FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN
Después de la copiosa ración anual de toros que nos sirve Madrid en la muy ancha bandeja de su plaza de toros, durante los días que la primavera se aloca en cuestión de temperaturas, una lueñe relajación no le viene mal al cuerpo. Echar una virtual cabezada durante estos días de junio, es proverbial. Invita a la reflexión, que es el estado en que siempre debiera instalarse la justicia, para dictar sentencias o, en este caso, sacar conclusiones. Las fechas inmediatamente posteriores a la feria de San Isidro son proclives a concitar a una serie de conspicuos individuos para proclamar, más o menos solemnemente, a los triunfadores de un apartado al que concurren toros, toreros, ganaderías, secuencias de la lidia y otras zarandajas; un variado muestrario de cuestiones que resuelve un selecto sanedrín en torno a una mesa –generalmente– bien servida. Como he comentado en alguna ocasión, hace muchos años que me aparté de estos menesteres. No me interesa asistir al fuego cruzado de incongruencias u opiniones interesadas o partidistas. Solo mantengo fidelidad a uno de estos jurados, por haber adquirido tal compromiso en tiempos que, para servidor, adquieren un carácter de emotividad reservada.
Pues bien, una vez sacudidas modorras y morriñas, constato la unanimidad que con que se ha reconocido la aplastante superioridad de un hierro ganadero con respecto a la treintena que con él han competido: el de Juan Pedro Domecq. La mejor corrida de la feria, por presentación, bravura y codicia, han dicho los que, al parecer, saben de esto. Unámine, digo. ¿Quién se hubiera atrevido a apostar por Juan Pedro cuando los carteles fueron ofrecidos a la pública curiosidad?
Por lo general, en estos tiempos, decir Juan Pedro es hablar poco menos que de un virus epidémico. Mentar a la bicha. Juan Pedro es, para muchos aficionados, el rigor de las desdichas, el causante de todos los males, el factótum de ese mantra tibetano que ha propiciado la viciosa invasión del monoescaste. ¡Ah, el monoencaste!, cuán socorrido es invocarlo cuando las cosas –los toros– ruedan mal o simplemente –los toros—ruedan por los suelos.
Quienes me leen o me oyen, saben que no me he recatado en la cuestión de arrear estopa cuando una corrida de Juan Pedro pega un petardo. En Sevilla, lleva unos cuantos en los últimos años, y en Madrid, aún recuerdo cuando nos apedreó la juempedrada. Se dice, y punto; pero con éste que acaba de finalizar, ya son dos años consecutivos que Juan Pedro Domecq les ha pegado un colosal repaso a sus colegas coetáneos, especialmente a los que mantienen, bien que parpadeante, la llama del torismo. Y, además, en Madrid, que es la sede vaticana de este credo taurino. ¿Quieren ver un toro genuinamente bravo, con trapío, poderoso, encastado y codicioso? Pues pasen y observen a cualquiera de los doce juampedros –con los dos hierros de esta casa ganadera—que salieron al ruedo de las Ventas en el sanisidro del 15. Para muestra, el documento gráfico de arriba.
Me apetece, por tanto, echar un cuarto a espadas por este cuarto Juan Pedro de tal prolija dinastía de ganaderos de bravo. Me parece un ganadero excelente. Es, por el momento, el último eslabón de esa cadena de criadores de toros de lidia que tuvo la ocurrencia de crear su bisabuelo, Juan Pedro Domecq y Núñez de Villavicencio. Fue, digo, una ocurrencia, que no un conato vocacional, porque lo que quería aquél hombre bigotudo y rico era promocionar sus vinos, en especial su coñac Fundador, sin barruntar siquiera que sería el fundador de una familia ganadera excepcional. Pero no fue el citado bodeguero el artífice de tal emporio ligado a la tauromaquia. Creo haber entendido que a él le gustaba el caballo, mucho más que el toro; pero criar el toro en aquél tiempo –año 30 del pasado siglo—, era símbolo de poderío y de prestigio, máxime si llevaba marcado a fuego un hierro legendario, en este caso el muy famoso del duque de Veragua. Esa fue la mecha que encendió la traca de los Domeq ganaderos, pero el artífice –el artificiero- fue un vecino de su espléndido predio de Jandilla: Ramón Mora Figueroa, miembro del marquesado de Tamarón, el verdadero creador de un toro de lidia concebido para la obra de arte del toreo. De no haber existido esta vecindad, derivada después en hermanamiento, probablemente, los Domecq hubieran quedado en poco menos que un experimento ocasional.
Ramón Mora Figueroa fue quien crió en las llanadas de la finca Las Lomas, lindera con Jandilla, unas reses procedentes de Parladé y Urcola, cuyas hembras padreó el toro Alpargatero, verdadero pie de simiente de los mejores tamarones, vendidos después en buena parte al entonces jovencísimo –25 años—conde de la Corte, aunque con cláusula de recompra de una parte de la herencia genética de Alpargatero, para cuando la economía de la familia Mora Figueroa estuviera saneada. ¿Influyó de forma tangible la familia Domecq en este saneamiento? ¿Fue solo cuestión de amistad superlativa o vínculo familiar, cuando Juan Ramón Mora, hijo del tío Ramón, casó con Carmen Domecq?
Sea como fuere, el caso es que los Mora rehicieron su ganadería con los sementales paladeños del Conde y Gamero Cívico y unas vacas de Pedrajas. ¡Si sabrían ellos donde estaba la casta y la bravura!
Por eso recomendaron a los Domecq que quitaran aquellas reses grandullonas y bastas de Veragua, vaqueñas puras, de las que solo se conservó un selecto grupo también elegido por Tamarón, echando el sedal en el caladero del conde de la Corte y en su propia ganadería. Domecq es, pues, lo más selecto del conde de la Corte, Urcola, Parladé y Pedrajas, con un pequeño goterón de Vázquez, que al fijar mucho y bien los caracteres de su raza, propicia la aparición de jaboneros, burracos o salpicados.
Ahora bien, dentro de las familias de este ilustre apellido ganadero, las ganaderías y los criterios se han fragmentado una barbaridad, en buena parte por la extensión de algunas proles –el segundo Juan Pedro tuvo ¡ocho hijos!—y porque los ganados se han repartido, a veces, de forma indiscriminada. Todo ello, unido a la proliferación de venta de desechos a seudoganaderos de urgencia, han propiciado algún que otro descalabro en el prestigio de una de las ramas más principales de nuestra cabaña de bravo.
También ha contribuido a este deterioro el desafortunado epíteto pronunciado por Juan Pedro Domecq Solis ente el micrófono de Televisión Española, con ocasión del magnífico juego de uno de sus toros en la Maestranza de Sevilla. Más o menos, vino de decir que su ideal es criar un toro que embista con arte, con lo cual el estigma del toro artista ha servido de catapulta para bombardear a todo Domecq que se mueva por las plazas de toros. Afortunadamente, su hijo, Juan Pedro Domecq Morenés, parece que ha dado con la tecla del toro encastado, serio y bravo. Al menos, insisto, lleva ya dos años vapuleando a sus competidores en el feudo más inhóspito, Madrid. Y yo me alegro.
Hago todas estas consideraciones, adobadas de apuntes históricos acerca de la fundación de esta ganadería, para llamar la atención sobre la monomanía del monoencaste, que es el asidero al que se agarran los ganaderos que no venden, los toreros que quieren, pero no les ofrecen, torear estas corridas y los aficionados que defienden encastes que fracasan sistemáticamente. Conste, que me parece estupendo que sigan existiendo, porque forman parte de nuestro patrimonio fáunico, pero las cosas de la vida, y de la fiesta de los toros, son como son.
En España tenemos, afortunadamente, una rica variedad, en saltillos, algunos vazqueños y las representaciones testimoniales de gallardos y cabreras, que no es poco. En México, hasta hace nada, el mononecaste era lo que acá se considera torista por antonomasia: saltillo. Y estaban encantados. Ha sido, precisamente, el torismo ignorante quien han sepultado un encaste como el santacoloma clásico de Buendía o el bravo y cromático de Vega-Villar, porque no entiende al toro si su cuerno no es medido con el metro de la desmesura y su cuerpo por la aguja de la báscula.
Así, pues, la de Juan Pedro Domecq, es, a despecho de sucedáneos, una ganadería con sello propio, creada en base a una selección hecha en origen que está consolidando el último vástago de una magnífica generación de ganaderos; porque lo que se dice monoencaste, históricamente considerado, solo hay uno: Vistahermosa.
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