Carlos Ruiz Villasuso
Es una cuestión de duende. No de tener eso que dicen
“ángel”, o que te inspiren las “musas”. Eso es fotocopiar con gracia (ángel) o
esperar a que te soplen al oído (musas).
Lorca buscaba el duende, que es esa pelea que traemos en las
tripas, en el alma, en las médulas de los huesos, esa bulla que se enreda en
los vuelos de una muleta o en los flecos de un teclado al escribir. Un chorro
de tormenta que jamás es igual y que afea a la técnica, expulsa al método y
manda al carajo a la ciencia. No estoy hablando del arte. Hablo de su ser
superior: el duende.
El duende es propio de los que no saben que no existe el
consuelo el día que no se tiene y de los que saben que explicarlo... si se
explica no es duende. Quién puede explicar lo que se ha de ver o se ha de leer.
O tocar. O eso. Hay que torear, escribir, pintar, dibujar con las yemas a una
mujer, como si siempre uno estuviera endeudado. O como si mañana se cerrara el
calendario por falta de días. El duende no deja huellas caseras de sus
angustias, como cuando decimos que no vienen las musas. El duende no viene,
está o no está. Porque, tantas veces, estando, no viene.
El duende no es dos veces, nunca se repite ni se copia. Una
ola en el mar jamás es igual a la anterior o a la siguiente. El duende bautiza
las cosas ya bautizadas. Nadie inventó el beso y hay quien lo hace nuevo encima
de una espalda. O una verónica, que mira si tiene horas detrás. Un mirar. El
duende huele a llanto de bebé, a sudor de los pinos, a mundo recién parido. Yo
casi nunca tengo el duende metido por dentro, ese veneno que entra por los pies
para agitar los tuétanos. Una vez creí tenerlo entre los pies y sólo era que se
me había caído al suelo un espagueti en forma de signo del infinito.
Pocas artes tienen lugar para el duende. La pintura, como la
escultura, es más de musas. De eso que llaman inspiración, porque un cuadro se
tarda en crear y el duende no es, ni mucho menos, tantos días. Si lo fuera,
sería trabajo, y un duende no trabaja. Si acaso conozco a algún pintor que,
algunos días u horas, ha tenido su duende. Al idear el cuadro, en su mente, por
dentro. Al pintarlo, no. Y el escultor, igual. Escribiendo sí hay duende. Lo
notas porque hay una locura que fluye más rápido que lo que resulta del teclear
y porque, sucede a ciertas horas, y, sobre todo, porque cansa.
Cansa mucho. Fatiga y te vacía eso que se traduce en líneas,
de un poema o una ficción enloquecida por la vida. Y el baile. Y el flamenco.
Ahí sí. A deshoras tantas veces. El flamenco tiene su hora si es con duende. ¿A
qué hora? Pues muy de noche, pero sin reloj. Como el baile por esos palos.
Igual. Y el toreo. El toreo con duende es el toreo. No digo que lo otro no lo
sea, pero con duende lo es seguro. El resto es depende. Y, cuidado, no hay un
torero duende ni duende en un torero en coincidencia espacio/tiempo. No a todas
horas. Unas veces se le mete por las muñecas y ahí sí. Pero no todos los días.
Ni en todos los toros.
Por eso no creo en el toreo artista. Creo en los toreros que
hacen arte, o que crean arte. Eso del toreo artista es como decir el pintor
artista. Artistas lo serían todos pues hemos concluido que el toreo es arte. Yo
hablo del duende, que es lo que manda al arte a los albañiles. Y éste no es de
lunes a lunes, a la misma hora del paseo. De vez en cuando, cuando se alinean
los astros y el torero tiene necesidad de sacar de las entrañas algo parecido a
un parto sin epidural, sacar de dentro los demonios o los ángeles o lo que sea.
Ahí es. Se sabe porque hasta la sombra camina cansada luego del último
muletazo.
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