2014, salieron a hombros juntos
tras una tarde triunfal, pero era una plaza de segunda, y pocos se enteraron.
Con las puertas de las plazas cerradas, sin una
sola invitación de un ganadero para torear siquiera una vaca, era natural que
el demonio de la depresión rondara por la cabeza de un torero que no torea.
Pero las campanadas del nuevo año sonaban con ilusión. Sin oportunidades en su
patria, Andrés había decidido ir a España donde se hacen los toreros y emprender
el último esfuerzo.
Ya tenía la visa, los tiquetes. Entre su padre
Alfonso de los Ríos, su madre, sus tías, un par de amigos y unos fieles
partidarios se reunió un dinero importante, para que arrendara un apartamento
por un año, para que se alimentara, y para que viajara a ganaderías. Le había
pedido al torero Diego Robles, quien tiene un cuartel de preparación de toreros
en Sanlúcar de Barrameda (Cádiz), y experto en resucitar a más de un torero sin
ilusión, que lo recibiera y dirigiera sus entrenamientos. Este aceptó. Ricardo
le había dado un traje de luces blanco y plata, el de su alternativa, para que
lo vendiera y con el dinero pudiera comprarse un toro, para empezar. Todo
estaba listo. El 20 de enero partía rumbo a España a jugarse su última carta. Y
en esta feria de Manizales su familia lo consentía mientras llegaba el momento
de cruzar el charco.
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Rafael Gómez, un abogado también de 35 años, que
reparte su tiempo entre juzgados representando maleantes como defensor de
oficio, y aulas de clase como profesor de Derecho penal, es amigo de Andrés
desde que tenían cinco años. Estudiaron juntos la primaria y el bachillerato.
“Muchacho”, se llamaban el uno al otro. Así se despidieron la noche del lunes,
cuando un diluvio que cayó sobre Manizales les aguo una noche de feria.
El martes se habían encontrado para ir a la
corrida de toros. Andrés se amargó mucho viendo cómo los toros de esa tarde
embestían como él siempre había soñado que le embistiera un toro. Pero él
estaba en el tendido y en el ruedo otro torero se llevaba la gloria. De allí
salieron con otros amigos a tomarse unos rones. Y como a Andrés siempre le ha
gustado la música de plancha y despecho, fueron a la plaza de Bolívar al
concierto del venezolano Rudy Márquez, uno de sus preferidos. El artista se
asomó y cantó solo una canción antes de refugiarse del agua. Ni en un concierto
gratis hubo fortuna.
Antes de las 8:00 de la mañana, cuando Gladys iba
en un taxi camino a la casa de su hermana, llamó a Rafael y le preguntó qué
había pasado con Andrés. Este le contó que aquella tarde estuvo extrañamente
cansón, y que hasta se la montó a unos policías a los que les impuso un
comparendo. “No tomamos nada en comparación a las que nos hemos pegado”. Reía y
cantaba, estaba feliz, pero cuando le propusieron seguirla, dijo que tenía que
madrugar, y que había que guardar fuerzas porque la feria apenas estaba comenzando.
Lo que Gladys pensó fue que Andrés había llegado
tarde y que se había ido caminando bajando faldas hasta La Francia y que en
esas lo habían atracado. Se imaginó verlo herido, pero nunca una tragedia.
Cuando llegó a la puerta su hermana Noemi le pidió calma, pero ella la apartó
de su camino y subió las escaleras hasta la habitación de su hijo. Chenel y
Danú lloraban sin ladrar, apretando los dientes con furia y rabia, y
revolcándose en el piso. La madre entró al baño y vio a su hijo como jamás se
hubiera imaginado verlo. “No me atreví a tocarlo”, confesó.
La noticia corrió por las calles de Manizales.
Policías, vendedores ambulantes, emboladores, todos hablaban del suicidio del
torero de Manizales. Caracol Radio en su emisión local la dio por confirmada a
eso de las 9:30 de la mañana, el locutor se atrevió a decir que se había ido de
priva (borrachera) la noche anterior, y su compañero hasta insinuó que se
trataba de un tema amoroso. Y hasta los comentaristas de RCN se atrevieron a
llamar a la señora Gladys en la transmisión de la corrida, pero Santiago, el
mayor de los hermanos, les pidió el mínimo de respeto con la voz entrecortada,
antes de colgarles el teléfono. Nunca lo tuvieron. Las creativas transmisiones
radiales acostumbraban a llamar a la habitación del torero cuando se estaba
vistiendo de luces. Las figuras españolas que venían a forrarse de dinero eran
felices con darles coba. Pero se encontraron con un torero que en instantes de
intimidad nunca les pasó al teléfono. Nunca se lo perdonaron.
Pero fue en la plaza de toros donde la noticia
conmocionó a los taurinos que por estos días andan de feria. Los banderilleros
de su cuadrilla, los novilleros que lo admiraban, las grandes figuras que
compartieron cartel, a todos sin excepción se les arrugó el corazón al conocer
la tragedia. Nadie lo podía creer. Y hasta el cielo de Manizales se encapotó y
dejó caer agua durante todo el día, como si no se le agotaran las lágrimas.
“Es que no lo entiendo, no entiendo su conducta.
Solo hablábamos de cómo cambiar esta vuelta y ya lo teníamos decidido”, decía
Ricardo, a quien la noticia lo sorprendió en Cali y de inmediato viajó a
Manizales. Andrés le había mandado un par de mensajes de voz antes de las seis
de la mañana. “Algo anda mal”, recordó que fue su primera reacción luego de
escucharlos.
-¿Tenía enemigos, había recibido amenazas?-,
preguntó el funcionario de la Fiscalía encargado del levantamiento del cuerpo.
-Nadie-, respondió Santiago Gómez, otro torero de
Manizales que también había estado con Andrés en el concierto de la plaza de
Bolívar.
-¿Era mujeriego, tenía alguna decepción amorosa?-
interrogó el funcionario.
-El toro era su amor. Uno le decía mire esa
‘chimba’ que viene caminando, y él decía, chimba salir cortarle dos orejas a un
toro en Madrid-, dijo Santiago.
Hace quince años Andrés de los Ríos había decidido
que lo suyo era jugarse la vida ante los toros. Vestirse de torero y burlar la
muerte cada tarde. Había que tener valor para escoger ese camino. Por eso no se
explica que un hombre acostumbrado a bailar entre la vida y la muerte ante un
toro de 500 kilos con dos puñales en su cabeza la haya perdido en silencio, en
la soledad de su habitación. Dicen que cuando los toreros atraviesan los
límites del valor encuentran la muerte. No fue en el ruedo, pero Andrés cruzó
esa delgada línea. La misma que lo llevó a dar ese paso que los cobardes no se
atreverían, y aunque fuera la peor decisión, y ahora muchos lo señalen de
cobarde, tuvo el valor para asumirla. Se quitó lo único que tenía, la vida, y
mandó a todos a la mierda, como decía en aquellas noches de desesperación,
queriendo acabar con todos los tormentos que agobiaban su cabeza.
Noemi perdió a su única compañía, Gladys al hijo
que tanto adoraba, Chenel y Danú a su amo, Ricardo a su hermano, a su cómplice,
Rafael a su muchacho, Felipe -su hermano menor- sin a quién servirle las
espadas, y Manizales a su torero. Hoy Manizales tiene un dolor en el alma, ese
dolor se llama Andrés de los Ríos.
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