PACO AGUADO
La temporada española que termina, a menos de un mes vista
ya del cierre zaragozano, ha acabado tomando la intensidad y la trascendencia
que se había echado en falta desde su arranque. Por fin han llegado a las
plazas las sorpresas y la incertidumbre. Y de una vez han aparecido nuevos
nombres en los carteles y en los titulares de prensa para hacer perder el
control a quienes ocupan la sala de mandos.
Después de la mediocre calma chicha que dominó las ferias
hasta bien entrado el verano, generada y buscada por el dominio absoluto que
ejercen las fuerzas más conservadoras del toreo, ha sido el toro, como siempre,
quien ha acabado rompiendo todas las estrategias previstas de empresarios y
figuras, sin que ya nadie haya sido capaz este septiembre de ponerle compuertas
al aluvión de la lógica y de la justicia.
Desde mitad de verano en adelante, la multiplicación de
festejos y el consiguiente aumento de probabilidades de percances han traído
aparejada la apertura de los hasta entonces cerrados carteles de las ferias. Y
por esos huecos ha ido poco a poco metiendo la cabeza ese grupo de toreros que,
jóvenes o veteranos, hace tiempo que intentaban acceder con méritos pero sin
éxito al cerrado banquete de los acomodados.
Las cornadas y las lesiones de muchos de los matadores que
ocupan los lugares de privilegio han dado lugar a un sinfín de forzosas y
provechosas sustituciones –que certero es, sobre todo a finales de verano, ese
viejo dicho que asegura que unos las firman y otros las torean- que están
haciendo resquebrajarse el monolítico estatus de las grandes ferias.
Es así como estas últimas semanas estamos viviendo un duro y
apasionante sprint final de temporada en el que son los aspirantes los que
están marcando un ritmo auténticamente endiablado a poco que, a base de
codazos, han podido situarse junto a los que parecían perpetuos líderes de esta
carrera de obstáculos.
La apertura de carteles, ya tan necesaria como urgente para
bien del propio espectáculo, ha hecho que vuelva a aflorar en los ruedos el
sagrado valor taurino de la competencia, forzando a las figuras consagradas y a
las establecidas por el sistema a salirse de una vez de la aburrida comodidad
en que estaban instalados.
Así que, a fuerza de tener que atarse de nuevo los machos en
cada paseíllo, ya sin relajados besitos de coleguitas ni palmadas en el culo en
los patios de cuadrillas, han salido a flote las virtudes y los defectos de
cada uno de estos líderes. Y mientras que algunos han vuelto a confirmar su
solidez, también los hay que, ya sea por la frescura y las ganas de comerse el
mundo de los aspirantes más jóvenes o por la calidad y la maestría de los
veteranos, van perdiendo notablemente en la comparación.
El caso es que ya era hora de se moviera el anquilosado
escalafón, y no de una forma dirigida por intereses espurios, como estaba
siendo tristemente habitual, sino por la aplicación inmisericorde de la ley
natural de la selva del toreo: la del más fuerte, la del más valiente, la de
los que mejor transmiten la grandeza y la intensidad de este arte de héroes
locos.
Esa vieja ley del toreo suele ser cruel, y dura, pues exige
de los consagrados un constante esfuerzo por hacer valer los privilegios
adquiridos, y de los aspirantes al trono, de cada nueva generación de
alternativa, una entrega desmedida cada tarde como si fuera la última. Y como
consecuencia de ambas, se puede llegar a unos resultados de doble cara: la del
triunfo o, en ocasiones, la de esas cornadas que, por todo ello, están
salpicando cada día las reseñas de estas últimas corridas de la temporada.
Pero nadie dijo nunca que ser figura del toreo, o
pretenderlo con fundamento, fuera fácil. Ni que las temporadas taurinas deban
ser una decadente balsa de aceite en la que se ahoguen las pasiones. El toreo,
la rivalidad y la lucha por la supervivencia de los toreros fue siempre como un
mar embravecido. O si lo prefieren, una dura carrera que cada otoño vivía
finales tan apasionantes y selectivos como este de 2015 que anuncia la llegada,
por fin, de un sano cambio de ciclo.
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