FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman
Foto: EFE
Tardes como estas dan que
pensar. Por una parte refuerzan la
teoría de que los toros –como las
personas— tienen días, porque de lo
contrario no se explica que dentro de una misma camada o de una misma reata, salgan
individuos de carácter tan diferente, y
por otra, constatan la evidencia de que,
asumido por el público el pésimo juego
del ganado, el ganadero sale de la Plaza
tan orondo y el torero, abatido, derrotado,
envuelto en una bronca monumental y entre una lluvia de almohadillas.
Manuel Jesús El Cid, echó
el resto en la apuesta más dura de su
carrera taurina. Más dura, con
diferencia que la de Bilbao, también con seis buenos mozos de la “A” coronada, de la
que salió magnífico y reforzado. En esta
de Madrid, se jugaba mucho más: su
vindicación como torero de máxima
importancia entre los de su generación.
Tiró la moneda y le salió cruz, del
envés, del revés. Quedó, pues, boca abajo, ofreciendo en bajorrelieve la trilogía
del desencanto, la desesperación y el
sufrimiento. A partir de hoy, las cosas
van a cambiar y a afectar negativamente
en la trayectoria de la temporada, y El
Cid lo sabe.
Cuando suceden estas cosas,
el público de toros en España, en
general, una de dos, o no sabe discernir
o no quiere que el fracaso se comparta.
Toda la culpa cae sobre la espalda del
torero.
No quiere esto decir que
aliente la iracundia en otra dirección,
pero sí que se repartan las
responsabilidades. En la pasada feria de abril de Sevilla, Victorino echó una gran corrida
de toros, con un ejemplar de bandera, al
que toreó superiormente Antonio Ferrera,
pero, en la ocasión que nos ocupa, toda
la corrida, en mayor o menor grado, ha
sido verdaderamente infumable, imposible
para el mínimo lucimiento, entendiendo
por tal el toreo concebido como arte. No
hay cristiano que le pueda meter mano a
un lote de toros de tan desabrido carácter, con tan indisimulado espíritu maligno. A los
victorinos de ayer, no les pega pases ni
el mismísimo Rodrigo Díaz de Vivar o El
Guerra que resucitaran.
Vendrán ahora los adalides
de la conspicua afición y dirán que
había que haber lidiado sobre las
piernas, que todos los toros tienen su lidia,
que hay que poder primero y matar guapamente después… Ya, ya. Hace esto El Cid ayer y
sale escoltado por las FOP. Manuel, el
hombre, intentó hacer el toreo que de él
se espera, esto es, largo, templado y ligado,
especialmente sobre la mano izquierda.
Decenas de veces lo ha hecho en esta
misma Plaza, ante toros de este temido
hierro. En ella y con ellos forjó su
carrera y ganó su prestigio; pero los pájaros de cuentas de ayer, como si quisieran pasarle
una factura atrasada, le pusieron contra
las cuerdas. Y el público, que le había
mostrado su apoyo nada más deshacerse el
paseíllo con una cariñosa ovación, le
enseñó las uñas en el último tramo de la
corrida, dejando como paupérrima sanción
a los principales causantes de la derrota
una póstuma ración de pitos sobre el cadáver cárdeno de los tres últimos toros. Incluso
hubo quien, en un alarde de inaudita
estupidez, aplaudió a las alimañas, para
zaherir aún más al hombre que las
abatió, abocándole a su propio
abatimiento.
El Cid fracasó porque no le
salieron bien las cuentas ni le
embistieron los toros; pero no fracasó
sin paliativos. En el victorino que abrió el
festejo impuso su autoridad frente un toro bronco e inquieto, que comenzó frenándose ante
el capote y acabó sin terminar de pasar
en el remate de los muletazos. Dibujó
algunas trincherillas garbosas y tal
cual natural de buen trazo, pero le pegó
un horrible metisaca sabe Dios dónde. A
partir de ese desagradable episodio
comenzó la cuestabajo de la corrida. El
segundo, mal picado, fue rebañón, con la cara alta y reponiendo terreno cuando perdía el
faldón de la muleta, el tercero, un
marmolillo, sin celo y sin entrega, el
cuarto cortó la salida a los
banderilleros, y esperó paciente hasta hacer carne en la axila de uno de ellos, David
Pirri. Fue este un tercio caótico, en el
que los hombres de plata o azabache
estaban literalmente vendidos a las
maniobras arteras de aquél toro malandrín.
El quinto, de preciosa lámina, más de lo mismo, otro cazador furtivo de toreros que afortunadamente no encontró pieza, y el
sexto, el último sicario de tan
destructivo lote. Ni un pase. Al menos,
ni un pase de mediana calidad.
Repetimos: infumable corrida.
Poco antes de que dieran
las nueve, cruzaba El Cid el ruedo de
Las Ventas, ya sembrado de almohadillas,
en dirección al patio de caballos. Caían
sobre él denuestos y silbidos. ¿Pudo estar
mejor? Lo dudo, pero ello no obsta para que eludamos el calificar de fracaso su
intentona vindicativa.
En las Plazas americanas,
especialmente las colombianas, cuando
una corrida de toros sale mansa,
peligrosa e imposible para el lucimiento,
el público grita a coro: ¡Ganadero, pícaro…! He visto a más de uno acharado, con las
orejas gachas, salir del burladero del
callejón, expulsado por el clamor
popular. También el torero llevó lo
suyo, pero –qué cosas—bastante menos que
el criador de los elementos de su
infortunio. Lejos de nuestro querido solar, las cosas se ven de otra manera.
Corolario:
Un torero de Salteras sale
de Las Ventas entre el griterío de una
afición –una masa de público, más
bien—desencantada, con una sentencia: ya
no es lo que era. Y un ganadero de Galapagar, con otra bien distinta: los bravos quedaron
en el campo. El manejo de los tópicos, a
veces, es caprichoso.
Si aquél rey de Israel
llamado Salomón llega a ver esto, y se
sometiera a su severo juicio, hubiera
emitido un veredicto más ajustado a la
realidad. Una solución, como la célebre suya, bien drástica, pero más acertada.
FICHA DEL FESTEJO
Madrid, Plaza de Las Ventas. Feria de San Isidro. Vigésimonovena de
feria.
Ganadería: Victorino Martín. Corrida bien
presentada, musculada y bien armada, en
la que solo el primer toro, aunque
brusco y de viaje corto, ofreció alguna
opción al torero; el resto, fue un desfile de bravucones de mala casta, que apretaron al caballo de picar y buscaron al
torero en todos los pasajes de la lidia,
especialmente, los lidiados en cuarto,
quinto y sexto lugar, que fueron
auténticas alimañas. En resumen, corrida
imposible para el arte del toreo.
Espada: Manuel
Jesús El Cid, en solitario (de nazareno y oro), metisaca en el costillar (silencio),
media estocada (silencio), estocada
caída (silencio), estocada y dos
descabellos (silencio) media estocada y
tres descabellos (pitos) y media y
descabellos (pitos).
Entrada: Casi lleno.
Cuadrillas: picaron bien Francisco María y Tito Sandoval. En banderillas arriesgaron Curro Robles y, sobre todo, Cándido
Cruz.
Incidencias: El cuarto toro
alcanzó al banderillero David Saugar, Pirri, infiriéndole una cornada
en la axila derecha, de 15 centímetros.
Pronóstico, menos grave. Tarde
veraniega.
El Cid abandonó la Plaza entre
gran bronca y lanzamiento de
almohadillas.
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