FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman
A Victorino le han premiado, una vez más. A Victorino le han
reconocido su valiosísimo aporte a la Tauromaquia con la concesión del Premio
Nacional por su excepcional temporada de este 2016 que agoniza, taurinamente
hablando. Victorino es, sin duda, el icono más preclaro –tácitamente así
reconocido, incluso, por sus propios compañeros de fatigas–, el punto de
inflexión elevado a perpetuidad, en la sacrificada tarea de criar toros de
lidia, que es tanto como decir el magistral voleador de la semilla que hace
brotar en el surco de la dehesa, entre encinas, olivos, fresnos y alcornoques,
la espiga fuerte y galana de la casta brava, esto es, el pan del que se nutre
–sustancia vital– la fiesta de los toros.
A Victorino le conocí hace un porrón de años, cuando me
afanaba por sacar adelante mi titulación de arquitectura técnica y hacía mis pinitos
en la información taurina. Era entonces Victorino un tipo simpático, un
espécimen rural con vocación transgresora que platicaba con verborrea
incontenible sobre la configuración del tipo de toro que necesitaba la Fiesta
para ejercer de revulsivo vindicatorio de su grandeza. El tipo de toro era,
naturalmente, el suyo, aquél toro que despertó en mi cuerpo flaco y juvenil los
livores del miedo cuando lo tuve a tiro de piedra en su finquita de Galapagar.
Aquéllos toros anchos y redondos de grupa, hocico afilado, ensillados de lomo,
de mirada agresiva y penetrante, pieles cárdenas y cuernos agrisados y buidos
espantaban a cualquiera, y Victorino se los ofrecía a la empresa de la Plaza de
Madrid, para quien quisiera algo con ellos, a precio de saldo. O incluso, en un
ejercicio de temeraria seguridad en su esplendoroso juego, gratis, si falta
hiciere.
En aquél tiempo, ambos íbamos por Madrid, cada cual con su
hatillo al hombro: el uno, con la mercancía de sus feroces toros, el otro con
la inconcreta vaciedad de una carga de ilusiones en los primeros pasos de mis
letras taurinas. Nació entonces entrambos una especie de comunión fraternal,
una sólida amistad que fue anudando la voluntad de dos aventureros a quienes la
notable y notoria escala de la edad no pudo empecer la cristalización y
limpidez de sus ideales.
Por estas y otras muchas cosas que el correr de los años –y
el Destino– ha querido mantener y potenciar, dentro de dos actividades bien
distintas, pero ejercidas en el mismo campo de acción, me produce una inmensa
satisfacción que mi muy querido amigo Victorino Martín Andrés haya sido
galardonado con el Premio que a nivel nacional concede el Ministerio de
Educación, Cultura y Deporte, por su incomparable trayectoria como ganadero de
reses bravas y, también, por la protección del valiosísimo patrimonio ecológico
que encierra la Tauromaquia.
Esto último, lo del patrimonio ecológico, me parece de suma
importancia, porque ya va siendo hora de que se reconozca pública y
oficialmente la ingente, sacrificada e injustamente valorada labor de los
ganaderos de bravo españoles. ¡Cuánta injusticia y cuánta vileza se derrama
sobre ellos! ¡Qué más quisieran los ganaderos, que sus toros salieran fuertes,
bravos y poderosos, encastados y nobles! ¡Qué más quisieran! El laureado
profesor Cesáreo Sanz Egaña sentenció hace ochenta años que el toro de lidia es
la aportación más importante que han hecho los ganaderos de este país a la
zootecnia universal.
Ahora bien, a Victorino, como a sus toros, hay que echarle
de comer aparte, con perdón. Victorino lo ha tenido claro desde el primer
momento: ha sido fiel a sí mismo, a su filosofía y a su concepto del toro de
lidia. Ante todo, mantener la tipología del encaste Albaserrada, sin
preocuparse de las modas o de las exigencias de la torería andante. El toro, su
toro, tiene que tener, ante todo, personalidad, en presencia y en esencia. Y
así, manteniendo una línea imperturbable, una derechura pétrea de conceptos, y
una capacidad de aguante increíble, ha creado una ganadería emblemática,
envidiada y codiciada por sus colegas, respetada por los toreros y demandada
por los aficionados. ¿Qué más se puede pedir?
Es bien cierto que, en una trayectoria tan increíblemente
exitosa, tan plagada de triunfos resonantes, tan esplendorosa y tan dilatada,
ha jugado un papel fundamental su hijo, el Victorino más refinado, más culto,
más preparado académicamente, pero no menos trabajador y menos enamorado del
campo bravo y de sus toros. En esos temas, padre e hijo andan a la par; pero el
vástago ha aportado al arte de criar reses bravas –arte, es, no lo duden—el
estudio de un proceso alimenticio peculiar, genuino, no transferible –lo
mantiene en secreto—y un manejo excepcional del ganado. Era, con toda
seguridad, lo que necesitaba el viejo Victorino para culminar su obra
magistral.
En mi libro Los Toros Contados con Sencillez, al tratar el
tema del toro de lidia, dediqué a
Victorino Martín un capítulo especial, declarando sin ambages que es el mejor
ganadero del siglo XX. Añado ahora: y también del XXI, si nadie lo remedia, con
lo cual resuelvo que es el mejor criador de toros bravos de la Historia de la
Tauromaquia.
Me complace evocar ahora los felices días vividos junto a
aquél tipo socarrón con quien recorría las tascas de Los Madriles de finales de
los años 60, por las calles de La Victoria, La Cruz o del Príncipe, tapeando y
chateando, sintiendo de cerca el vigor con que defendía un proyecto ganadero
que marcaba ruina, el centelleo del diente de oro de su sonrisa y las mil y una
anécdotas que adornaban sus vivencias de lechería, sus andanzas por los pueblos
de la sierra de Madrid aledaños a Galapagar, el periplo que recorría para
llevar el ganado por majadas y veredas, atravesando el Prado del Rey –donde
después se levantó el edificio de la primera televisión española—para llegar a
las cancelas de La Muñoza… Era todo un personaje, lleno de vitalidad.
Aquélla vitalidad de mi amigo Victorino ha ido mermándose,
paulatinamente. La vida es así de cruel. Hace unos meses, en Valladolid, me
pareció detectar que no me reconocía con el afecto de siempre, pero de
inmediato recobró su energía habitual y me estuvo dando palique un buen rato.
Lamento que estos reconocimientos –hace un par de años,
creo, también recogió la Medalla al Mérito en las Bellas Artes—no se hayan
producido cuando el galardonado estaba en plenitud de facultades, para que
pudiera comprobar en su justa dimensión la gratitud y la ovación atronadora que
le dispensa toda la afición taurina, y la pleitesía que le rinden todos los
estamentos de la fiesta de los toros. En el fondo, no importa, porque la
palmaria realidad es que Victorino, mi
amigo, acabó siendo el mejor de todos los tiempos.
Que sus legatarios, hijos, nietas y biznietas, tengan bien
claro que tienen en sus manos un patrimonio inconmensurable. El tesoro del más
grande entre los grandes. Per saecula saeculorum. Amén.
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