La sociedad ha
cambiado, la Tauromaquia sigue inamovible
José Aledón, un
estudioso acreditado sobre la Tauromaquia, se plantea en este artículo una cuestión de fondo muy relevante.
Parte de una constatación evidente: Todos estamos de acuerdo en que la sociedad
española de 2015 tiene poco que ver con
la de, por ejemplo, 1975. Han cambiado profundamente; sin embargo, en sus
aspectos fundamentales casi nada ha cambiado en la Tauromaquia, es decir, en la corrida de toros, desde hace ya muchas
--demasiadas-- décadas. Y frente a esta
contraposición plantea la gran pregunta: "¿qué cambios deberían llevarse
a cabo en ella para conservar su lugar
en la España del siglo XXI?".
JOSÉ ALEDÓN
No, no es éste un artículo sobre política aunque su título pueda inducir
a pensar lo contrario y aunque la
política y sus consecuencias ejerza una acción nada desdeñable sobre la materia objeto de nuestra
preocupación. Es una reflexión sobre la
Tauromaquia de hoy y sobre la urgente necesidad de un debate libre de tópicos y complejos a fin de asegurar la
pervivencia de la misma en estos agitados (¿cuáles no lo han sido?) tiempos.
Como tantas veces y tantos comunicadores taurinos han manifestado, hay
un amenaza exterior a la Tauromaquia,
pero también hay una interior, silenciosa, pero
no menos letal que la otra y no me estoy refiriendo sólo al aspecto
económico y organizativo del negocio
taurino, sino a la manifestación en los ruedos de la Tauromaquia y eso atañe directamente a
toreros (de a pie y a caballo), ganaderos,
apoderados, empresarios (a veces estas tres funciones se dan en una
sola persona o empresa), aficionados y
público, es decir a todo el llamado “planeta de
los toros”.
Un error frecuente en los distintos análisis del comportamiento de los
partidos políticos con respecto a los
toros es ignorar la potente corriente animalista, procedente de una determinada visión de la
ecología, que ha impregnado la sociedad
occidental en las últimas décadas. A
veces sale a colación la asistencia a
corridas de toros de algunos personajes de izquierdas de los años veinte o treinta del siglo pasado y nos asombramos de
que una buena parte de los políticos y
gente de izquierdas de hoy escurran el bulto o se declaren contrarios al mismo hecho pero no cabe el asombro, pues la
sensibilidad social hacia determinados
hechos ha dado un giro copernicano respecto a la de aquellos tiempos. Entre esos hechos uno muy destacado
es la Tauromaquia. No nos sirve pues la
comparación. Eran otros tiempos.
Todos estamos de acuerdo en que la sociedad española de 2015 tiene poco
que ver con la de, por ejemplo, 1975.
Han cambiado profundamente --siempre
hablando en general-- las relaciones entre los sexos, la naturaleza del
matrimonio y la familia, las
instituciones y su función, la relación de la sociedad con el medio ambiente, etc. Hasta una institución milenaria y notable
por su inmovilismo y lentitud en la
generación y aplicación de cambios, como es la Iglesia Católica, no ha tenido --no tiene-- más remedio que llevar
a cabo cambios de mayor o menor calado,
inimaginables hace sólo medio siglo, si quiere sobrevivir (lo logrará porque por algo tiene casi ya dos mil años) y
ejercer su función en el siglo XXI.
Sin embargo, ¿qué ha cambiado en la Tauromaquia, es decir, en la corrida
de toros, desde hace ya muchas
--demasiadas-- décadas? Y, ¿qué cambios
deberían llevarse a cabo en ella para conservar su lugar en la España
del siglo XXI?
En su día hubo un cambio fundamental en su naturaleza que hoy no
podemos calibrar en su justa medida. Fue
la implantación, en los años veinte del siglo
pasado, del peto al caballo de picar. Aparte de la mayor escasez de
equinos para tal función, por efecto de
la mecanización del transporte de mercancías y
personas, otra razón, y no menor, fue la entonces llamada “humanización
de la Fiesta”. Aficionados y público ya
empezaban a ver con cierta repugnancia a jacos
desbocados corriendo por el ruedo pisándose sus propias entrañas después
de un cornalón. Los animalistas de
entonces se compadecían del caballo y no - o
mucho menos - del toro.
Hubo una gran conmoción sobre el particular tanto entre los
profesionales del toreo como entre
críticos y aficionados, siendo de gran interés la opinión al respecto de Ignacio Sánchez Mejías,
manifiesta en una crónica (escribió cuatro
para ese medio) titulada “El guardia de la porra, director de lidia”
publicada en “El Heraldo de Madrid” del
4 de junio de 1929 (edición de la
noche), de la que entresacamos los
siguiente párrafos:
“La muerte del caballo no debe formar parte de las corridas de toros; es
a ella lo que la muerte del aviador a la
aviación o la catástrofe al ferrocarril. Un toro bien lidiado no debe matar ningún caballo. La
suerte de picar tiene sus reglas fijas y
precisas y ninguna de ellas consiste en que el toro coja al caballo,
sino todo lo contrario.
Antonio Miura nos refería cómo en su casa, en la antigüedad, se
prestaban caballos a algún que otro
célebre picador, que después de lidiar quince o veinte toros los devolvían a la cuadra de donde
salieron sanos y salvos de todo peligro.
Hay más. Repasando los anales de la plaza de la Maestranza de Sevilla,
entre los documentos sacados a relucir
por el marqués de Tablantes, hay tres detalles que no dejan lugar a dudas sobre esta cuestión;
durante diez años no hay ningún picador
lesionado y durante quince sólo hay un accidente mortal.
En las cuentas de compraventa de caballos se pueden comprobar que
son muchos los años que se venden los
mismos caballos que se compran; es decir
que no muere ninguno. (“Anales de la Real Plaza de Toros de Sevilla”
1730-1835, págs. 79, 91 y siguientes.).
¿Qué más pruebas se quieren para que quede
demostrado que la suerte de varas no consiste en que destripen los
caballos?
Hace poco tiempo Camero, a las órdenes de Joselito, picó toda una
temporada con un caballo tordo,
aporrillado, que no valía diez duros. La ineptitud de los lidiadores no es un argumento contra esta
suerte. Más bien lo son los petos, antes
franceses, españoles hoy”.
Los toros eran probados en el caballo y, al no frustrarse (no son
tontos), pues hacían carne y vencían las
más de las veces (incluso aquerenciándose junto a su rival muerto), volviendo a continuación a la
carga, o no, mostrando así su bravura o
la ausencia de la misma. Después venía el tercio de banderillas para ver
cómo había quedado el toro por ambos
pitones así como los pies que conservaba y, ya
en el último tercio, tras una
faena más bien breve, cuando el burel “pedía la
muerte”, el matador lo despenaba (ojo al verbo) lo más breve y
limpiamente posible, premiándose tal
brevedad (por clavar en el hoyo de la agujas no
echándose fuera…) y limpieza con la oreja.
Se implantó el peto y se calmó la tormenta pero el equilibrio de la
corrida se alteró profundamente. Dejó de
sufrir (relativamente) el caballo y empezó a sufrir el toro, llegándose hoy al culmen de tal
sufrimiento con una mal llamada suerte
de varas, en la que no se torea, sino
que, en demasiadas ocasiones, taladrándolo a
mansalva (o sea, a salvo) se deja ya moribundo al toro.
No es ésta una opinión personal basada en el capricho o la leyenda, sino
la consecuencia de lo expresado por
expertos indiscutidos en el campo de la
veterinaria taurina, como son los profesores Luis F. Barona y Antonio E.
Cuesta López, autores del libro “Suerte
de vara” (Valencia, 1999), donde leemos en las
“Consideraciones finales” del capítulo “IMPLANTACION Y EVOLUCION DE
LOS PETOS”:
1.- La adaptación del peto origina la aparición de un efecto distinto al
buscado. La protección del equino
propicia su uso de manera estática durante la lidia.
2.- La progresiva evolución en el diseño del mismo proporciona una
mayor protección al caballo (faldón
completo y manguitos) mermando de manera
contundente la movilidad de éste.
3.- Una vez se procura la protección del équido quedando asegurada su
vida, comienza la introducción de razas
traccionadoras o cruces de las mismas, de
mayor peso y volumen que admite mejor el empuje. Jinete y caballo
componen así un conjunto estático cuyo
movimiento más natural es el de giro sobre su propio eje para evitar la salida del toro cuando éste
choca con él (carioca).
4.- Permite la aplicación del puyazo de una manera prolongada y
“eficaz”, impidiendo la dosificación del
castigo y la apreciación de la bravura del toro.
5.- Procura un excesivo desgaste de la res a la que extenúa, haciendo
imposible mostrar en la mayoría de las
ocasiones las aptitudes o cualidades de la misma.
6.- Permite practicar la suerte a
jinetes poco experimentados y la utilización de
caballos con poca doma.
7.- Su adopción coincide con un aumento de las dimensiones de la
porción penetrante de la puya.
8.- Debería legislarse la utilización de un peto que permita una mayor
movilidad del caballo, así como impedir
que la res llegue al mismo durante la realización de la suerte”.
Por si queda alguna duda sobre la nefasta ejecución de la suerte de
varas, esto es lo que comenta sobre el
trabajo de dichos investigadores el profesor Pedro Romero de Solís (Revista de Estudios Taurinos
n.º 10, Sevilla, 1999, págs. 241- 248):
“A los autores no les pasa desapercibido la corpulencia descomunal de
los caballos que, desde hace unos años a
esta parte, montan los picadores. Caballos
que, por la anchura descomunal de su esqueleto y por el tamaño de los
cascos, manifiestan no pertenecer
racialmente al universo de la tauromaquia sino más bien al de la lidia militar ¡Caballos más
propios para arrastrar cañones en guerras
napoleónicas que para dulcificar la embestida de los toros! Esa
descomunal alzada unida al peso de los
aparejos, de la mona, de los manguitos, del peto, etc. y, por supuesto, al no desdeñable de los
pingües y forzudos picadores, suman un
peso, muchas veces próximo a la tonelada, en el que se estrellan toros
con no mucho más de 500 kilos. ¡Ay del
toro que manifieste bravura y, todavía peor,
codicia e intente levantar a un enemigo de peso doble que el suyo! Las
delicadas articulaciones de las manos
quedarán averiadas mientras el picador aprovecha para hundir la puya a más de 30 cm. de
profundidad no en el morrillo, por supuesto, como debiera ser, sino en la zona
vertebral y, a veces, ¡hasta con cinco
recorridos diferentes por la misma herida de entrada! ¡Asombroso! ¿Cómo
es posible que algunos toros, todavía,
queden en pie?”
Después de la citada modalidad de la suerte de varas empieza una, en
general, larguísima faena a un toro que,
en la mayoría de los casos, ya está “pidiendo la muerte”, como decían los antiguos
revisteros. Lo que a partir de ahí se ve
en los tendidos es a un hombre porfiando
con una res excesivamente menguada (si es
que no salió del chiquero ya “tocado”) que, a veces, tiene a bien
moverse algo y repetir. Como se ha “educado”
al espectador a ver una faena abarrotada de
pases, las más de las veces sin ton ni son, si el matador hiciera honor
a su oficio cuando el toro “pide la
muerte” apenas se verían faenas.
En esas tediosas faenas es cuando más –y más inútilmente, pues no cabe
ni la apelación a la estética– sufre el
toro, generando en los tendidos la misma
sensación que causaban hace casi un siglo aquellos caballos gravemente
heridos a los que, en el patio de
caballos, se les metía de nuevo el mondongo en el vientre, se les cosía y volvían a salir a la arena
para morir de la siguiente cornada. Había que exprimirlos hasta el final. Dejemos de hacer lo mismo con el toro.
No piense el lector que estamos por la supresión del peto. Todo lo
contrario. Lo que pretendemos es la toma
de conciencia de que hay que devolver el equilibrio perdido a la corrida de toros, buscando,
encontrando y combinando lo mejor de
otros tiempos con lo que las posibilidades técnicas (petos más ligeros y
mucho más resistentes), éticas y estéticas
de nuestra actual cultura pueden aportar para
lograr el próximo e ineludible cambio fundamental.
Ello no conjurará el peligro exterior pero si proporcionará la
autoestima necesaria para plantar cara
y mostrar al mundo los auténticos
valores de la Tauromaquia. Sólo así habrá continuidad y, si no la hubiera, al
menos se habrá caído con dignidad.
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